El domador de límites
Marc Márquez consigue el segundo puesto en Japón y se proclama por segunda vez campeón de MotoGP
Márquez siguió, una vez más, el guion. Un error, una oportunidad perdida, el aliento contenido, y en la siguiente carrera, el éxtasis. El niño prodigio del motociclismo español se ha mostrado capaz de lograr las mayores gestas pero también de protagonizar errores que dejan ojipláticos a propios y extraños. De ellos, se levanta, modula su sonrisa eterna y vuelve a montarse en la moto para hacer lo que mejor se le da: ganar.
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Porque Marc Márquez no es solo el piloto que en noviembre de 2012, en Moto2, ascendió de la última a la primera posición, pulverizando los nueve segundos de ventaja que le sacaba Simón, a razón de casi medio segundo por vuelta. O el que ha conseguido llevarse once carreras de MotoGP, diez de ellas consecutivas, como si pilotar una máquina que roza los 350 km/h y que pesa 160 kilos fuera algo al alcance de cualquiera. Como si el listón erigido por nombres como Giacomo Agostini o Valentino Rossi solo estuviera ahí para esperarle a él.
Márquez también es el que el año pasado, en Philip Island, entró a 'boxes' una vuelta tarde a cambiar la moto y acabó descalificado, tirando por la borda la posibilidad de hacerse con el Mundial en esa prueba. O él que hace quince días en Aragón acabó en el asfalto por pretender terminar sin cambiar los neumáticos una carrera interrumpida por una fuerte tormenta. Arriesgando tanto, delineando demasiado el margen entre la genialidad y la imprudencia, que a veces el peso de sus actos acaba llevándole al error.
Es quizás eso, su forma de bordear los límites hasta retorcerlos y llevarlos a la orilla del prodigio, lo que apasiona a sus seguidores y desquicia a sus detractores. Para él, no existe un hueco imposible, un récord demasiado lejano o una vuelta que no pueda hacerse un poco más rápido. Aunque realmente sí existan y a veces, pocas, le lleven a anotar un cero en su marcador. Bajo su visera el horizonte siempre otorga una posibilidad más, ganar en solitario, en liza con sus mejores rivales, en mojado u obligado a cambiar la moto a mitad de carrera. Él siempre se muestra dispuesto a exprimir la oportunidad que tiene delante y si yerra, a poner todos sus sentidos para que se convierta en un aprendizaje.
Ahí es donde reside su mejora constante. El año pasado era habitual verle aguantar detrás de sus rivales, estudiándoles hasta encontrar el hueco exacto en el que era imposible cerrarse. Este año sin embargo parecía haberlo aprendido todo. Desde la primera carrera, en Qatar, se mostró intratable, prueba tras prueba, acabando con todos los adjetivos y poniendo a prueba todos los titulares de un mundo maravillado por su hazaña. No fue hasta la undécima, en la República Checa, en la que mostró que el pequeño semidios de 21 años y 168 centímetros también podía tener un mal día. Volvió a ganar, quince días después, pero de repente su humanidad se hizo un poco más palpable. Se cayó en Italia y se equivocó fatalmente en Aragón. En ambas carreras volvió a montarse en la moto, peleó hasta la bandera de cuadros y logró arañar algún punto.
Esa es su seña de identidad. Jamás deja de aprender, jamás da por perdida una carrera. Para el recuerdo quedará aquella carrera en Estoril, en 2010, cuando en una prueba interrumpida por la lluvia se cayó en la vuelta de reconocimiento. Entró a 'boxes', le cerraron el 'pit lane' y a punto estuvo de salir sin carenado. A la reparación de su moto se unieron mecánicos de otros pilotos y logró salir, último. Y terminó, primero. A pesar de que con ser octavo tenía el título en el bolsillo. Ese es Marc Márquez. El niño que juega con los límites hasta domesticarlos.
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