Ocio y cultura

'La vida nueva', novela de Orhan Pamuk

Fragmento de la novela

A la venta desde el 5 de junio

1

Un día leí un libro y toda mi vida cambió. Ya desde las primeras páginas sentí de tal manera la fuerza del libro que creí que mi cuerpo se distanciaba de la mesa y la silla en la que estaba sentado. Pero, a pesar de tener la sensación de que mi cuerpo se alejaba de mí, era como si más que nunca estuviera ante la mesa y en la silla con todo mi cuerpo y todo lo que era mío y el influjo del libro no sólo se mostrara en mi espíritu sino en todo lo que me hacía ser yo. Era aquél un influjo tan poderoso que creí que de las páginas del libro emanaba una luz que se reflejaba en mi cara: una luz brillantísima que al mismo tiempo cegaba mi mente y la hacía refulgir. Pensé que con aquella luz podría hacerme de nuevo a mí mismo, noté que con aquella luz podría salir de los caminos trillados, en aquella luz, en aquella luz sentí las sombras de una vida que conocería y con la que me identificaría más tarde. Estaba sentado a la mesa, un rincón de mi mente sabía que estaba sentado, volvía las páginas y mientras mi vida cambiaba yo leía nuevas palabras y páginas. Un rato después me sentí tan poco preparado y tan impotente con respecto a las cosas que habrían de sucederme, que por un momento aparté instintivamente mi rostro de las páginas como si quisiera protegerme de la fuerza que emanaba del libro. Fue entonces cuando me di cuen¬¬ta aterrorizado de que el mundo que me rodeaba había cambiado también de arriba abajo y me dejé llevar por una impresión de soledad como jamás había sentido hasta ese momento. Era como si me encontrara completamente solo en un país cuya lengua, costumbres y geografía ignorara.

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La impotencia que me produjo aquella sensación de soledad me ató de repente con más fuerza al libro. El libro me mostraría todo lo que debía hacer en aquel nuevo país en el que había caído, lo que quería creer, lo que vería, el rumbo que seguiría mi vida. Ahora, pasando las páginas una a una, leía el libro como si fuera una guía que me mostrara el camino a seguir en un país salvaje y extraño. Ayúdame, me apetecía decirle, ayúdame para que pueda encontrar una vida nueva sin tropezar con accidentes ni catástrofes. Pero también sabía que esa vida nueva estaba formada por las palabras del libro. Mientras leía las palabras una a una intentaba, por un lado, encontrar mi camino, y, por otro, recreaba admirado cada una de las imaginarias maravillas que me harían perderlo por completo.

A lo largo de todo aquel tiempo, mientras reposaba sobre mi mesa y proyectaba su luz en mi cara, el libro me resultaba algo cotidiano, parecido al resto de los objetos de mi habitación. Lo noté mientras asumía maravillado y alegre la existencia de una vida nueva, de un mundo nuevo, que se abría ante mí: aquel libro capaz de cambiar de tal manera mi vida sólo era un objeto vulgar. Mientras las ventanas de mi imaginación se abrían lentamente a las maravillas y a los terrores del mundo nuevo que me prometían sus palabras, volvía a pensar en la coincidencia que me había llevado hasta el libro, pero aquello era una fantasía que se quedaba en la superficie de mi mente y que no descendía hasta sus profundidades. El hecho de que me volcara en esa fantasía según leía parecía deberse a un cierto miedo: el mundo nuevo que me ofrecía el libro me era tan ajeno, era tan extraño y sorprendente que para no sumergirme por completo en él notaba la necesidad de sentir algo que se relacionara con el presente. Porque en mi corazón se estaba asentando el miedo a que, si levantaba la cabeza del libro, si miraba mi habitación, mi armario, mi cama, si echaba una ojeada por la ventana, no podría encontrar el mundo tal y como lo había dejado.

