Persiguiendo a Leonard
Hace 15 años que me compré mi primer disco de Leonard Cohen, no era el que yo quería, no había dinero para uno doble que había visto reseñado en una revista de música. Compré I am your man, cuyo precio me resultó mucho más asequible. Llegué a casa y puse el disco en la cadena, recuerdo que lo escuché mientras hacía otras cosas, recuerdo que no me gustó, me pareció la peor compra que había hecho en una época en la que solo podía comprar un disco cada semana o cada dos. Apilé el álbum en la estantería y aquella horrible portada estaría allí bastante tiempo esperando a que llegase una nueva oportunidad. Con el paso del tiempo no he podido olvidar aquel día, aquel error de ese adolescente que no supo reconocer la inmensa belleza de ese magnífico disco. Pasarían bastantes años hasta que Leonard volviese a entrar en mi vida. Creo que fue la versión de Jeff Buckley de Hallelujah la que me hizo volver a Cohen. El paso de los años no había hecho mejor al disco pero si me habían preparado mejor a mí para esa música, para esas letras y esa sensibilidad.
Desde entonces he buceado en su obra con pasión, en sus discos, sus canciones y su obra literaria y poética. Cuando comencé a ir a conciertos como si la vida me fuese en ello siempre me invadía cierta pesadumbre cuando pensaba en que de todos mis héroes vivos nunca tendría ocasión de ver en directo al poeta canadiense. Por aquella época Cohen se hacía llamar El Silencioso y era monje en un monasterio perdido de California. Un día, cuando ya había aparcado la ilusión de escucharle en directo, llegó la noticia. Una mala amante, encargada de gestionar su obra, le había robado los ahorros de su vida obligando al artista a volver a la actividad. A esa mala mujer debo muchas horas de felicidad en mi vida. Leonard Cohen montó una banda de compañeros, repasó su cancionero y regresó a las carreteras. El paso de los años había dotado a su voz de un nuevo y encantador poso que hacía que aquellas canciones que compuso en la treintena sonasen ahora más profundas y honestas.
En julio de 2008, frente a los restos del muro de Berlín, me encontré haciendo cola para conseguir unas entradas al concierto de esa misma noche. Las más baratas, las más alejadas del poeta, las únicas a mi alcance. Cuando 15.000 alemanes se pusieron en pie a aplaudir el final del espectáculo se me erizaron todos los pelos del cuerpo. Meses después le volvería a ver en Madrid. Su música, sus palabras de agradecimiento, su humildad labrada en horas de meditación y su cercanía, robaron a Madrid la ovación más honesta que escuchado a esta ciudad. Un año después de aquello me escapé de mi vida y de mis obligaciones para ir a Lisboa, la capital portuguesa acogía la primera actuación del poeta en un cuarto de siglo. Llegar allí en tiempo fue tan estresante como complicado. Recuerdo beber mucho, estar agotado y desobedecer toda instrucción hasta llegar a ver las últimas canciones apoyando los codos en el escenario. Hipnotizado, extasiado, bebido y enamorado de mi compañera de viaje. En el autobús devuelta al centro de Lisboa me dormí recordando los versos de Suzanne. Antes de caer en la cama rendido, enamorado y feliz recuerdo que pensé en aquella ladrona, esa mujer que ha sido la pesadilla del músico ha sido a la par la responsable de que miles de personas de todo el mundo hayan gozado de sus conciertos. El otro día volví a comprar dos entradas para su regreso a Madrid, para la presentación de sus viejas ideas que han tomado forma de disco, el primero con nuevas composiciones en doce años. Otra oportunidad para disfrutar de su música, de su presencia; la de un hombre cercano que a sus 75 años se sigue subiendo ciertas noches a un escenario para durante casi tres horas comulgar con su auditorio, un público que esconde historias y recuerdos enmarcados por las canciones de este viejo y sabio contador de historias que nunca quiso cantar pero que tampoco pudo dejar de hacerlo.




