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El trabajo infantil aumenta por la pandemia

Por primera vez en dos décadas repunta el número de niños que trabajan, lo que conlleva consecuencias físicas y psicológicas para toda su vida

Niños a pico y pala

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La OIT y Unicef alertan de que nueve millones de menores en todo el mundo podrían verse obligados este año a dejar la escuela y ponerse a trabajar para ayudar económicamente a sus familias, asfixiadas por la crisis tras la pandemia.

Se sumarán a los 160 millones de niños en el mundo que ya trabajan, la mayoría de ellos en zonas rurales y en labores relacionadas con la agricultura. Esto es 8,4 millones de menores más que hace cuatro años (2016), lo que supone el primer incremento en dos décadas.

En el Día Mundial contra el Trabajo Infantil, la doctora Rebeca Diego Pedro, docente del Máster Universitario en Psicología en la Infancia y Adolescencia, alerta del impacto psicológico al que se enfrentan esos menores en el momento en el que están trabajando y más adelante en su vida adulta.

Los niños y niñas que trabajan sufren diversas consecuencias que los investigadores dividen en consecuencias biológicas, que “pueden derivar en problemas cardiovasculares, dificultades metabólicas, enfermedades respiratorias o incluso enfermedades crónicas u oncológicas”, y consecuencias psicológicas, destacando “problemas de adaptación, traumas, trastornos de ansiedad o depresión, y adicciones”.

Los contextos en los que estos niños trabajan son muy hostiles y con altos índices de violencia, asegura Diego. Además, dice “están lejos del cuidado, de la protección, del amparo y de las leyes y sus familias”.

La Universidad Internacional de Valencia estudia los efectos de esta situación en los menores centrándose en poblaciones latinoamericanas y asiáticas. La profesora explica que la pobreza, los conflictos, los movimientos migratorios, la explotación infantil o la situación de orfandad son las variables que desencadenan el trabajo infantil. Por eso, dice, “es un problema complejo en el que entran en juego factores económicos, geográficos, sociales y políticos”.

Por lo tanto, defiende un abordaje con un conjunto de actuaciones organizadas: unas generales, en las que las instituciones provean de legislación que proteja a la infancia, la escolarización de menores y la sistematización de protocolos para informar a las familias y evaluar cada caso para ofrecer alternativas. Y por último las acciones individuales, porque, defiende la investigadora, “los hábitos de consumo también forman una parte crucial” en la explotación infantil.

Rebeca Diego llama “al compromiso individual para que como ciudadanos no miremos hacia otro lado” y comprendamos que hoy en día con la globalización lo que ocurre en una parte del mundo repercute en nosotros.

Reclama además medidas terapéuticas específicas para poder recuperar a esos menores de lo que llaman “experiencias adversas en la infancia”, lo que algunas investigaciones consideran un problema de salud pública, cuyas consecuencias no solo aparecerán en la infancia sino también en la vida adulta, lo que requiere abordar el tratamiento desde diferentes ámbitos de la salud.

 
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