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El mejor plan es ir al cine: cinco películas de estreno que hay que ver

En nuestras recomendaciones de la semana destacamos el western de Jane Campion, un biopic de Lady Di, dos óperas primas y el thriller psicológico de Anya Taylor-Joy

Los estrenos de cine de la semana / Cadena SER

Madrid

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El poder del perro

La debilidad es cuestión de perspectiva, viene a decirnos Jane Campion en El poder del perro, adaptación de la novela de Thomas Savage. En su primer filme desde 2009, la primera directora en ganar la Palma de Oro en Cannes, se adentra en un wéstern deconstruido sobre hombres, masculinidades y juegos de poder.

Pocos realizadores tienen la capacidad de Campion para releer historias, para contar con una mirada única y especial que se sitúa en puntos y perspectivas que hasta antes nadie se había posicionado. Nadie ha hablado mejor del amor y la renuncia de las mujeres como lo hizo ella en El piano, su gran obra maestra. O de las musas y la poesía, como en Bright Star, ni nadie ha reivindicado a las mujeres artistas como la Campion en Un ángel en mi mesa, su ópera prima.

En El poder del perro cuenta la historia de dos hermanos y socios que viven y trabajan en un rancho en Montana en 1924. No tienen nada que ver. Uno es tierno, tímido y poco viril para lo que se espera de un hombre en esa época y en ese lugar, es el actor Jesse Plemons, a quien por primera vez Campion le da un personaje más allá del villano asqueroso que ha venido interpretando hasta ahora en títulos como El irlandés, El vicio del poder o Judas y el mesías negro. El otro es atrevido, fornido, alto, insolente y provocador, un retrato formidable del actor británico Benedict Cumberbatch. Forman el tándem perfecto, hasta que el primero se casa con Rose, una delicada mujer viuda que trae a la hacienda a su hijo adolescente y afeminado.

Mucho se ha hablado en los últimos meses del nuevo wéstern, con obras tan interesantes que hablan del aquí y el ahora en el imaginario del oeste, como Noticias del gran mundo de Paul Greengrass, o First Cow de Kelly Reichardt, o incluso que introducen los códigos del wéstern en historias ambientadas en la actualidad, como la ganadora del Oscar Nomadland, de Chloé Zhao, jurado en esta edición de Venecia.

Campion usa la cámara, los movimientos, el punto de vista, el paisaje y la iluminación para mostrar varios tipos de ser hombre, pero también el erotismo, la violencia soterrada hacia las mujeres. El poder del perro es una coreografía perfecta de cómo sucede el bullying en el marco de un wéstern. El conflicto con los indios, el trato a los animales y la naturaleza, la diferencia de clases o la homosexualidad -en un acercamiento inteligente a Blockback Mountain-, completan esta poliédrica e intensa película que se estrena en salas de cine y se verá en Netflix desde el próximo 1 de diciembre.

Hay dos temas más en El poder del perro que nos interpelan con el momento presente, son esa dicotomía entre nostalgia y traición, que la directora mezcla con elegancia en la que es su primera película con un protagonista masculino. Y es que si algo tiene Campion es que ha forjado y construido un lenguaje cinematográfico plenamente femenino, emotivo y emancipador, que se ha centrado en cómo las mujeres han estado oprimidas. Por eso es tan curiosa la propuesta que nos hace ahora, la de mirar con esos mismos ojos a los hombres, justo cuando la masculinidad está en el centro de todo debate.

En realidad, lo que ha contado Campion en sus películas es la inadaptación social. Ya sea por una acusación no veraz de esquizofrenia hacia la escritora Janet Frame, como ocurría en Un ángel en mi mesa, o el mutismo de Holly Hunter en El Piano. Es la incapacidad de comunicar y de poder ser de las mujeres en la sociedad patriarcal, como le ocurre en este último trabajo a Kristen Dunst, dos veces casada y dos veces arrinconada y acosada y dada a la bebida. Lo que añade es a un tipo de hombre que también es alienado en este régimen masculino y capitalista que en ese incicipiente siglo XX empieza a forjarse. Sin embargo, en Campion hay esperanza, porque la condición de debilidad es el paso previo para crear toda una fortaleza y para poner en duda todas las relaciones de poder. Como diría Foucault, detrás de un poder hay un contrapoder. Y Campion lo sabe.