Los minutos y las páginas se sucedieron, pasaron trenes a lo lejos, oí cómo mi madre salía de casa y cómo regresaba mucho después; oí el estruendo habitual de la ciudad, la campanilla del vendedor de yogur que pasaba ante la puerta y los motores de los coches y todos aquellos sonidos que tan bien conocía me parecieron extraños. En cierto momento creí que fuera llovía a cántaros, pero me llegaron unos gritos de niñas que saltaban a la comba. Creí que se abriría el cielo y que saldría el sol, pero en el cristal de mi ventana repiquetearon gotas de lluvia. Leí la página siguiente, otra más, otras; vi la luz que se filtraba desde el umbral de la otra vida; vi lo que hasta entonces sabía y lo que ignoraba; vi mi propia vida, el camino que creía que tomaría mi vida…

Pasando lentamente las páginas penetró en mi alma un mundo cuya existencia hasta entonces había ignorado, en el que nunca había pensado, que nunca había sentido, y allí se quedó. Muchas cosas que hasta entonces sabía y sobre las que había meditado se convirtieron en detalles en los que no valía la pena insistir y otras que ignoraba surgieron de sus escondrijos y me enviaron señales. Si mientras leía me hubieran preguntado qué era aquello, no habría podido responder porque sabía que leyendo avanzaba lentamente por un camino sin retorno, notaba que había perdido todo mi interés y curiosidad por ciertas cosas que había dejado atrás, pero sentía tal entusiasmo e ilusión por la nueva vida que se extendía ante mí que me daba la impresión de que todo lo que existía era digno de interés. Justo cuando me abrazaba entusiasmado a ese interés, cuando comenzaba a balancear nervioso las piernas, la profusión, la riqueza y la complejidad de todas las posibilidades se convirtieron en mi corazón en una especie de terror.

Acompañando a ese terror vi en la luz que el libro proyectaba en mi cara habitaciones decadentes, vi autobuses enloquecidos, gente cansada, letras pálidas, ciudades perdidas y vidas y fantasmas. Había un viaje, siempre, todo era un viaje. Y vi una mirada que me seguía continuamente en ese viaje, que parecía surgir ante mí en los lugares más inesperados y que luego desaparecía, y que conseguía que se la buscara precisamente por haber desaparecido; una mirada dulce limpia de culpa y pecado mucho tiempo atrás… Quise poder ser esa mirada. Quise estar en el mundo que veía esa mirada. Lo deseé de tal manera que me dio la impresión de que creía vivir en ese mundo. No, ni siquiera había necesidad de creerlo; yo vivía allí. Y puesto que vivía allí, el libro, por supuesto, debía tratar de mí. Y eso era así porque alguien antes que yo había pensado y puesto por escrito mis pensamientos.

Y fue de esa manera como comprendí que las palabras y lo que me describían debían de ser cosas completamente distintas unas de otras. Porque desde el principio había notado que el libro había sido escrito para mí. Quizá fuera por eso por lo que cada palabra y cada frase se grababan de tal manera en mi interior mientras leía. No porque fueran frases extraordinarias ni palabras brillantes, no, sino porque me arrastraba la sensación de que el libro hablaba de mí. No pude descubrir cómo me había dejado llevar por esa sensación. Quizá lo descubrí y lo olvidé porque intentaba encontrar mi camino entre asesinos, accidentes, muertes y señales perdidas.

Y así, a fuerza de leer, mi punto de vista se transformó con las palabras del libro y las palabras del libro se convirtieron en mi punto de vista. Mis ojos, deslumbrados por la luz, ya no podían separar el universo que existía en el libro del libro que existía en el universo. Era como si el único universo posible, todo lo que existía, todos los colores y objetos posibles existieran en el libro y entre sus palabras y yo, leyendo, hiciera realidad en mi mente, alegre y admirado, todo lo que era posible. Iba comprendiendo según leía que lo que el libro parecía susurrarme al principio y que luego me mostraba con una especie de doloroso palpitar y después con una violencia desatada llevaba años escondido allí, en lo más profundo de mi espíritu. El libro había encontrado un tesoro perdido que llevaba siglos yaciendo en el fondo de las aguas, lo había sacado a la superficie y a mí me habría gustado proclamar que todo lo que iba hallando entre las líneas y las palabras ahora me pertenecía. En cierto lugar de la última página quise también decir que aquello ya lo había pensado yo. Luego, cuando penetré por completo en el mundo que describía el libro, vi la muerte como un ángel que surgía entre la oscuridad y el alba. Mi propia muerte…

