'El Príncipe' se hace mayor
La serie pone fin a la primera parte de su última temporada por encima de los 20 puntos de share
Madrid
'El Príncipe' cerró este martes la primera parte de su segunda y última temporada. Diez capítulos en los que ha promediado en torno a los 24 puntos de share y algo menos de 4,7 millones de espectadores. Números ligeramente por debajo de los obtenidos en su primera temporada, 26,8% de share y 5,2 millones, en la que la serie se convirtió en todo un fenómeno.
En esa primera entrega de la serie producida por Plano a Plano, concluida el 6 de mayo de 2014, la serie dio un golpe sobre la mesa y sacó a Telecinco -a Mediaset- del ideario popular que considera que se trata de una cadena de telerrealidad -en cualquiera de sus modalidades-, no de ficción. La medalla con 'El Príncipe' tuvo por tanto, para Telecinco, un valor doble, el de arrasar en audiencia y el de demostrar que en ficción pueden triunfar más allá de la comedia facilona y gamberra o de alguna tv-movie sensacionalista.
Premiada por doquier, había un halo en la primera temporada de 'El Príncipe' que invitaba a pensar que, de ser mejor serie, hubiera tenido menos audiencia. La sensación de que de mostrar un etalonaje con colores menos vivos, de no usar el desamor entre sus dos principales protagonistas como motor de las tramas, de no convertir en un spot televisivo cada salida de la ducha de Álex González o de no forzar en demasía el drama en personajes secundarios, 'El Príncipe' hubiera cosechado cifras más bajas entre los espectadores.
La oscuridad en la segunda temporada
Sin embargo, todos esos aspectos tan atractivos para el público medio que podrían lastrar la calidad final del producto en pro del dato del share han tenido un efecto liberador de cara a una segunda temporada que se cuela entre lo mejor de la ficción televisiva nacional de este 2015.
'El Príncipe' ha madurado. Con la audiencia en el bolsillo se ha permitido el lujo de ser la serie que siempre quiso ser, la de la denuncia de una incómoda realidad social en la que es la puerta entre España (Europa) y África; entre el status occidental y el nuevo orden islámico. En la ruleta de la audiencia, se jugó espectadores por el deseo de destapar la esencia que subyacía en los capítulos de la primera temporada.
En esta segunda temporada, sus personajes, además de vida, cobraron identidad, personalidad. En sus acciones y decisiones, tanto ha pesado su pasión como las dudas provocadas por la razón. El guion los ha humanizado, son menos bonitos, más crudos; menos tópicos, más únicos. Los besos y caricias, son ahora miradas de desaprobación, duras confesiones y héroes que tras la máscara esconden a un villano. 'El Príncipe' se ha oscurecido en su segunda temporada.
El espectador ya no se encuentra con un agente secreto simplificado en policía (que permanentemente obra como tal) para mayor accesibilidad de la trama. Tampoco un beso en un descampado o una escena de sexo prohibido entre este agente y una chica musulmana es el detonante de los acontecimientos. Los giros de guion no han venido de súbitas sorpresas que alteraban todo cuanto el espectador había visto, sino que su procedencia nacía de la consecuencia lógica de la evolución de las tramas.
Se ha complejizado 'El Príncipe'. Ha ahondado en sus personajes, en sus motivaciones y en su alma. El mismo Morey que en el capítulo final de la primera temporada quería dejar todo atrás y huir con su amada Fátima; es ahora el tipo de acción entregado al deber capaz de desafiar mandatos y de pedir a quien tanto desea que se meta aún más en la boca del lobo. El motor de Morey no es solo Fátima, ni solo desarticular a la banda terrorista. Es eso y más.
Como más complejo es el personaje de Faruq, despiadado y frío que, en esta segunda temporada, se ha abierto de par en par al espectador mostrándose tan vulnerable como el que más por aquellos a los que ama. ¿Qué mueve a Faruq? ¿El narcotráfico? ¿El dinero? Como al resto de personajes en esta segunda temporada, su fuerza motriz es un impulso interno que le lleva a no negarse a sí mismo.
También en esta segunda entrega, la serie hace un elogio a la mujer. Cierto es que relega a Fátima como poco más que un personaje florero (la mayor parte de su trama ha sido culebronesca), pero ofrece un amplio abanico de mujeres que se reinventan, que luchan y cuyas capacidades y aptitudes son de admirar. Las mujeres de 'El Príncipe' se sobreponen a la pérdida de seres queridos (como Mati, Raquel o Aisha), se mantienen fuertes ante sus responsabilidades y son foco de esperanza y ejemplo para los personajes que las rodean. Incluso, la serie ha tenido el acierto de cuidar la evolución de Nayat -la pequeña de los Ben Barek-, no trazando una mirada adulta sobre la adolescencia, sino desde una reivindicación de la joven que, como todo adolescente, se debe equivocar en su crecimiento.
Este dibujo complejo de personajes se ha llevado a cabo dentro de un enmarañado desarrollo de tramas policiales e investigadoras en la que ni los unos son tan buenos, ni los otros tan malos; y en las que se le ofrece al espectador más agudo la posibilidad de preguntarse si lo que creemos que es la causa del terror (el fanatismo islamista) no forma también como parte de la consecuencia del problema en una sociedad que mira a cualquier musulmán como potencial terrorista.
Así ha crecido 'El Príncipe' en esta segunda temporada, amargando su sabor, oscureciéndose y conservando, en la medida de lo posible, los ganchos comerciales con los que seguir llegando al gran público (el innecesario cliffhanger del capítulo de esta semana, es un buen ejemplo). Ha competido a la perfección, venciéndoles, con rivales de verdad como son 'Allí abajo' o 'Masterchef' -no como en su primera temporada-, de los que asustan en parrilla. Y, sin embargo, ha podido hallar la cuadratura del círculo en la que audiencia y ficción de calidad han maridado estupendamente.
Se ha hecho mayor 'El Príncipe'. Ha iniciado su camino hacia lo que siempre quiso ser. Se ha convertido en una serie mejor. Solo ocho capítulos distan del final de una ficción que ha devuelto a Telecinco al espacio donde victoria y gloria no están reñidos.
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