Libertad 

En un momento donde las identidades construyen al individuo, la directora catalana Clara Roquet se plantea si la identidad de clase puede romperse o, al menos, ser flexible. Lo hace en ‘Libertad’, su primera película como directora después de haber escrito guiones para Jaime Rosales o Carlos Marqués-Marcet.

‘Libertad’ reúne temas que aparecían en sus cortometrajes previos, la adolescencia, los cuidados y la clase. “Es una cosa que hecho de forma completamente involuntaria. Condensa los dos temas de mis dos cortos. Yo creo que al final todos escribimos siempre sobre la misma película, los mismos temas, nuestras obsesiones a las que les damos vueltas y no podemos escapar”, bromea la realizadora.

Lo que plantea ‘Libertad es una pregunta’, ¿puede haber amistad entre personas de clases diferentes? Y trata de responder en una historia de adolescencia en un verano luminoso en la Costa Brava. Dos jóvenes, Nora, la hija de la familia burguesa, y Libertad, la hija de la asistenta interna que cuida a la abuela. “La verdad es que partía de una hipótesis bastante formada, un poco trágica también. Para mí es muy difícil romper esas barreras de clase, pero el primer paso que hay que dar es la toma de conciencia. Si hay una toma de conciencia sí que hay esperanza. La película, a pesar de que tiene un final quizás poco esperanzador, sí que tiene una pequeña luz de esperanza hacia el futuro porque ha habido un proceso de concienciación. Al final es una película sobre una niña que toma conciencia de su propio privilegio, ese es el viaje de Nora”.

‘Libertad’ indaga en las diferencias de clase que pasan de madre a hija y que están llenas de prejuicios. Pero también en la llamada plusvalía de los cuidados. Es decir, aplicar ese concepto marxista a esas mujeres que dejan a sus familias para cuidar las de otros a cambio de un salario irrisorio.

De un tiempo a esta parte directores latinoamericanos han puesto el foco en el clasismo de una burguesía, generalmente de izquierdas y moderna, que perpetúa el mismo clasismo que los ricos de derechas. Directores que provienen de América Latina, en cuyos países las diferencias de clases son más visibles o están más acrecentadas. El mejor ejemplo de ello es el mexicano Alfonso Cuarón con la magnífica Roma, o directoras como la brasileña Anna Muylaert en Una segunda madre. En España esas relaciones intrafamiliares, entre clases y, generalmente, entre mujeres, no se habían desarrollado tanto hasta ahora como lo hace Clara Roquet. “No la hice desde la culpa, sino de la voluntad de retratar una situación, entender a unos personajes y de cómo se generan ciertas dinámicas en una amistad donde las dos vienen de lugares tan desiguales”, explica.

La película se centra en el día a día de ese verano en un pueblo de la costa catalán donde centra la acción. Hay varias historias y varios temas que la directora va tratando. Por un lado, esa relación de amistad en plena adolescencia, el despertar sexual de ese primer verano en las mujeres. Por otro, las complejas relaciones de familia, el peso de la herencia familiar y cómo se perpetúan los roles, pero sobre todo el clasismo entre la familia y la cuidadora.

La película trata de hacer el mismo viaje, ir de lo íntimo y lo concreto a un retrato general, el de una clase social, la burguesía española, con un privilegio de clase del que no es consciente. “La identidad de clase es adquirida y, de hecho, hay una cosa en la película que me parecía muy importante de retratar. Cuando la abuela empieza a perder la memoria, pierde también esa identidad de clase, con lo cual te das cuenta de que es una creación, no algo que no podamos vencer, es un prejuicio heredado. En el momento en que empieza a perder esa memoria y esa identidad de clase es capaz de acercarse a Libertad de una forma mucho más humana y cercana que a los demás”.