De repente comprendí que mi vida se había enriquecido hasta un punto que nunca antes habría podido pensar. En aquel momento lo único que temía no era mirar al mundo, a los objetos, a mi habitación, a la calle, y no descubrir lo que describía el libro, sino sólo permanecer alejado de él. Lo cogí con ambas manos y, como hacía en mi niñez con los tebeos que acababa de leer, olí el aroma a papel y tinta que despedían sus páginas. Olía exactamente igual.

Me levanté de la mesa y, como hacía en mi niñez, caminé hasta la ventana, apoyé la frente en el frío cristal y miré a la calle. El camión que había aparcado en la acera de enfrente cinco horas antes, cuando apoyé el libro en la mesa a mediodía y comencé a leer, ya se había ido, pero habían vaciado su carga de aparadores, mesas pesadas, mesillas, cajas y lámparas de pie; en el piso vacío de enfrente se había instalado una nueva familia. Como las cortinas aún no estaban colgadas, a la luz de una potente y desnuda bombilla podía ver cómo cenaban ante la televisión encendida unos padres maduros y un chico y una chica de mi edad. Ella tenía el pelo castaño claro, la televisión tenía la pantalla verde.

Durante un rato miré a aquellos nuevos vecinos; quizá me gustaba observarlos porque eran nuevos, era como si aquello me protegiera de alguna manera. No quería enfrentarme al hecho de que el viejo mundo a mi alrededor, antes tan familiar, había cambiado de arriba abajo, pero comprendía que ni las calles eran las mismas calles, ni mi habitación era la misma habitación, ni mi madre y mis amigos eran las mismas personas. En todos ellos había una cierta hostilidad, una amenaza, algo terrible que no acertaba a identificar. Me aparté un paso de la ventana pero no pude volver al libro que me llamaba desde la mesa. Allí me esperaba la cosa que había desviado mi vida de su camino, detrás de mí, sobre la mesa. Por mucho que le diera la espalda, el principio de todo estaba allí, entre las líneas del libro, y yo iba a emprender ese viaje.

Por un momento debió de parecerme tan terrible el apartarme de mi antigua vida que, como hacen las personas cuyas existencias cambian de manera irreparable como resultado de un desastre, quise encontrar la paz imaginando que mi vida seguiría fluyendo como antes, que no había ocurrido el accidente, el desastre o lo que fuera aquella cosa terrible que me había sucedido. Pero sentía de tal manera en mi corazón la presencia del libro aún abierto sobre la mesa a mis espaldas que ni siquiera pude imaginar cómo podría continuar mi vida como antes.

En ese estado de ánimo fue como salí de mi habitación cuando mi madre me llamó para cenar, me senté a la mesa como un novato que trata de acostumbrarse a un mundo nuevo e intenté hablar con ella. La televisión estaba encendida, en los platos había patatas con carne picada, puerros en aceite, ensalada de lechuga y manzanas. Mi madre habló de los vecinos que acababan de mudarse enfrente, de mí, que había estado sentado estudiando toda la tarde, ¡bravo!, del mercado, de la lluvia, de las noticias de la televisión y del presentador de las noticias. Quería a mi madre, era una mujer hermosa, amable, dulce y comprensiva y me sentí culpable por haber estado leyendo el libro y haberme introducido en un mundo distinto al suyo.

