Ocio y cultura

Los grupos indies llevan el espíritu del 15M a los grandes festivales

Desde principio de siglo no hay localidad española que no haya celebrado un festival de música, en buena medida alimentados por el éxito de un género: el indie

Concierto de La M.O.D.A. en el Sonorama 2018. / Sonorama.com

Cuando en 2008 estalló la crisis y las referencias a la burbuja inmobiliaria se hicieron cotidianas, muchas voces se alzaron para anunciar que la siguiente burbuja en pinchar sería la de los festivales de verano, un asunto que aparece de forma recurrente cada años. Y es que desde principio de siglo no hay localidad española que no haya celebrado un festival de música, en buena medida alimentados por el éxito de un género: el indie, nacido en los 90 como una reacción contra la agonizante “movida”, y que en pocos años pasaba del underground al consumo masivo.

El dinero público disminuyó drásticamente en los años de la austeridad (los ayuntamientos fueron los organismos públicos que más sufrieron por estas políticas) y también la capacidad de gasto de una juventud atrapada entre el paro, los bajos salarios y la subida de las tasas universitarias. Además, el incremento del IVA de los espectáculos encarecía las entradas y la contratación de los artistas, lo que hacía que la presencia de estrellas internacionales fuese más difícil de negociar. Y sin embargo, una década después, el Primavera Sound, el Festival de Benicassim o el Sonorama vuelven a vender sus entradas y a recibir la atención de los medios, con carteles presididos por músicos o grupos españoles como Vetusta Morla, Love of Lesbian, Iván Ferreiro, Los Planetas o La Habitación Roja.

Los festivales ya son tan parte del verano como los campings o las fiestas mayores; o no existía burbuja o esta era tremendamente resistente al pinchazo.

Rechazo a la canción protesta

La odisea de los festivales desde su origen underground hasta el telediario del mediodía es también la historia del indie en España. Y de las generaciones que se han desarrollado con estos grupos como banda sonora de sus vidas. Generaciones de clase media, educadas en la universidad, que crecieron en medio del mayor ciclo expansivo que la economía española haya conocido nunca sin levantar demasiado la voz ni implicarse en política. Generaciones que ocuparon las plazas en 2011 y que impulsaron el mayor cambio político que este país haya vivido desde la Transición: la conquista del poder en las principales ciudades por movimientos ajenos al sistema de partidos y la aparición de nuevas fuerzas que rompieron el mapa político construido desde los 80.

La “movida” madrileña renegaba del mensaje comprometido de los cantautores y centraba sus mensajes en el disfrute y la celebración de la modernidad y el cosmopolitismo. El indie, que en España tiene como monumento fundacional la gira Noise Pop de 1992, rechazaba la movida (y por eso se cantaba en inglés) y también los mensajes políticos. En los 90 apareció una generación de nuevos cantautores (Javier Álvarez, Pedro Guerra, Ismael Serrano) pero los grupos indie miraban con desprecio su compromiso político. Los Planetas les dedicaron una canción que afirmaba despectivamente “políticos y banqueros tiemblan. Vuelve la canción protesta”.

Esa misma actitud de desprecio era dirigida hacia los grupos de rock urbano que recogían el testigo de Asfalto o Leño, con Extremoduro a la cabeza. “¿Por qué no hacen una música más bonita?” se preguntaba en una entrevista Teresa Iturrioz, de los donostiarras Le Mans, en Pequeño circo, un libro de Nando Cruz que recoge la historia del indie en España.

Del inglés al castellano

Los grupos de referencia de la primera hornada del indie español eran Nirvana o Sonic Youth. La estética apostaba por la dejadez y las letras eran nihilistas y meramente musitadas, apenas intuidas entre el barullo de las guitarras en primer plano.

Según avanzaban los 90 y la escena se consolidaba, la propuesta musical del indie empezó a mutar: cada vez más grupos pasaban a cantar en castellano y el volumen de las guitarras dio paso a la melodía de la voz. El mundillo musical era cada vez más profesional y multitudinario.

En 2009 el grupo empresarial británico Music Festivals PLC se hizo con el control del Festival de Benicassim, que había nacido del empeño de los hermanos Morán en implantar en España festivales a imagen y semejanza de los míticos del Reino Unido.

En paralelo a este crecimiento y al reconocimiento social, empezaron las críticas, resumidas años después en el éxito editorial de Víctor Lenore Indies, hípsters y gafapastas.

