De indocumentado a neurocirujano
Alfredo Quiñones Hinojosa llegó sin papeles a EEUU y tras trabajar en el campo se licenció en Harvard, ahora busca una cura para el cáncer
A los 5 años, Alfredo Quiñones Hinojosa trabajaba en la gasolinera de su padre. A los 19, con 65 dólares en el bolsillo y sin hablar inglés, saltó ilegalmente la valla entre México y Estados Unidos y comenzó a trabajar en los campos de California. A los 34, se graduó cum laude en medicina por la Universidad de Harvard. Hoy, a los 43, es neurocirujano e investigador en el hospital John Hopkins de Baltimore, uno de los más prestigiosos del país.
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Al preguntar por el despacho 111, en el edificio Phipps del complejo del hospital universitario, la recepcionista lo identifica de inmediato: "Sí, el del Dr. Q". Son las once de la mañana y está comiendo un sándwich mientras revisa correos electrónicos: "aproveché el ratito mientras llegabas". Lleva desde las siete de la mañana en el hospital; no se irá antes de las diez de la noche. Su agenda es frenética: realiza 2 o 3 cirugías al día y visita hasta 30 pacientes de clínica. A esto se suma la investigación en el laboratorio. "En la hora que ha estado contigo, le han llegado 70 emails", me contará después uno de los miembros de su equipo.
Es un hombre de risa fácil y sonora. Cuando habla, salta del español al inglés y gesticula mucho con las manos: las manos con las que recogió tomates y con las que ahora maneja el bisturí y el microscopio. En varios rincones de su despacho hay apilados ejemplares de "Becoming Dr. Q (Convirtiéndome en el Doctor Q)", su recién publicada autobiografía.
"Viví una infancia muy feliz. Nací en una familia pobre, humilde, pero muy feliz", dice. Quiñones nació en Palaco, a las afueras de Mexicali, en Baja California (México). El mayor de cinco hermanos, era un niño travieso, de imaginación desbordante, pero siempre un estudiante aplicado. Soñaba con ser astronauta. "Desde pequeñito yo tenía una inquietud, una necesidad, una sed de explorar el mundo". Lo exploraba junto a su abuelo paterno, Tata Juan, que le llevaba a pasear por la montaña obligándole siempre a seguir los caminos más largos y escarpados. "La lección de no escoger el camino fácil, de escoger el camino que nunca se ha caminado, abrir una nueva vereda, ha sido una lección que se ha mantenido conmigo y que continuará por el resto de mi vida".
Saltar la valla
Quiñones estudió para ser maestro de escuela. Cuando se graduó, la crisis económica que vivía México en los 80 a seguir el camino de la emigración que ya habían emprendido algunos de sus tíos y primos. "A los 14 o 15 años yo ya estaba inquieto por la situación económica del país, de mirar tanta pobreza, que la bifurcación de clases se estaba aumentando. A pesar de que México es un país hermoso, yo no estaba contento. Me daba cuenta de que en mi casa estábamos hambrientos. No estoy hablando del hambre de salir adelante, estoy hablando de que no teníamos nada que comer. Mucha gente piensa que vine a EE.UU. porque tuve una opción. Vine porque tuve una necesidad. Así de sencillo".
El 1 de enero de 1987, un día antes de su 19 cumpleaños, saltó la valla que separa Mexicali y Calexico. Poco después, recogía tomates, brócoli y algodón en el Valle de San Joaquín (California). "Mover las líneas de riego era peor de lo que había oído. Cualquiera que llevara botas o zapatos se hundía hasta la rodilla en el barro y quedaba atrapado. Podía ir el doble de rápido si iba descalzo, aunque seguía hundiéndome en el barro hasta las rodillas y mis pies pronto estaban llenos de arañazos, congelados y sangrientos", recuerda en su autobiografía. Empezó a acudir a la escuela nocturna para aprender inglés, compaginándolo con trabajos en el puerto de Stockton (California) y como soldador en la compañía de ferrocarril. "Esos años de trabajo me ayudan a identificarme con las persona humildes en este país. Ahora como doctor, cuando miro a mis pacientes que vienen de raíces humildes, ellos se sienten identificados conmigo, porque ya saben que yo no soy una persona diferente a ellos", asegura.
De la agricultura, a Harvard
La decisión de estudiar inglés cambió su destino. Animado por sus profesores, sólo cinco años después de haber llegado a EE.UU., consiguió una beca para entrar en la Universidad de Berkeley, donde se graduó en psicología y comenzó a interesarse por la neurobiología. Hasta su último año en Berkeley no tuvo claro que quería estudiar medicina. Consiguió ser admitido en todas las facultades en las que lo solicitó y se decidió por Harvard. "Estas universidades me dieron la oportunidad, a pesar de que tengo un acento, de que vengo de raíces humildes. Fue una combinación, de agarrar buenas notas, del esfuerzo, la dedicación, las cartas de recomendación, de que mucha gente dijo 'este joven va a tener un futuro brillante en este país'. Pero en aquel entonces la situación política y económica era diferente. Cuando yo entré a Berkeley, existían las cuotas, para que los jóvenes de raíces hispanas pudieran entrar. Eso ha cambiado mucho. Para el año 2050, en California el 50 por ciento de la población será de raíz hispana; a pesar de eso, el número de estudiantes en la universidad es tan pequeño que es increíble. Y eso es lo que yo le digo a la gente, primero que nada, como hispanos en este país tenemos que estudiar, tenemos que mejorar".
En 1997, 10 años después de haber llegado al país, consiguió la nacionalidad estadounidense. "Hoy sería imposible", reconoce. "En los 80 Ronald Reagan y el país abrieron sus puertas. Yo entré porque hubo una reforma de inmigración en el campo de la agricultura en California. Si eso me permitió a mí salir adelante y tener éxito, yo me pongo a pensar por qué no podemos hacer una reforma la cual sea conveniente, no más para los emigrantes, sino también para el país".
Investigación pionera en tumores cerebrales
El Dr. Q dirige el laboratorio de células madre en tumores cerebrales. En la puerta, junto al cartel con su nombre, hay dibujado un muñeco con sombrero mexicano. Allí trabajan 25 estudiantes de grado, master y doctorado y residentes de neurocirugía, de México, España, Bélgica, Tanzania, China, India, Egipto, Perú y Estados Unidos.
Al Dr. Quiñones le entusiasma la investigación que llevan a cabo. "En nuestro laboratorio, el quirófano es una extensión. Hago a los pacientes parte de la historia. Cuando entran al quirófano, en vez de tirar su tejido, lo mandamos al laboratorio. Para poder estudiar ese tejido, he tenido que pedir muchas becas para mis estudiantes. Un laboratorio como el mío cuesta cerca de un millón de dólares al año". La investigación que realizan les ha valido conseguir financiación federal. En Estados Unidos, 600.000 personas sufren algún tipo de tumor cerebral o del sistema nervioso y cada año 14.000 personas mueren por un tumor maligno en el cerebro. "Cuando el tejido llega al laboratorio, estamos intentando entender cuál es el origen, si existen células madre en esos tumores y si esas células madre empiezan migrar y a moverse del centro de ese tumor. Uno quita ese tumor, pero ya las células se han movido y han migrado. Y esa es la razón por la cual no lo podemos curar. El reto más grande que tengo cada día es tratar de dar a mis pacientes la esperanza de que podemos encontrar una cura en contra del cáncer".
El sueño americano del mexicano Alfredo Quiñones (04/02/2012)
02:06
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