Cambiaron palizas por agujas de coser
La Asociación de Mujeres Lal La Buya, en Melilla, busca salidas laborales a mujeres en riesgo de exclusión social. Estos son los testimonios de algunas de sus integrantes

Las integrantes de la Asociación de Mujeres Lal La Buya han cambiado las humillaciones, vejaciones, los gritos y los golpes, por el tintineo de una máquina de coser / TOÑY RAMOS

Melilla
Agacha la cabeza centrándose en el dobladillo de una chaqueta que está cosiendo para ocultar que sus ojos de pronto se han humedecido. Dice “no”, sin hablar, con un movimiento de cabeza, mientras sigue dando puntadas, “no quiero mirar atrás, quiero olvidar todo lo pasado, porque he llorado mucho”. Es una de las integrantes de la Asociación de Mujeres Lal La Buya, el nombre que se han puesto recordando a una antigua reina bereber. Y cada una de ellas lleva el espíritu de este antepasado de su cultura.
Son Malika, Farida, Fátima, Leila, dos se llaman Rachida, Nasira, Ikran, Laila y Faisal. Y forman parte de un proyecto que impulsa la Ciudad Autónoma de Melilla, para buscar salidas laborales a mujeres en riesgo de exclusión social. En sus vidas han cambiado las humillaciones, vejaciones, los gritos y los golpes, por el tintineo de una máquina de coser y por el baile que marca en el aire un hilván. Y han cambiado el color morado en sus pieles, por el colorido que marca la moda de este otoño.
No quiere recordar las palizas. Pero levanta la cabeza, sus manos dejan de coser, me mira fijamente con una mirada que me hiela el corazón porque su iris relata una vida de horror. Y con sus ojos me dice: “Sí, lo voy a contar para que otras mujeres sepan que pueden salir, que deben tener esperanza”.
Cada una de ellas ha vivido experiencias de malos tratos en el seno de su casa y han visto cómo eso ha ido dejando también secuela en algunos de sus hijos. Un día se atrevieron a decir 'basta' pero se encontraron solas con sus niños, sin ningún tipo de formación, a expensas de las ayudas que le brindaban las instituciones u ONG.


Unas lo dijeron a los cinco años de mal trato, otras aguantaron 18 años. "Cuando ya me atreví a ir a comisaría, me preguntaron que cómo aguanté tanto, pero no sabía cómo hacerlo, dónde ir, qué me iba a pasar", relata, pero es que ella tiene cinco hijos, y tenía que pensar cómo iba a sacarlos adelante. Y aún teme las molestias que le causa su exmarido: "Tengo un juicio la semana que viene y me sigue molestando”. El hijo más pequeño tiene ya 17 años.
Cuando una cuenta su experiencia -con pausa, despacio, como se hace una vainica doble, uniendo las hebras en forma de relatos para formar una vida, porque la emoción no le deja ir más deprisa- el resto abre su coraza y mientras cortan un patrón sobre la mesa, relatan momentos difíciles o cómo su vida no es como “la de las películas que ves en la tele”.
Tiene 23 años, la casaron a los 17, tiene dos hijos y con el segundo hijo comenzaron los malos tratos: "Estaba encerrada en casa, no sabía por qué no podía salir a la calle, hablar con la gente, lo único que me decía era que debía ser así porque yo era una mujer de mi casa".
Y ante esa cárcel doméstica, no podía pedir auxilio a ninguna vecina, ni a nadie: “No sabía dónde estaban los sitios a los que podía ir a denunciar o pedir ayuda”. Ella no va regularmente al taller y cuenta que ha faltado mucho porque le cuesta trabajo aún levantarse con una ilusión: "Unos días puedo más y otros no.” Pero a ella le ilusiona saber que, con lo que está aprendiendo, puede coserle un chándal a su hijo o hacerle ropita que ve en las revistas y le gusta para ellos.
No quieren que en esta historia ponga sus nombres a cada relato, es el mínimo de intimidad que piden por respeto a sus hijos, a esos hijos por los que aguantaron años de mal tratos en silencio: "¿A quién se lo vas a contar? Te callas, lo sufres sola y abrazas a tus niños, es por ellos", explica una de ellas.
Cada mañana, ellas hacen las labores de su casa y salen corriendo para el taller, donde les espera Montse Artero, su maestra de costura. Ella les ha enseñado todo lo que saben: “Yo aprendo más de ellas -comenta la profesora- me quito el sombrero”.


Sobre las 9:30h ya están todas. "Nos reímos, a veces también lloramos... porque hablamos de nosotros. Pero esto es mejor que un psiquiatra o una pastilla para no pensar ni sentir. Esto es la mejor terapia que hemos podido encontrar”, cuentan. Encontraron un camino con luz, como la de la lámpara que les señala por dónde deben meter la tijera.
Faisal quiere ser modelo: "Me dicen que tengo buen tipo y yo sé que podré trabajar para ganar mi dinero y sacar a mis hijos adelante. Yo ahora me veo guapa, fuerte y luchadora”.
Por el taller apareció el diseñador Moisés Castañeyra, que había oído hablar del proyecto, y les encargó que elaboraran su nueva colección. La hicieron y la presentaron en la Casa Árabe de Madrid. Viajaron a la capital para estar presentes en la muestra. Para la mayoría era la primera vez: “Yo me asusté, dije que no, pero mis hijos me dijeron "mamá, ve, que te lo mereces”, recuerda una de ellas. Cuando llegaron vieron un escenario como el que sale en la televisión en los grandes acontecimientos de la moda con cerca de 300 personas, focos, luces, carteles gigantes con el nombre de su asociación y una pasarela muy larga por la que desfilaban modelos que vestían la ropa que ellas habían confeccionado en su taller. Todas describen ese momento con lágrimas en los ojos pero esas lágrimas son menos saladas que las que derramaron anteriormente: "Me sentí persona, sentí que la gente me veía como a una persona a la que valoraban".
Y las luces iluminaron su vida interior para dejar ver la belleza que escondía una existencia pisoteada durante años y el sonido de los aplausos nada se parecía a los gritos y los insultos: "Sé que soy una luchadora, eso es lo que soy, una luchadora”.
Los flashes de las cámaras hacían que sus vidas pasaran por delante a modo de reportaje, para llegar a una foto final en la que ellas ni se reconocían. "Mamá, ¿quién eres?", me preguntaba mi hija. "Soy famosa", le dije, y mi hija me abrazó”, recuerda una de estas mujeres.
Ahora están cosiendo las cerca de 25 prendas de la colección que les han encargado, pero lo que verdaderamente cosen son los rotos de sus vidas, con pespuntes como los que dan sus máquinas de coser, siempre hacia adelante, aunque a veces haya que retroceder para asegurar la puntada y cerciorarse de que la unión es perfecta, cerrando con cremalleras, que de vez en cuando se abrirán, como se abrieron para contarme sus vidas. Remiendan sus almas apoyándose unas a otras, hilvanando su nueva vida, deshaciendo nudos, aunque me dejaron uno en mi garganta, con hilo doble.




