Los espíritus de los pecados de nuestros gobernantes nos atormentan

Barcelona

Cada vez que oigo hablar de reyes y de banderas, me acuerdo del Exín Castillos. Ahora nada parece real en las calles, en vez de ciudades tenemos maquetas de plástico. Pero hubo un tiempo en que las piezas de plástico con que construía yo murallas, torreones, almenas..., tenían su equivalente vivo en las tochanas apiladas en los solares. Cuando los currantes se iban de la obra, llegábamos del colegio, y en la calle habían dejado para el día siguiente lo que era nuestro juego inmediato: ladrillos para partirlos haciendo kárate; palas para desenterrar algo en la grava como en una isla perdida; carretillas de mano para llevarlas igual que si fuera una carrera de los autos locos o como si fueran carrozas de unas cenicientas con zapatos de cristal que anduvieron sobre mares de mortero. De los personajes del Exín Castillos, por encima de los caballeros y de los ballesteros, es el fantasmita lo que más recuerdo. Cuando luego leí Hamlet me di cuenta de a qué había estado yo jugando con aquel espectro de sábana lavada con Colón. Afuera, caía la noche sobre las vías y miraba correr a lo lejos las luces del tren. El castillo de Elsinor tenía que ser eso: la noche, una luz misteriosa, desconocidos que no sabía a dónde iban. Todo monarca deja su fantasma, y a aquel espectro del rey padre le di su sitio asomado a una ventana. España era un país con su historia confinada y la gente veía pasar la vida detrás de los cristales. Hoy construimos hospitales de campaña como si fueran Exín Castillos, y por las crujías pasan batas blancas lo mismo que sábanas tremolantes en una aventura de Scooby Doo. Pero son los espíritus de un país atormentado por los pecados de sus gobernantes.