Pensaba, por un lado, que si el libro hubiera sido escrito para todo el mundo la vida no podría seguir tan lenta y despreocupada como antes. Por otro, la idea de que el libro hubiera sido escrito sólo para mí, para un estudiante de Ingeniería de mente lógica como yo, no podía ser cierta. Pero, entonces, ¿cómo podía todo continuar como antes? Hasta me dio miedo pensar que el libro era un secreto imaginado sólo para mí. Luego quise ayudar a mi madre a fregar, quise tocarla para así llevar mi mundo interior al presente.

—Deja, deja, ya lo hago yo, hijo.

Estuve viendo la televisión un rato. Quizá pudiera introducirme en ese mundo; o quizá pudiera reventar el televisor de una patada. Pero lo que estaba viendo era nuestra televisión, la de nuestra casa, una especie de dios, una especie de lámpara. Me puse la chaqueta y los zapatos.

—Voy a salir.

—¿A qué hora vas a volver? —me preguntó mi madre—. ¿Te espero?

—No, no me esperes. Luego te quedas dormida delante del televisor.

—¿Has apagado la luz de tu habitación?

Y así, como si saliera a las peligrosas calles de un país desconocido, salí a las calles del barrio en el que llevaba viviendo veintidós años, a las calles de mi infancia. Al sentir como una suave brisa en mi rostro el húmedo frío de diciembre me dije que quizá hubiera algunas cosas del viejo mundo que hubieran pasado al nuevo. Ahora lo vería, caminando por las calles y las aceras que habían formado mi vida. Me habría apetecido correr.

Caminé a toda velocidad siguiendo los muros por las calles oscuras, entre enormes cubos de basura y charcos de barro, y con cada paso que daba veía que se hacía realidad un mundo nuevo. A primera vista los plátanos y álamos de mi infancia seguían siendo los mismos plátanos y álamos, pero la fuerza de los recuerdos y las asociaciones de ideas que me unían a ellos habían desaparecido por completo. Ya no veía como partes inseparables de mi vida los cansados árboles, ni las conocidas casas de dos pisos, ni los sucios edificios de viviendas, los cuales había visto construir en mi infancia desde los cimientos, desde que sólo eran un pozo de cal hasta el tejado, y en los que luego había jugado con mis nuevos amigos, sino que era como si mirara fotografías que hubiera olvidado cuándo y cómo se hicieron: los reconocía por sus sombras, por sus ventanas iluminadas, por los árboles del jardín o por los letreros e indicaciones de las puertas de entrada, pero sin sentir en absoluto la fuerza de las cosas conocidas. Allí estaba el viejo mundo, frente a mí, a mi lado, en las calles, me rodeaba en forma de los escaparates de los familiares colmados, del horno de bollos de la plaza de la estación de Erenköy, con las luces aún encendidas, de las cajas de frutas de la frutería, de las carretillas de mano, de la pastelería La Vida, de vetustos camiones, de toldos y de sombrías y cansadas caras. Parte de mi corazón sólo sentía indiferencia hacia aquellas sombras que temblaban ligeramente bajo las luces de la noche. Allí donde llevaba oculto como un delito el libro. Quería huir de todo aquello que me hacía ser yo, de las calles conocidas, de la tristeza de los árboles mojados, de los rótulos de neón que se reflejaban en el asfalto y en los charcos de las aceras y de las luces de las verdulerías y las carnicerías. Se levantó una brisa suave, cayeron gotas de las ramas de los árboles, oí un zumbido y decidí que el libro era un secreto que me había sido destinado. Me dejé arrastrar por el miedo, quise hablar con alguien.

