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Providencia, la isla más atípica del Caribe latino

La vida de un viajero suele estar llena de imágenes estereotipadas. Por ejemplo, uno vuela hacia una isla del Caribe y ya imagina las largas playas de arena blanca, las palmeras a la orilla del agua y los grandes resort de vacaciones, con miles de habitaciones, discotecas y zonas de shopping. Por eso cuando toma tierra en el minúsculo aeropuerto de la isla colombiana de Providencia el viajero no tiene más remedio que revisar su catálogo de postales manidas y concluir que las cosas no son siempre como uno imagina.

Así es Providencia, un pedazo de tierra de 17 kilómetros cuadrados a un tiro de piedra de las costas nicaragüenses que por azares de la historia quedo bajo soberanía colombiana y cuyos habitantes, en su mayoría de origen afrocaribeño, se han negado con rotundidad a que entren cadenas hoteleras y megaproyectos turísticos que cambien la faz de “su” isla.  Aquí puedes dejar el coche con las llaves puestas o la puerta de la habitación abierta.

Y los isleños controlan la inmensa mayoría de establecimientos turísticos, en vez de grandes empresas o multinacionales. A Providencia solo se puede acceder desde la vecina isla de San Andrés en barco (cuatro horas como mínimo) o a bordo de pequeñas avionetas de 18 plazas. Este es el primer freno para la invasión turística del islote, y en contra de lo que pueda parecer, sus habitantes están encantado con que así sea y ni se plantean pedir la ampliación de la pista para que lleguen aviones más grandes.

 

“Esta es una comunidad pequeña que no puede soportar mucha presión demográfica. Nosotros mismos decidimos abandonar la ganadería porque estaba provocando una gran desertización y pérdida de suelo en la isla. Otro problema es el de las basuras y los residuos sólidos, no hay donde ocultarlas, si empieza a venir más gente ¿qué hacemos? ¿las echamos al mar?. De momento ya hemos conseguido que se prohíba la entrada de botellas de vidrio no reciclable en Providencia, pero la lucha es larga”.

Quien así habla es Antonio Archbold, práctico de la bahía y uno de los líderes de la comunidad local. Me recibe en el porche de su casa de madera, rodeado de nietos y bisnietos que entran y salen y se acercan para reclamar su atención. Tiene 71 años y un sorprendente parecido con Sean Connery, además de media vida como pescador y marino en todo tipo de barcos. Conoce el mar Caribe como la palma de su mano y lucha por conservar la biodiversidad de su isla. Habla de forma cadenciosa y suave, pensando en inglés y traduciendo luego al español. Trasmite paz y serenidad; tantas que dan ganas de ser como él, un venerable hombre en paz consigo mismo y con lo que le rodea sentado sin prisas en el porche de su casa.

Los escasos turistas que llegan a Providencia lo hacen en busca de una naturaleza relativamente inalterada, de playas solitarias, de inmersión en la vida de una genuina comunidad afrocaribeña o de buceos en su arrecife de coral, el tercero más largo del mundo después de la gran barrera australiana y el de Belice. Y sobre todo, de tranquilidad, mucha tranquilidad. Providencia es la isla perfecta para una escapada romántica en pareja. Una cabaña cerca de la playa, una moto para darle vueltas a la isla y unas botas para cruzar a pie el deshabitado y montañoso interior volcánico es todo lo que hace falta. Sin embargo es poco recomendable para quienes busquen marcha nocturna, casinos, discotecas o grandes centros comerciales con productos de saldo. No es que haya pocos. Es que no hay ninguno.

Hay cosas inexcusables que hacer en Providencia: un paseo en barca por el manglar del Parque Nacional McBean Lagoon, un atardecer desde el puente que la une a la cercana isla de Santa Catalina, o ver las carreras de caballos de los sábados en la playa del Suroeste. Aunque lo mejor de la isla son sus personajes. Gente como el propio Antonio Archbold. O como Roland Bryan, dueño del chiringuito más famoso de Providencia, el de la playa de Manzanillo. Showman y astuto hombre de negocios, Roland enreda a sus clientes con un desparpajo fuera de lo común y una hiperactividad a prueba de clima tropical.

 

O como Richard Hawkins, que regenta otro famoso bar a pie de arena en la playa del Suroeste, donde también hay música y cócteles (buenos mojitos, por cierto), pero de ambiente más tranquilo y menos alocado. "Solo quien sabe disfrutar del momento presente puede construir un buen futuro", me dice mientras apuro el penúltimo mojito. Y decido hacerle caso. Me quedo con él en su chiringuito, disfrutando del momento inmediato, disfrutando del mejor atardecer de la isla. Tratando de que los dioses de Providencia ayuden a construirme un buen futuro.

Y qué mejor que además de descubrir lugares como este leyendo, ¡también hacerlo en primera persona! Aprovecha esos días que aún te quedan de vacaciones y descubre un montón de rincones increíbles del Caribe. ¡Tú eliges dónde!

Fotos © Paco Nadal

 

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