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¿Comer menos alarga la vida?

Una investigación publicada el año pasado en la revista Cell Metabolism aporta algunas claves del mecanismo que permitiría que la llamada restricción calórica pudiera alargar nuestra vida.

Getty Images

Madrid

Sabíamos que en unas cuantas especies animales los individuos viven más y con mejor salud si se les reduce la ingesta de alimentos. ¿Se aplica esto a los seres humanos? Es una pregunta para la que no acabamos de tener respuesta, pero una investigación publicada el año pasado en la revista Cell Metabolism aporta algunas claves del mecanismo que permitiría que la llamada restricción calórica pudiera alargar nuestra vida.

En el estudio se limitó la ingestión de alimento a treinta y cuatro personas de ambos sexos. Otras diecinueve mantuvieron sus hábitos alimenticios y se les monitorizó para que sirvieran de control. Todos los participantes eran adultos, ninguno era obeso y, por supuesto, eran voluntarios. Redujeron su alimentación en un 15 %, pero se aseguraron una toma adecuada de los nutrientes esenciales.

Dos años después de iniciado el experimento habían perdido 9 kg. Los controles habían ganado 2 kg. Junto con la pérdida de peso, los individuos sometidos voluntariamente a la restricción calórica experimentaron también una importante reducción del gasto metabólico. Cada día gastaron entre 80 y 120 kcal menos que las que cabía esperar a partir de la pérdida de peso.

Esto quiere decir que, a lo largo de ese periodo de tiempo, la actividad metabólica de los que redujeron la ingesta se adaptó. En otras palabras, se redujo a niveles inferiores a los previos al experimento.

Esa adaptación metabólica vino acompañada por una bajada en la actividad de las hormonas tiroideas, que son las principales encargadas de regular el metabolismo. También se redujo el denominado estrés oxidativo, que es una condición fisiológica perjudicial para las células y, por lo tanto, para los órganos y el conjunto del organismo. Este se produce como consecuencia de un desequilibrio entre la producción de sustancias oxidantes muy dañinas y la capacidad de los sistemas biológicos para neutralizar esas sustancias o reparar el daño que causan.

Redman et al. (2018) / Cell Metabolism

Velocidad vital y daño oxidativo

Estos resultados refuerzan dos hipótesis sobre las causas del envejecimiento que cuentan con amplia aceptación: la de la velocidad vital (rate of living) y la del daño oxidativo. Como veremos, además, ambas son perfectamente compatibles.

De acuerdo con la hipótesis de la velocidad vital, formulada hace cerca de un siglo, la longevidad es inversamente proporcional a la tasa metabólica de un individuo. Es decir, que cuanto mayor es esa tasa y, por ende, la actividad biológica que refleja, menor es la duración de la vida.

Según la segunda hipótesis, el responsable del acortamiento de la vida sería el daño que causan el estrés oxidativo al ADN, las proteínas y otras macromoléculas. En este sentido, el envejecimiento sería consecuencia de la acumulación de daños.

Así pues, bien podría ocurrir que la relación negativa entre actividad metabólica y longevidad viniese mediada por el efecto dañino de las sustancias oxidantes sobre las estructuras biológicas.

En definitiva, el organismo humano se adapta a la privación de alimento reduciendo la velocidad a la que transcurren los procesos vitales. Comer menos conlleva una vida fisiológica más lenta y, en cierto modo, más eficiente.

Además, otros estudios han encontrado que un metabolismo basal alto se asocia con un peor estado de salud y un mayor riesgo de mortalidad temprana. Por lo tanto, aunque es cierto que este estudio no permite extraer conclusiones firmes y que los datos disponibles no son concluyentes, lo más probable es que comer menos alargue la vida. Eso sí, de lo que podemos estar seguros es de que nos la haría parecer eterna.

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Una versión de este artículo fue publicada originalmente en el Cuaderno de Cultura Científica, una publicación de la Cátedra de Cultura Científica de la UPV/EHU.The Conversation

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Juan Ignacio Pérez Iglesias, Catedrático de Fisiología, Universidad del País Vasco / Euskal Herriko Unibertsitatea

Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.

 
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