Me metí en el café de la Juventud, en la plaza de la estación, donde algunos de los amigos del barrio aún se reunían por las tardes para jugar a las cartas y ver partidos de fútbol en la televisión o al que iban, simplemente, para encontrarse unos con otros. En una mesa al fondo charlaban, bajo la luz en blanco y negro del televisor, un universitario que trabajaba en la zapatería de su padre y otro compañero del barrio que jugaba al fútbol en la categoría de aficionados. Ante ellos vi periódicos de hojas deslavazadas a fuerza de ser leídos, dos vasos de té, cigarrillos y una botella de cerveza que habrían comprado en el colmado y que ocultaban bajo el asiento de una silla. Quería hablar con alguien, largamente, quizá durante horas, pero comprendí de inmediato que no podría hacerlo con ellos. Por un momento me envolvió una pena tal que casi se me saltan las lágrimas, pero me deshice de ella orgulloso. Las personas a las que habría de abrirles mi alma las escogería de entre las sombras que poblaban el mundo del libro.

Quise creer que era dueño de mi propio futuro en su totalidad, pero sabía que ahora era el libro quien era dueño de mí. El libro no se había limitado a penetrar en mi alma como un secreto y un pecado, además me había provocado una incapacidad de hablar similar a la de los sueños. ¿Dónde había personas parecidas a mí con las que pudiera hablar? ¿Dónde se encontraba el país en el que podía encontrar el sueño que le hablaba a mi corazón? ¿Dónde estaban los otros lectores del libro?

Crucé la vía del tren, me introduje por callejuelas transversales, pisé hojas amarillentas desprendidas de los árboles que se habían pegado al asfalto. De repente se elevó en mi interior un profundo optimismo: si caminaba siempre así, si andaba a toda velocidad, si nunca me detenía, si salía de viaje, alcanzaría el mundo del libro. La nueva vida, cuyo relumbrar había sentido en mi corazón, se encontraba en algún lugar lejano, quizá en un país inalcanzable, pero notaba que si me ponía en marcha me acercaría a ella, que al menos podría dejar atrás mi antigua vida.

Cuando llegué a la playa me sorprendió que el mar se viera tan negro. ¿Cómo no me había dado cuenta de que por las noches el mar era tan sombrío, tan severo y tan despiadado? Me parecía que los objetos poseyeran su propia lengua y que con la mudez transitoria a la que me había arrastrado el libro comenzaba a ser capaz de entender dicha lengua aunque sólo fuera un poco. Por un momento, tal y como leyendo el libro había surgido de repente mi inevitable muerte, sentí la gravedad del mar que se balanceaba suavemente, pero en mi interior no se agitaba esa sensación de «ha llegado el final de todo» que debe de producir la muerte auténtica, sino la curiosidad y el entusiasmo de alguien que comienza a vivir una vida nueva.

Caminé sin rumbo por la playa. Aquí mismo, cuando era pequeño, los amigos del barrio rebuscábamos entre las latas de conserva, las pelotas de goma, las botellas, las chanclas y las muñecas de plástico que el mar apilaba en la orilla después de las tormentas de poniente: buscábamos un objeto mágico procedente de un tesoro, algo desconocido, brillante y completamente nuevo. Sentí por un instante que si mi mirada, iluminada por la luz del libro, encontrara y examinara cualquier objeto vulgar del antiguo mundo, éste podría convertirse en aquella cosa mágica que buscábamos cuando era pequeño. Pero al mismo tiempo me envolvió con tal violencia la sensación de que el libro me había dejado completamente solo en el mundo, que creí que el mar oscuro se levantaría de repente, me arrastraría hacia él y me tragaría.

Movido por esa inquietud caminé a toda velocidad, pero no para ver que cada uno de mis pasos convertía en realidad un mundo nuevo, sino para estar a solas con el libro en mi habitación lo antes posible. Mientras caminaba casi como si corriera comencé a verme como alguien hecho de la luz que emanaba del libro. Y aquello me tranquilizaba.