Roquet ha conseguido en su primera película un equilibrio nada fácil. Por un lado, un guion sutil que habla de muchas cosas que nos afectan como sociedad, por otro una dirección de actrices perfecta, con Nora Navas, Vicky Peña y las debutantes Nicol García y María Morera. El relato va llevándonos poco a poco para entender las decisiones de todas las mujeres de la familia, sin juzgarlas, pero siendo consciente de que la cuestión de clase es imposible de sobrepasar.

Última noche en el Soho

En efecto, la acción de Última noche en el Soho transcurre en este popular barrio londinense, célebre desde hace décadas por su ambiente y vida nocturna, pero en dos épocas distintas. Thomasin McKenzie, la actriz a la que vimos en títulos como Jojo Rabbit o, más recientemente en Tiempo, interpreta a una chica que viaja al Londres de hoy en día para estudiar moda, mientras que Ana Taylor-Joy, la protagonista de la serie de televisión Gambito de dama, da vida a una joven que, en los años 60, intenta comenzar una carrera como cantante en los famosos clubes del distrito. La primera de ellas, todas las noches, en una especie de viaje en el tiempo psicológico, revivirá las miserias y penurias que la segunda padece mientras pretende hacer realidad su sueño. 

Con estos mimbres Edgar Wright, el director de películas como Baby Driver o Scott Pilgrim, contra el mundo, realiza una película que mezcla distintos géneros: el musical, el thriller psicológico e incluso el cine de terror o el gore, con claras referencias al trabajo de directores como Alfred Hitchcock o Michael Powell y a su película El fotógrafo del pánico. “Creo que la idea de la película viene de mi intención de adentrarme en el thriller psicológico. Antes de empezar a escribir el guion trataba de acercarme a esos géneros que todavía no había tratado y quería ponerme en ese lugar. Me gusta el trabajo de directores como Michael Powell y Alfred Hitchcock. Han hecho los thrillers psicológicos que más me gustan y quería llevar ese género y ambientarlo en Londres”, contaba el director en la presentación del film en la pasada Mostra de Venecia.

Pero el artefacto que construye Wright funciona solo a medias. La película tiene momentos deslumbrantes, como el primer “viaje” de McKenzie al Soho de los sesenta y su “encuentro” con Ana Taylor-Joy. Un listón que Wright no puede superar. A partir de ese momento el film decae. Se hace reiterativo y degenera hasta caer en la vulgaridad, con mucha sangre y sorpresa final incluso con psicópata incorporado.

La película es una estupenda oportunidad, eso sí, para ver viejos rostros del cine clásico británico, como el maravilloso Terence Stamp o la recientemente fallecida Diana Rigg. También para escuchar viejas canciones de los años 60, con homenajes a cantantes como Cilla Black, Dusty Springfield o Petula Clark. Anya Taylor-Joy, por ejemplo, canta una versión del Downtown a capela. “Crecí escuchando la colección de discos de mis padres de los años 60 que heredé yo. Estaba obsesionado con esos discos, lo mismo que el personaje que interpreta McKenzie en la película. Cuando escucho esa música me hace volver a los sesenta. Todas las canciones que suenan en el film significan mucho para mí. Cuando escribía el guion escuchaba canciones que me llevaban a esa historia”, confesaba Edgar Wright en Venecia.

Música y canciones; una denuncia de los comportamientos machistas de la década de los sesenta, mostrando el peaje que debían pagar muchas jóvenes que soñaban con ser estrellas de la canción; una película de misterio y terror con fantasmas del pasado y sangre. Todo esto se encuentra, de manera desigual, en Última noche en el Soho.

Spencer

El género del biopic, habitualmente acartonado y formulaico, ha encontrado un buen aliado en Pablo Larraín, autor con la capacidad de revisionar y aportar una mirada particular a personajes clave de la historia y la cultura pop. Tras su tenebroso retrato de Jackie Kennedy, ahora se acerca a la figura de Lady Di desde la fascinación y el misterio. Spencer, avisa al inicio del film, es una fábula sobre una verdadera tragedia.

