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EXPOSICIÓN 'CAMINOS A LA ESCUELA'

Voy al cole cueste lo que cueste

Dieciocho fotoperiodistas de Sipa Press han recorrido el mundo en busca de casos concretos en los que la educación suponga cada día un reto para los niños

Elizabeth Atenio acude a la escuela en Kibera, Kenia(NICHOLE SOBECKI / SIPA PRESS)

Elizabeth Atenio acude a la escuela en Kibera, Kenia

Sus trabajos han desembocado en una recopilación de imágenes que muestra las dificultades que viven muchos menores en diferentes países de la Tierra por el simple hecho de querer estudiar. Recorrer largas distancias, afrontar riesgos para la propia salud o la integridad física, o trabajar para ayudar a pagarse su propia educación, son sólo algunos de los ejemplos de superación reflejados en una exposición fotográfica auspiciada por la UNESCO y que permanece abierta en la sede de la Fundación del Canal de Isabel II, en Madrid, hasta el 5 de enero de 2015.

Caminos a la escuela

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Son dieciocho historias reales, con protagonistas concretos, con rostro, nombres y apellidos. Niños y niñas que desean ir a la escuela, que no renuncian a aprender porque consideran que es el único camino. Están dispuestos a afrontar las penalidades que ello conlleva y que, muchas veces, pasan desapercibidas para la mayoría. Esos esfuerzos, que sorprenden y sobrecogen en gran parte del llamado "primer mundo", son los que reflejan las imágenes de la exposición "Caminos a la escuela" a través de 134 instantáneas tomadas en 13 países diferentes.

La muestra se divide en tres categorías o áreas temáticas. En una de ellas se fija la mirada sobre los largos recorridos que los niños tienen que realizar cada día para ir y volver de la escuela, en condiciones a veces agravadas por la desigualdad de género o por la pobreza. En otra, se pueden ver los riesgos que corren los menores yendo a clase en medio de entornos claramente hostiles, ya sea en zonas de conflicto, asoladas por catástrofes naturales, o debido a la violencia o el acoso escolar. La tercera categoría enseña distintas situaciones de discriminación, como la que tienen que afrontar las minorías étnicas, la discapacidad o la deficiencia de las infraestructuras.

Un largo camino

Wyalkatchem (Australia) es un pequeño pueblo de una zona agrícola en la que los 15 niños de varias granjas aisladas cogen cada día el autobús que los lleva a una escuela que está a 180 kilómetros de distancia. La mayor parte del recorrido se hace por caminos sin asfaltar, por lo que las circunstancias del trayecto se agravan cuando hace mal tiempo.

En Mae Sot (Tailandia), los refugiados e inmigrantes birmanos cuentan con una escuela muy alejada de sus casas. Los niños tienen que recorrer largas distancias hasta un punto de encuentro en el que el propio profesor, Thi Ha, recoge a sus alumnos con un pequeño carro a motor para llevarlos a clase. Considera que si no lo hiciera, más de la mitad no acudiría a clase.

En el noroeste de México, Esmeralda, de 9 años, y Patricia, de 10, caminan todos los días cuatro horas para ir al colegio, dos de ida y otras dos de vuelta. Tienen que atravesar terrenos montañosos y superar obstáculos como cercas o vallados. La distancia es tan grande, que Patricia tiene que vivir con la familia de Esmeralda durante el periodo escolar porque si viviera en su propia casa, no podría acudir a clase.

La familia Oliveira, en Sertao (Brasil), envía a su hijo Fabricio, de apenas 6 años, y a sus primos, a una escuela que se encuentra a unos 7 kilómetros. Se desplazan en burro, por un trayecto que les lleva más de una hora. En clase, los alumnos de más edad ayudan a sus compañeros con las tareas, ya que sólo hay un profesor para todos los estudiantes de distintas edades.

En otros lugares no es la tierra, sino el agua, la que separa a los pequeños estudiantes de la escuela. En la Guayana Francesa, hay niños que deben buscar canoas o piraguas con las que cruzar el río Maroni. En Houat, una isla próxima a la costa de Bretaña (Francia), los alumnos deben tomar un ferry a primera hora de la mañana para desplazarse a otra isla en la que cuentan con una escuela. Es un caso único en la zona, puesto que en las demás islas de la costa son los profesores los que se desplazan de unas a otras.

Peligro en el entorno

Kulumin Jeji, una pequeña localidad de Nigeria, cuenta con una escuela a la que algunos miembros de la tribu de los fulani envían a sus hijos. Eso sí, los pequeños deben levantarse de madrugada para ayudar a la familia en las labores caseras antes de marcharse al colegio que, en este caso, se encuentra a más de una hora a pie. Los niños tienen que cruzar esa zona desértica soportando temperaturas extremas que les hacen llegar al colegio cansados y deshidratados. A ello se une un problema añadido: los libros están en inglés, lo que complica el aprendizaje.

