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Decía Shakespeare

Espido Freire, en los estudios de la Cadena SER. / FRAN PASTOR

Espido Freire, en los estudios de la Cadena SER.

Madrid

Decía Shakespeare: aquel que hoy esté conmigo / será mi hermano; por muy vil que sea, / hoy ennoblece su condición. Lo ubicó en Enrique V, una obra de la que en los últimos días hemos oído hablar con insistencia, debido al estreno de la película The King en el Festival de Venecia.

Shakespeare

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Las críticas destacan que la obra pierde fuerza y solemnidad, y gana en esa espectacularidad visual muy del gusto contemporáneo. Hasta que tenga ocasión de verla (Netflix la emitirá en noviembre) me alegro de que nos ofrezca una oportunidad para que hablemos hoy de Shakespeare.

Shakespeare no solo escribió literatura: entendió que esta, a través de las palabras y las escenas, describía y condensaba la vida. El teatro transformaba la existencia en una enseñanza que únicamente comenzaba a comprenderse allí, antes de experimentarla. No ha envejecido un día, aunque los temas y las anécdotas de sus obras fueran ya viejas cuando las escribió. Y si no se ven con ánimos de leerlo (para muchos lectores resulta aburrido leer teatro, más aún con el bello lenguaje isabelino de la época, con sus metáforas y juegos de palabras que requieren un contexto) no se preocupen: ya han visto a Shakespeare, lo han escuchado, lo han citado incluso sin saberlo.

La nueva película resume y adapta, muy a su manera, tres obras de la tetralogía Lancaster o Henriad, que incluye cuatro tragedias de Shakespeare: Ricardo II, las dos partes de Enrique IV y Enrique V. Su héroe central será el príncipe Harry, o Hal, que se convierte con el tiempo en el Rey Enrique V. Con Hal, muy joven, muy impulsivo, intenta la película actual que conecten los jóvenes: no resulta demasiado complicado, porque por mucho que creamos lo contrario, los jóvenes han sido siempre increíblemente similares, aunque con el tiempo aquellos que fuimos jóvenes nos neguemos a admitirlo.

Y vemos sus errores y sus compañías, su duro paso hacia la madurez: en las primeras obras le acompaña Falstaff, el mejor de los amigos de juerga, el guía hacia un mundo tabernario y de bajos fondos que necesita el príncipe como contrapunto a su rango. Mas adelante, a Falstaff le sustituirán tres personajes cómicos, viles, aprovechados, cobardes frente a tanto héroe; aquellos con los que el pueblo se reía y se identificaba.

Hay más obras de Shakespeare protagonizadas por jóvenes: Romeo y Julieta, por supuesto, o Hamlet, ese treintañero que se comporta como un adolescente. Pero en la Henriad contemplamos el crecimiento de un muchacho llamado a ser rey, y con pocas ganas de aceptar ese peso: el espectador de teatro que siguiera, como en una serie, el personaje de Enrique, lo ha visto transformarse y madurar ante sus ojos. El joven insoportable guiado por un borrachín de las anteriores obras se ha convertido en un rey responsable, preocupado por la legitimidad de sus deseos y por el dolor que causará la victoria a su pueblo.

Y con él somos testigos del paso de la Inglaterra medieval al Renacimiento, del feudalismo a un estado más estructurado, y Shakespeare nos contará un retazo de historia europea: tan sesgada y manipulada entonces como lo están, por cierto, las últimas películas inglesas. Muchas de ellas recuperan el tramo histórico de la Segunda Guerra Mundial, con un tono épico y de resistencia que solo puede justificar el Brexit: Ese enfoque es algo casi tan chocante como ver a Chalamet como Enrique V y a Robert Pattinson como el Defín de Francia.

Al fin y al cabo, antes y ahora hablaban de ficción, y buscaban el favor del público. La obra fue escrita en 1599, pero se sitúa en un periodo muy anterior, durante la Guerra de los Cien Años. Aunque hubiera acabado siglo y medio antes, la duración de aquella guerra y el hecho de que Inglaterra hubiera perdido la transformó en una obsesión nacional, aferrada a las victorias que sí habían logrado. Y si en algún momento Inglaterra acarició el triunfo, fue durante la breve vida de Enrique V.

Así lo encontramos antes de la batalla de Agincourt, en la que los arqueros ingleses, provistos del humilde arco largo, derrotaron a los ballesteros y los caballeros franceses. Y lo vemos no solo cerca de sus tropas, sino entremezclado con ellas. Nosotros, que somos pocos, dirá, en la famosa arenga del día de San Crispín. Nosotros, que por suerte, somos pocos. Nosotros, una banda de hermanos.

La influencia del discurso del día de San Crispín, y de los otros bellos monólogos de estas obras han llegado hasta nosotros en multitud de películas y de situaciones reales: ¿les suena a Braveheart? No andan desencaminados. ¿Resuenan en sus oídos el mítin de su político preferido? Sin duda. No hay personaje de resonancias épicas y toque suicida que no beba de esta antigua fuente, que, a su vez, Shakespeare ya había probado en el discurso de Antonio en Julio César. Amigos, romanos, compatriotas, se transforma aquí en Compatriotas, hermanos, amigos. El resultado, idéntico, un pueblo enfervorizado que seguirá a su señor hasta la muerte.

Y aquí llega, precisamente, una de las grandezas que el paso del tiempo otorga a los clásicos: hoy la obra puede leerse como una exaltación patriótica, oh, el valor, el sacrificio y la confianza en el líder, o como una denuncia de los espantos de la guerra. La versión de 1944 de Lawrence Olivier, es una muestra de los primero. La de Kenneth Brannagh de 1989, de la segunda interpretación. La puesta en escena, la grandiosidad de la batalla carece de importancia. Recuerden que Shakespeare se representaba en muchas ocasiones sin decorados, casi sin luz; bastaban las palabras y la complicidad con el público para evocar el espanto de los caballos piafando, el silbido de las flechas, la confusión del combate, el miedo a la muerte que aguardaba en los próximos metros. La sangre, la crueldad de esa batalla en la el querido Hal ordena que no se hagan prisioneros. Hasta ahí nos lleva, hasta el valor y la cobardía extrema, lo ridículo de los grandes valores y la orden moral de la palabra dada.

Pero, en fin, con la excusa que hoy les planteoo con otra, lean a Shakespeare. Convierte aquello que nos es cercano pero no podemos describir, la complejidad del mundo en una cáscara de nuez y nos la devuelve para que seamos dentro de ella los reyes del espacio infinito. Ah, sí, no importa de dónde vengamos, ennoblece nuestra condición.

Y de momento, invisibles, atentos, fieles oyentes, estas son mis últimas palabras.

 
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