“Diana es un icono muy famoso y bonito en muchos niveles, pero también era una madre. Y lo más importante, fue alguien que creó algo precioso a nivel de empatía, tenía esa capacidad. Y yo tenía curiosidad por saber por qué alguien como ella, nacida en circunstancias privilegiadas y conectada con la realeza y la aristocracia, era tan normal al mismo tiempo. Por qué podía ser tan corriente y construir esa empatía por todo el mundo”, explicaba el director en el pasado Festival de Venecia.

El cineasta chileno encierra en la casa de campo de los Windsor a la princesa Diana durante un fin de semana. Tres días de Navidad en los que ese palacio se convierte en una prisión insoportable, un laberinto de puertas, sirvientes y protocolos del que no puede salir, pero empieza rebelarse. La decisión más arriesgada de Larraín es mostrar a la reina y la monarquía siempre desdibujada, fuera de campo, como un poder opresor en la sombra, una presencia autoritaria y amenazante siempre latente, ya sea con los horarios, la comida o el vestuario.

El resultado es un cuento de terror que se apoya en el formidable trabajo de Kristen Stewart. “Me di cuenta de que ella también transmitía mucho misterio, y ese misterio combinado con el magnetismo que tenía eran los elementos perfectos para crear una película. Nunca la podría comprender del todo, pero entonces encontramos este milagro, llamado Kristen, que también tiene ese misterio. Y nunca podremos comprenderlo hasta ver la película, es interesante ver cómo la audiencia completa el proceso”, añadía Larraín.

La actriz compone uno de los mejores personajes de su carrera, mimetizada con los ademanes, los gestos y la fragilidad de una princesa solitaria y desvalida. “Hay cierta gente que tiene esa energía penetrante. Lo que me parece con ella es que es alguien a quien es fácil desarmar y ver cómo es, y a la vez es alguien tan sola y aislada. Esa es su gran paradoja, que por un lado hacía feliz a mucha gente y por otro se sentía tan desamparada. Me atraía la idea de interpretar a alguien tan desesperada por conectar, capaz de hacer a otra gente sentirse bien y a la vez ella sentirse tan mal en su interior”, comentaba la actriz, de cuya carrera se pueden trazar paralelismos con la vida de Lady Di, sometida a un cruel escrutinio púbico y mediático tras saltar al estrellato con la saga ‘Crepúsculo’.

El director abusa de las metáforas y subrayados - los collares, los trajes que le han elegido, las perdices y sus problemas con la comida- e incluso traza un espejo fantasmal con Ana Bolena, la segunda mujer de Enrique VIII que finalmente acabó decapitada por supuesto adulterio y traición. El guion que firma Steven Knight, creador de la serie ‘Peaky Blinders’, adolece de sutileza. Larraín dirige con movimientos circulares de cámara, con preciosismo y esmero, todas las escenas palaciegas en una cinta en la que también destacan los excelentes trabajos de fotografía de Claire Mathon y la música de Jonny Greenwood.

Si para ‘The Crown’, serie desde una visión hegemónica, la figura de Diana es un agente desestabilizador para la monarquía porque desafía el poder de la reina, Larraín rompe a medias el cuento de hadas, explota la falsa inocencia y asume las tesis feministas que ven a Lady Di como un icono que logró emanciparse.

La puerta de al lado

Cuando Daniel Brühl (Barcelona, 1978) acabó de rodar 'Good, Bye Lenin!' en 2003 se le abrieron las puertas al mundo de la fama, a un lugar de luces y sombras. La película dirigida por Wolfgang Becker le granjeó dos premios a mejor actor europeo y a los veintipocos años ya era uno de los intérpretes alemanes más reconocidos en todo el continente.

Ha formado parte de películas como 'Salvador', 'Malditos bastardos' o 'Eva'; de grandes blockbusters como 'Capitán América: Civil War' o de la serie de la misma factoría 'Falcon y el Soldado de Invierno'. Ahora, a sus 43 años y tras mucho tiempo de dudas, Brühl debuta en la dirección con 'La puerta de al lado', una peculiar comedia negra con guión de Daniel Kehlmann, en la que refleja la vida de un actor -protagonizada por el mismo Brühl-, de su misma edad, su mismo nombre y su mismo prestigio. “No es una versión mía. Yo hice un personaje. Es alguien que se ha perdido en su fama y en el éxito que cree que tiene, viviendo en una superficialidad que ya no se interesa por su entorno”, asegura el actor.