En Los Angeles, California, Jhai Menefee debe hacer cada día un recorrido en autobús de unos cuarenta minutos, además de caminar un kilómetro, para asistir a clase. A sus 13 años, Jhai ha tenido que ser cambiada de escuela porque sufría acoso por parte de compañeras mayores que ella. Algo parecido le pasó a su hermano, que tuvo que marcharse a vivir con su tío para dejar de sufrir los abusos.

Paban Mondol tiene 8 años. Vive en la calle, en Calcuta, con su madre y sus dos hermanos. Esta situación no le impide asearse y vestirse impecablemente cada mañana para asistir a la escuela entre las seis y media y las diez.

La guerra en Libia ha destruido viviendas y escuelas. La ciudad de Misrata es un ejemplo de la devastación, y muchos colegios se ven obligados a acoger a estudiantes de centros que ya no existen. Algunos llegan casi a duplicar el número de plazas. Así es el centro al que asisten las hermanas Amal, Nawal y Salem, que no sólo ven el desastre de la guerra camino a la escuela, sino que lo han sufrido en su piel. Salem hizo estallar accidentalmente una bomba al confundirla con una pelota. La explosión mató a su primo y a su hermana mayor, e hirió gravemente a Nawal en el brazo.

Elizabeth Atenio, de 6 años, vive en Kibera (Kenia), el mayor asentamiento chabolista de África. Cada mañana se levanta temprano para ayudar a su madre en casa y después se marcha al colegio caminando unas dos horas aproximadamente atravesando un entorno insalubre y peligroso. Elizabeth va sola y conoce los riesgos. Un 20% de sus compañeras han sido violadas durante el trayecto a la escuela. Por eso la mayoría se desplaza en grupo.

Tras el tsunami que azotó la costa de Japón en 2011, muchos colegios quedaron destruidos y no han vuelto a abrir sus puertas. Por eso, los alumnos de la zona de Sendai deben viajar a otras localidades para estudiar. Hiroki va en bicicleta hasta la estación, allí coge un tren y después tiene que caminar un tramo hasta la escuela. En total, una hora y media de trayecto.

Historias de discriminación

En Alaska (EEUU), los habitantes de una pequeña isla se ven obligados a enviar a sus hijos a la escuela con los medios que tienen a su alcance. Con temperaturas muy por debajo de los cero grados, algunos niños van al colegio corriendo para entrar en calor. Los más pequeños son transportados por familiares en vehículos especiales para la nieve. Otros, bien abrigados, llegan a pie. En el colegio, dotado de medios que muchas veces no tienen en sus casas, los niños pasan prácticamente todo el día, de la mañana a la noche.

Las hermanas Hassna e Ihssan, de 11 años, viven en Casablanca (Marruecos). Cada tarde, cuando salen de la escuela, trabajan cosiendo cojines en una tienda. El dinero que ganan, unos 180 dólares al mes, lo destinan a pagar el gasto que supone para su familia costearles la educación.

En Burkina Faso, los niños del campo de refugiados de Mentao, en la frontera con Mali, acuden a la escuela primaria del mismo campo, que no es más que un chamizo en medio de la nada. Nafisa, con 15 años, sigue asistiendo a las clases de primaria porque no tiene medios para desplazarse al centro de secundaria más próximo, que se encuentra a unos diez kilómetros, en la localidad de Djibo. Otras niñas, con su edad, ya están casadas o incluso han dado a luz a sus primeros hijos, lo que las aleja definitivamente de cualquier posibilidad de estudiar.

Renaldo y Fernando, de 6 y 8 años respectivamente, son dos hermanos de etnia gitana que viven en Essonne (Francia). Su familia ya ha sufrido varias veces la expulsión de sus campamentos, lo que obliga a los menores a cambiar de centro continuamente. Es su padre, Virgil, quien se empeña en que no falten ni un día al aula. Considera que es una suerte y una posibilidad que él no pudo tener.

También en Francia, Pascaline, de 15 años, tiene que realizar un trayecto de 60 kilómetros cada día, de Lodève a Montpellier,para acudir a una escuela adaptada a su discapacidad. Padece el síndrome de Rasmussen y con sólo 9 años tuvo que ser operada para extirparle uno de los hemisferios del cerebro. Esto le provocó una hemiplejia de la que se ha ido recuperando poco a poco.

Con 14 años, Santiago utilizaba cada día dos autobuses y dos trenes para ir a la escuela en Nueva York. Es un centro de calidad, al que ha podido acceder gracias a sus excelentes calificaciones. Sólo el viaje de ida le llevaba diariamente más de dos horas. A raíz de inaugurarse esta exposición fotográfica en la sede de la ONU, en la ciudad neoyorquina, las autoridades concedieron a la familia de Santiago una vivienda más próxima a la escuela y ahora sólo emplea una hora para llegar.

Son dieciocho historias reales, reflejadas con crudeza, pero también con cierta alegría. Multitud de caminos que conducen a un mismo lugar: escuelas, muchas veces mal equipadas, que colman los deseos y esperanzas de aprender de unos niños a los que la vida no se lo ha puesto nada fácil.

Carlos Cala

Carlos Cala

Empieza en la radio en 1992, en la emisora de la Cadena SER en Morón de la Frontera, trabajo que simultanea...

 
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