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Familia

¿Debe educarse la familia para poder educar a los hijos?

Podríamos estar adoctrinando a nuestros hijos, que precisamente es lo contrario a la educación

Una familia. / GETTY

Una familia.

Madrid

El término “familia” aparece en 45 ocasiones en la Ley Orgánica de Educación (LOE) de 2006 y no aparece en la Ley Orgánica para la Mejora de la Calidad de Educación (LOMCE) de 2013, ambas vigentes en la actualidad.

Su presencia no menciona en ningún momento la formación de la familia como un aspecto clave de la educación del niño o adolescente. Se hace alusión a la necesidad de colaboración y esfuerzo colectivo de la comunidad educativa, a la atención a las demandas de la familia por parte del centro educativo o a la información de los tutores acerca de los procesos de aprendizaje, pero no a la educación de la familia como una cuestión central de la mejora de la educación.

Podríamos deducir al observar estas lagunas que las leyes que rigen nuestro sistema educativo son legislaciones objetivamente incompletas, centradas en la escolaridad y no tanto en la educación. Porque, ¿cómo podemos pretender mejorar la educación si las familias no están formadas para educar a sus hijos?

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Cuando una pareja o una persona son conocedores de que esperan un bebé, asisten al centro de salud que les corresponde y normalmente se les oferta una serie de cursos de preparación para el parto, la lactancia u otras cuestiones médicas y biológicas del cuidado del niño. Es una formación pertinente y necesaria desde al ámbito de la salud.

¿Qué ocurre con la formación pedagógica?

Sin embargo, el sistema no les ofrece una formación pedagógica que les ayude a tomar conciencia de que, desde el momento de la gestación (Pedagogía Prenatal) pueden condicionar el desarrollo de su hijo o, por el contrario, acompañarle en un proceso de apertura y sensibilidad crecientes.

Este hecho nos demuestra, de facto, la escasa consideración de la familia como agente educativo. Salvo experiencias aisladas de innovación pedagógica a través de escuelas de familias que no solo aborden cuestiones de salud o psicológicas, comunidades de aprendizaje, proyectos de formación a través de la participación de la familia en la escuela, etc., no es habitual que esta falta de formación pedagógica se resuelva una vez nace el bebé y durante todo el período de su infancia y adolescencia.

Sin embargo, la familia es la institución de educación más natural y ecológica del niño, el contexto menos “agresivo” o “violento”. El niño, en el entorno familiar, se encuentra en actos potencialmente educativos en cualquier momento, sin necesidad de crear condiciones externas, responder a unas convenciones sociales implícitas o explícitas como las presentes en el entorno escolar.

Por esta misma cuestión, el padre o la madre se verán expuestos –quizá en mayor medida que el maestro o docente de escuela– con toda su integridad ante sus hijos.

Por ello, nos cuestionamos: ¿puede que la familia sea el agente con más repercusión potencial en la educación –o adoctrinamiento– de los niños, y sin embargo el menos formado pedagógicamente?

Quizá el lector se esté preguntando si la formación a las familias podría homogeneizar los modelos educativos en el entorno familiar y, por tanto, transgredir los valores democráticos que compartimos. El debate sobre el papel de la familia en la educación de los hijos y las tensiones con entidades externas que pudieran interferir en la educación dentro de la familia no es nuevo.

Transferencia de valores

De acuerdo al principio de libertad en la educación en el entorno familiar, el sistema educativo trata con máximo cuidado la posible transferencia de valores, actitudes o formas de vivir a la familia. Sin embargo, la educación promueve el desarrollo de la libertad, la apertura y la inclusividad.

Así, entendemos que sin formación pedagógica las familias podríamos estar adoctrinando a nuestros hijos, que precisamente es lo contrario a la educación (Herrán, 2018). Por ejemplo, cuando unos padres transmiten a sus hijos que todos los inmigrantes de países árabes son extremistas religiosos, están adoctrinando a sus hijos con prejuicios que, como tal, son objetivamente falsos.

La falta de formación a las familias puede reproducir las desigualdades sociales porque, a priori, quienes tengan una peor condición socioeconómica y cultural podrían disponer de menos oportunidades para desarrollar sus competencias parentales.

Desde una perspectiva de equidad y justicia social (Murillo, Román y Hernández, 2011), la formación de la familia debería formar parte de las políticas educativas inclusivas.

Una educación integradora

La educación no será inclusiva hasta que no integre a las familias, entre otras instituciones o colectivos –medios de comunicación, políticos, artistas, etc.–. La familia, en la actualidad, está excluida de la educación, porque no se entiende que requiere una formación como agente educativo.

La educación de la familia no solo podría provenir de la formación y acompañamiento de profesionales educativos. Los propios hijos pueden ser también sus educadores. Los hijos nos exponen a situaciones que interpelan la propia educación de los padres y ofrecen la oportunidad de comprender mejor algunos fenómenos o tomar conciencia de ellos. Por ejemplo, un niño de 2 o 3 años probablemente sea más inclusivo en las relaciones con otros niños –con independencia de la raza, cultura, discapacidad, etc.–, de lo que podamos ser muchas personas adultas en nuestras relaciones sociales. Los niños pueden ser maestros de sus propios padres.

¿Desde cuándo educar a los padres y madres?

Potencialmente las personas, desde que nacen, son posibles futuros padres o madres. Por ello, la educación de la familia debería comenzar desde la infancia, y especialmente desde la adolescencia. Desde una perspectiva biológica, a través del estudio de la epigenética se ha encontrado que, por ejemplo, el consumo en la adolescencia de sustancias tóxicas puede incorporar determinadas modificaciones epigenéticas que influyan negativamente en el desarrollo cerebral de sus futuros bebés (Bueno y Forés, 2018).

Quizá la toma de conciencia en el adolescente de las consecuencias de algunas conductas no solo en sus vidas, sino también en los hijos que puedan tener, deba incluirse en su educación.

Pablo Rodríguez Herrero, Profesor del Departamento de Pedagogía, Universidad Autónoma de Madrid. Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.

 
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