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Decía Maupassant

Francisco Pastor

Madrid

Decía Maupassant: “Usted tiene un ejército de mediocridades seguido por una multitud de tontos. Como los mediocres y los tontos siempre son la inmensa mayoría, es imposible que se elija un gobierno inteligente”.

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Por mucho que nos suene a intercambio de reproches recientes, desde que Maupassant, cuya breve vida no llegó a cubrir la segunda parte del siglo XIX, escribió esto, han pasado guerras, imperios y gobiernos. Resulta curioso que de Maupassant, que no creía en el amor, se conserven hermosísimas frases dedicadas a este noble afecto. Amor significa el cuerpo, el alma, la vida, todo el ser. Y que él, que tampoco creía en la política, y que desdeñaba el patriotismo, haya sido el autor de máximas certeras y de una modernidad descorazonadora precisamente sobre esos dos temas.

Hace un par de años la editorial Palabrero editó un libro muy peculiar, titulado Locuras. Recogía los textos de determinados autores que habían rondado la insania, como Emily Dickinson, o el propio Maupassant. Me cupo a mí el honor de ser su prologuista, y con esa excusa revisé cuentos como El papel de pared amarillo, de Charlotte Gilman, o descubrí otros de Gógol o de Lu Xun.

Y ahí, en mitad de la locura, se encontraba uno de los autores de cuentos más geniales de la historia, Guy de Maupassant, hijo simbólico de Flaubert, pero mucho más ligero, mucho más letal en su manera de clavar una daga en la sensibilidad, también. Si Flaubert había transitado hacia el naturalismo, y Zola había pavimentado ese sendero, Maupassant vivía sumergido en él. En sus relatos ya no existe la preocupación por la palabra justa, le mot juste, de Flaubert: él busca salir del horror describiéndolo, con una insinuación de los espantos que la mente guarda y vomita.

Qué poco quiere aún hablarse de la enfermedad mental, y con qué alivio se la arrojamos a las espaldas a los genios, como si fuera una condición más de su talento: como si se tratara únicamente de una manía, de una extravagancia, de la creación de un personaje para la posteridad. Quijote, Hamlet, los santos locos de la literatura rusa. Idealizada o temida, la locura asaltará a un tercio de la población contemporánea a lo largo de su existencia. En algunos caso será algo temporal. En otros, se deberá convivir con la angustia, la ansiedad, el trastorno límite de personalidad o la obsesión compulsiva.

El próximo día 10 se celebra el día Mundial de la Salud Mental. De aquí a allí tienen tiempo, si lo desean, para leer alguna de las obras de Maupassant, Bel Ami, por ejemplo, o algunos de sus aterradores cuentos. Páginas de Espuma los ha publicado al completo. Sería un hermoso homenaje al autor francés, una manera de entender mejor a quien reconoció vivir asediado por el miedo: el miedo a sí mismo, el miedo a la locura heredada por vía paterna, los dolores atroces de la migraña, la tentación del suicidio. No sabemos cuánto de esa genética genial y perversa se agudizó por la bebida, el opio, y la devastadora sombra de la sífilis. Su existencia distaba mucho de ser ordenada, un pie en la razón y una ojeada a las otras realidades que atisbaba entre delirios y padecimientos.

Guy de Maupassant, que sentía pánico a morir en un manicomio, acabó allí sus días a los 43 años. No se engañen y caigan en la tentación de pensar que un tratamiento eficaz, como el que hoy en día se prescribiría, hubiera acabado o lesionado su obra. No repitan esa frivolidad. Maupassant se caracterizó siempre por una compasión enorme por aquellos que veía en una situación aún peor que la suya; se alimentaba de los sucesos de los periódicos, donde encontraba el morbo y el dolor, y lo dignificaba a través de la literatura. Su locura no justificaba el genio: el genio en cambio, se perdió ante la locura. No sabemos dónde acecha ni cuándo puede herirnos. No desaparecerá sin más. Y por hoy déjenme que estas sean mis últimas palabras. 

 
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