Concierto de Love of Lesbian en el Festival de Benicàssim 2017. F

Concierto de Love of Lesbian en el Festival de Benicàssim 2017. F / Festival de Benicàssim

Se acusaba al indie de ser la voz de los chicos de clase media que solo aspiraban a ser modernos y a trabajar en los sectores de lo que empezaban a llamarse industrias creativas: la generación que había crecido con Internet era culturalmente rica, capaz de escuchar las más recientes novedades y leer las críticas de discos de los medios anglosajones. Podía viajar por toda Europa de la mano de las aerolíneas de bajo coste y el programa Erasmus, vestirse a la última en Zara y trabajar en cualquier sitio siempre que tuviesen a mano su portátil. Pero toda esta imagen de moderneo escondía unas pobres condiciones materiales: empleo de becario a cambio de miserias, salarios escuálidos, escasa estabilidad, incapacidad de independizarse. Las luces de neón de la industria creativa parecían compensar la sordidez de los callejones laborales.

Sorprendía que estas condiciones precarias no se reflejasen en las canciones del indie. Por eso resonó como un aldabonazo la publicación en 2011 de “Cómo hacer crack”, de la mano de Nacho Vegas. El asturiano ha sido uno de los principales iconos del indie español: primero en bandas experimentales como Manta Ray o Eliminator Jr, después como roquero atormentado ya cantando en español. Con aquella canción se lanzaba al activismo político, embestía contra banqueros, empresarios y monarquía, se oponía a los desahucios.

En 2014 Amaral, un grupo a caballo entre el reconocimiento de masas y la herencia indie, lanzaba “Ratonera”, con críticas a los partidos políticos.

Vetusta Morla publicaba en el mismo año “Golpe Maestro”. “Estamos reflejando los problemas de la gente con la que tomamos café, los amigos, la familia y los conocidos”, explicó su guitarrista Guillermo Galván en una entrevista. En 2017 Los Planetas lanzaban Zona temporalmente autónoma, haciéndose eco de la propuesta política de Hakim Bey de crear espacios que escapen temporalmente del control del poder. Por fin el indie mostraba interés por cuestiones políticas.

Las canciones de la indignación

Se ha analizado este cambio como una mera redirección oportunista, pero para entenderlo deberíamos observar la deriva política de la generación que había tenido al indie como banda sonora de su vida cotidiana.

Ya durante los años del boom, el mensaje musical dejaba entrever el desencanto: las canciones del indie nunca fueron celebrativas y optimistas, sino que simplemente ofrecían un retrato del caos del que era posible resguardarse encerrándose en uno mismo: en las drogas (Los Planetas), en la música, en las aventuras amorosas (La Habitación Roja), en las fantasías, en la sordidez de la España vacía (Surfin Bichos). El indie, como ha señalado Peris Llorca, es el reverso de la euforia de la modernidad que marcó a la movida.

Los músicos fueron capaces de transformarse para dar voz a los cambios que esas generaciones recorrían: las manifestaciones contra la guerra de Irak en 2003 y contra la manipulación gubernamental tras los atentados de Atocha en 2004 concibieron un primer ciclo de canciones que trataban asuntos políticos desde el indie (“Ciudadano A” de Iván Ferreiro o “Tened piedad del expresidente” de La Habitación Roja).

Los que ocuparon las plazas en mayo de 2011 eran, en muchos casos, primerizos en la protesta política: las clases medias educadas que en los años de bonanza crecieron entre la realidad de la creciente precariedad y el relato construido por medios y políticos de que el futuro les estaba esperando. Cuando la crisis estalló y reveló los costurones de la prosperidad construida desde 1995, despertaron de un espejismo y necesitaron expresar su estupor y su indignación. Y mientras esto ocurría, la escena indie lograba más repercusión y sus conciertos y festivales se hacían más masivos.

En 2018 los festivales facturaron, solo por venta de entradas, 334 millones, según la Asociación de Promotores Musicales (APM), un 24% más que en 2017. Aunque con achaques ocasionales, los festivales siguen gozando de buena salud y mostrando la imagen de una juventud que se divierte aun cuando el panorama político y social se enrarece por momentos. La fiesta y la diversión desaforada en torno al rock de guitarras es el grito de una generación con un presente precario y un futuro brumoso que se entrega al carpe diem asumiendo que el mañana es un monstruo sediento de su esfuerzo y su ilusión.

Héctor Fouce, Profesor. Departamento de Periodismo y Nuevos Medios, Universidad Complutense de Madrid y Fernán del Val, Postdoctoral fellow, Universidade do Porto

Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.

 
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