'La puerta de al lado' es una cinta de dos personajes, un relato intimista ambientado en un bar, con un formato cuasi teatral que presenta el enfrentamiento entre dos hombres y a la vez entre dos mundos marcados por diferencias de clase, de lugar de procedencia (Este y Oeste), de edad o de vivencias personales. Peter Kurth encarna a Bruno, el hombre con el que Daniel se topa en un restaurante en el que hace una parada antes de coger un avión destino a Londres, donde debe asistir a una audición. Su encuentro se alargará más de lo previsto y el actor descubrirá que vive en la antigua casa del padre de Bruno y que éste último, además, es su vecino.

La ópera prima de Brühl es el resultado de muchos años de trabajo: “La idea nació hace ya diez u once años en Barcelona”, apunta. “Durante mucho tiempo no me sentí capaz y suficientemente seguro, pero al final sí que decidí lanzarme porque es una película muy personal y pensé que sí podía contar esta historia porque me muevo en un mundo que conozco muy bien”.

El terreno de lo personal está presente durante toda la historia, pero aún así, Brühl traza una distinción entre lo personal y lo privado y teme de esos actores “que se exponen tanto y que están vendiendo una imagen supuestamente perfecta”, sostiene. “He elevado el tono desde el principio, tiene ese punto exagerado, yo no vivo en un piso así ni mis vecinos tampoco son así, todo es una comedia”.

Uno de los temas más interesantes del filme está relacionado con la gentrificación a la que se han sometido cientos de ciudades europeas en las últimas décadas. El personaje de Daniel arrenda un lujoso loft ubicado en un barrio tradicionalmente asociado a la clase humilde berlinesa. En medio de ese bloque de edificios, el protagonista implanta un moderno ascensor con el cual accede directamente a su propio apartamento sin “mezclarse” con el resto del vecindario. “Lo noto en Barcelona y lo noto en Berlín, que soy alguien de afuera y que la gente puede pensar que yo también formo parte del proceso de gentrificación”, comenta. “Sin sentirme culpable, pero sí que noto cierta incoherencia con mis valores, con la educación que yo tuve, con mi conciencia política y social”.

En los 2000 Brühl ya se podía permitir alquilar un piso en el barrio cool del Este de Berlín. “Lo invadieron muchos del Oeste, uno de ellos yo”, manifiesta. “Pero yo siempre quise entrar en contacto con mis vecinos, con la gente de mi barrio, no como este personaje que se encierra y no mira fuera”. Mientras tanto, sus amigos de Colonia, la ciudad donde creció, tenían que asumir diversos trabajos para poder financiarse sus estudios. “Es un hecho que desde que soy joven pertenezco a una parte de la sociedad que se puede ver como privilegiada”, asegura el actor, que, tras 22 años viviendo en Berlín, aún se siente “de fuera”. A pesar de este sentimiento de no pertenencia, el intérprete hispano-alemán no ha dudado en llevar la gastronomía de su tierra materna a la gran urbe europea donde ha montado el Bar Raval y el Bar Gràcia, dos locales de tapas con nombres que homenajean barrios de su ciudad natal.

Pero es que en 'La puerta de al lado' hay cabida para todo, porque Brühl construye una (auto)ficción donde consigue reírse de sí mismo, de su paso por Marvel o de otras experiencias que han conformado lo que es él hoy en día: “Ya que había decidido que lo iba a hacer yo y que teníamos a un actor como protagonista lo quise llenar con anécdotas y humillaciones que yo he vivido”, añade entre risas.

Daniel Brühl, que insiste en no considerarse a sí mismo director porque solo ha firmado una película, crea un pequeño espacio de encuentro con el espectador donde se palpa la comedia, el drama, la tensión o la crítica. Un viaje de hora y media donde nos adentramos en la psicología de dos personajes que caminan sin rumbo fijo, en medio de un ambiente de espejismos, de sueños y frustraciones donde, como es de esperar, las apariencias engañan.

 
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