Mi padre había tenido un buen amigo de su edad que, como él, había trabajado durante años en la Compañía de Ferrocarriles del Estado ascendiendo hasta inspector y que, además, escribía artículos en la revista de la compañía sobre la pasión por los trenes. También escribía libros infantiles, que él mismo ilustraba, y que se publicaban en la colección Aventuras Infantiles Nuevo Día. En los tiempos en que leía los libros que el tío Rıfkı el ferroviario me regalaba, con títulos como Pertev y Peter o Kamer en América, era frecuente que quisiera volver corriendo a casa para sumergirme en ellos, pero aquellos libros infantiles siempre tenían un final. Allí, con tres letras, exactamente igual que en las películas, estaba escrito «Fin» y cuando leía esas tres letras comprendía con amargura que no sólo estaba viendo la frontera de aquel país en el que me habría gustado permanecer, sino que además ese universo mágico era un lugar inventado por el tío Rıfkı el ferroviario. En cambio, sabía que todo era cierto en el libro que corría a leer de nuevo, por eso llevaba el libro en mi interior, por eso las calles mojadas por las que caminaba como si corriera no me parecían reales sino fragmentos de una aburrida tarea escolar que alguien me hubiera impuesto para castigarme. Porque el libro, o eso me parecía, explicaba para qué estaba yo en este mundo.

Crucé las vías del tren y pasaba junto a la mezquita cuando di un salto al ver que estaba a punto de pisar un charco, tropecé, perdí el equilibrio, y me caí cuan largo era en el fangoso asfalto.

Me levanté de inmediato y me disponía a continuar cuando un viejo barbudo, que había visto cómo me había caído, me preguntó:

—Por Dios, hijo, cómo te has caído. ¿Te ha pasado algo?

—Sí. Mi padre murió ayer. Le hemos enterrado hoy. Era un mierda, no hacía más que beber y pegaba a mi madre. Nunca nos quiso aquí, me he pasado años viviendo en Viranba˘g.

¿De dónde me había sacado esa ciudad de Viran¬ba˘g? Quizá el viejo comprendiera que nada de lo que decía era cierto, pero de repente me sentí muy listo. No sabía si era por la mentira que acababa de soltar, por el libro o, más sencillamente, por la cara de aspecto cada vez más estúpido del hombre, pero el caso es que me dije: «No tengas miedo, no tengas miedo y vete. ¡Vete a ese mundo, al mundo del libro, al mundo real!». Pero tenía miedo…

¿Por qué?

Porque había oído lo que les había ocurrido a otros como yo, que habían perdido el rumbo en sus vidas después de leer un libro. Había oído historias de algunos que se habían leído en una noche los Principios fundamentales de la filosofía, habían aceptado cada palabra, al día siguiente se habían unido a la Nueva Vanguardia Revolucionaria Proletaria, tres días más tarde habían sido atrapados en el atraco a un banco y se habían pasado diez años entre rejas. También sabía de otros que después de leer algún libro como El islam y la nueva moral o La traición de la occidentalización habían pasado en una noche del bar a la mezquita y habían comenzado a esperar pacientemente sobre alfombras frías como el hielo y entre olor a agua de rosas la muerte que habría de llegarles cincuenta años después. Luego conocí a otros que se habían dejado seducir por libros como La libertad de amar o Me he descubierto a mí mismo. Éstos aparecían sobre todo entre aquellos que tenían el carácter dispuesto a creer en el zodiaco, pero también ellos proclamaban con toda sinceridad: «¡Este libro cambió mi vida entera en una noche!».

En realidad, lo que tenía en la cabeza no era lo mísero de aquellos terribles espectáculos: me daba miedo la soledad. Me daba miedo haber malinterpretado el libro, como muy probablemente habría hecho cualquier otro tan estúpido como yo; ser superficial o no serlo, o sea, no ser como los demás; asfixiarme de amor; saber el secreto de todo, pasarme la vida intentando explicárselo a gente que no tenía la menor intención de entenderlo y convertirme en objeto de sus risas; ir a la cárcel; parecer que estaba mal de la cabeza; comprender por fin que el mundo era mucho más cruel de lo que creía y no poder conseguir que me quisieran las muchachas bonitas. Porque si lo que decía el libro era cierto, si la vida era tal y como había leído en sus páginas, si un mundo así era posible, ¿por qué entonces todo el mundo seguía yendo a la mezquita, parloteando y dormitando en los cafés y sentándose cada tarde a estas horas frente a la televisión a punto de reventar de aburrimiento? Resultaba incomprensible. Y como en la calle, lo mismo que en la televisión, podía haber algo medio interesante que pudiera verse, quizá, por ejemplo, un coche que pasara a toda velocidad, o un caballo que relinchara, o un borracho que vociferara a grito pelado, aquella gente nunca cerraba del todo las cortinas.

No sé exactamente cuándo me di cuenta de que el segundo piso cuyo interior llevaba largo rato mirando a través de las cortinas a medio echar era la casa del tío Rıfkı el ferroviario. Quizá me había dado cuenta inconscientemente y le estaba enviando un saludo instintivo la noche del día en que mi vida había cambiado de arriba abajo gracias a un libro. En mi mente se agitaba un extraño deseo, el de ver de cerca una vez más los objetos que había visto en el interior de la casa las últimas veces que mi padre y yo habíamos ido de visita: los canarios en su jaula, el barómetro de la pared, los grabados cuidadosamente enmarcados de ferrocarriles, el aparador, una de cuyas mitades estaba ocupada por juegos de licor, vagones en miniatura, un azucarero de plata, perforadoras de revisor y medallas al servicio de la compañía de ferrocarriles, y la otra por una cincuentena de libros, el nunca utilizado samovar que había sobre el mueble, los naipes sobre la mesa… A través de las cortinas entreabiertas podía ver la luz de la televisión, pero no el propio televisor.

De repente, con una decisión que no sabía de dónde había surgido, trepé al muro que separaba el jardín del edificio de la acera y vi la cabeza de la tía Ratibe, la viuda del tío Rıfkı el ferroviario, y la televisión que estaba mirando. Mientras veía la televisión sentada en el sillón de su marido en un ángulo de cuarenta y cinco grados, tenía la cabeza hundida entre los hombros, como hacía mi madre, pero en lugar de hacer punto como ella, fumaba como una chimenea.

El tío Rıfkı el ferroviario había muerto un año antes que mi padre, que había muerto a su vez el año anterior de un ataque al corazón, pero la suya no había sido una muerte natural. Una noche, mientras se dirigía al café, le habían disparado y le habían asesinado, el criminal no fue capturado y surgió el rumor de que se había tratado de un asunto de celos, algo que mi padre nunca creyó a lo largo de su último año de vida. No tenían hijos.

A medianoche, mucho después de que mi madre se durmiera, mientras estaba sentado con la espalda recta ante mi mesa y contemplaba el libro que reposaba entre mis brazos, mis codos, mis manos, me olvidé lentamente, excitado y feliz, de todo aquello que a esas horas convertía el barrio en el mío, las luces que se iban apagando en el barrio y en toda la ciudad, la melancolía de las calles vacías y húmedas, la llamada del vendedor de boza pasando por última vez, un par de cuervos que graznaban a deshoras, el traqueteo paciente de los larguísimos trenes de mercancías, que comenzaban a pasar después del último trayecto de los de cercanías, y me entregué con todo mi ser a la luz que emanaba del libro. Y así desa¬pareció de mi mente todo aquello que había formado hasta ese día mi vida y mis sueños, los almuerzos, las puertas de los cines, los compañeros de clase, los periódicos, las gaseosas, los partidos de fútbol, los bancos de las clases, los transbordadores, las muchachas bonitas, los sueños de felicidad, mi futura amante esposa, mi mesa de trabajo, mis mañanas, mis desayunos, mis billetes de autobús, mis pequeños agobios, los trabajos de estadística nunca entregados a tiempo, mis viejos pantalones, mi cara, mi pijama, mis noches, las revistas verdes, mis cigarrillos e incluso mi leal cama, que me esperaba a mis espaldas para el más seguro de los olvidos, y yo me encontré allí, vagando por ese país de luz.

 
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