La guerra sigue siendo una opción
Una vez a la semana el Ministerio de Defensa de Nagorno Karabaj publica la lista de incidentes en la línea del frente. La tregua dura ya casi tres décadas, pero cada año siguen muriendo decenas de personas en la frontera con la exrepública soviética de Azerbaiyán, de la que este territorio quiso independizarse en 1991. En este tiempo este territorio ha conseguido crear sus instituciones propias pero la normalidad total sigue pareciendo inalcanzable ante la falta de reconocimiento internacional y la sombra permanente de una guerra.
Stepanakert
Armine Alexanyan estudió inglés y alemán en la Universidad Estatal de Artsaj, el nombre tradicional con el que se conocía a esta región incorporada a la República Soviética de Azerbaiyán en tiempos de Stalin. “Es el nombre que teníamos cuando éramos un país libre, no invadido por la URSS ni por Turquía”, nos explica la viceministra de Exteriores. “Nagorno Karabaj fue un regalo de los bolcheviques al Azerbaiyán soviético, como Osetia o Crimea y terminamos así porque Occidente no estaba preparado, no había expertos en las minorías étnicas de la URSS”, concluye en referencia a la guerra que entre los años 1991 y 1994 dejó entres 25.000 y 30.000 muertos, y cientos de miles de desplazados y refugiados.
Desde su declaración de independencia han intentado construir un auténtico estado democrático, algo que puede parecer misión imposible en una región bajo estas circunstancias. “El término ‘democracia real’ es discutible no sólo aquí, es algo único y distinto para cada país”, responde Alexanyan. Un informe de 2018 de la ONG Freedom House plantea algunas dudas menores sobre la independencia judicial, el control de los medios de comunicación o las presiones políticas en la Universidad, pero la viceministra pone el acento en otros asuntos: “Si proteges los derechos de tu pueblo y procuras que vivan en las mejores condiciones, eso es democracia; y eso es lo que hacemos aquí”.
Conseguir ese objetivo resulta especialmente difícil cuando no hay ningún país que te reconozca. “A mí no se me abre ninguna puerta diplomática oficial, así que trato de encontrar otras vías de entrada, o incluso busco una ventana”, comenta firme la viceministra. La diplomacia parlamentaria, la cooperación con ayuntamientos o iniciativas como el Foro Amigos de Artsaj, que a mediados de mes reunió en la capital a representantes de ciudades, provincias y estados de más de 20 países con los que ya están en marcha distintos proyectos de colaboración, son algunas de esas ventanas por las que Nagorno Karabaj trata de mirar al exterior.
De puertas hacia dentro Alexanyan insiste en que Stepanakert es una capital segura; en que Artsaj es un país preparado para el turismo, una de las prioridades del gobierno, en el que los inversores extranjeros tienen grandes oportunidades; y en que el conflicto no se nota en la calle. Sin embargo, todos los jóvenes varones tienen que cumplir dos años de servicio militar obligatorio cuando alcanzan la mayoría de edad, y no es raro que parte de ese tiempo lo pasen destinados en el frente.
Cuando Sevak Ghulyan terminó esos dos años obligatorios decidió seguir su carrera en el ejército. “El concepto de paz es algo relativo, aquí tenemos que estar siempre preparados para cualquier ataque porque todo puede pasar”, nos explica en una oficina de la base militar cercana a la capital en la que está destinado. Durante la conversación está acompañado por algunos de sus superiores, que permanecen atentos a sus comentarios y en ocasiones solicitan intervenir para añadir o matizar. En ningún momento podemos preguntar sobre cuántos efectivos tiene el ejército ni fotografiar su equipamiento. Nos dicen que es sólo por razones de seguridad, esas razones que se esconden tras la frase “Estamos en guerra”.
Que están en guerra es algo de lo que todos los ciudadanos de Arstaj volvieron a ser muy conscientes en abril de 2016, durante la Guerra de los Cuatro Días. Azerbaiyán lanzó entonces una operación militar sorpresa con la que finalmente sólo consiguieron recuperar unas hectáreas de terreno deshabitado. Sus compañeros cuentan orgullosos que Ghulyan jugó un papel fundamental en aquel enfrentamiento. “Obviamente no tenemos miedo en esas situaciones porque estamos preparados, y personalmente no lo tuve, pero sí lo sentí mucho porque sabía que habría víctimas, entre mis compañeros y también entre los civiles”, rememora. Efectivamente hubo víctimas.
La Oficina del Defensor de los DDHH de Arstaj preparó un informe sobre aquellos días, lo distribuyó entre los medios y lo envió a instituciones internacionales como el Parlamento Europeo. El texto sólo incluye los datos, la descripción de lo que pasó y mapas para situar los lugares donde se cometieron los crímenes. Pero en la versión completa, que nos enseña Artak Beglaryan, titular de dicha oficina, están las fotos de los cadáveres decapitados, quemados o con signos de tortura de algunas de las 31 personas, civiles y militares, que murieron a este lado durante aquellos días. Otras tantas cayeron en el lado azerí.
“Algunos oficiales del ejército fueron ejecutados al estilo del Daesh, pero después el gobierno de Azerbaiyán premió a los responsables de estas barbaridades.”, nos explica Beglaryan, que relaciona el ensañamiento reflejado en ese documento con la armenofobia creciente que detecta en el país vecino. “Hay unos vídeos grabados en las guarderías en los que los profesores preguntan a los niños ‘quiénes son nuestros enemigos’ para que ellos respondan ‘los armenios’; después añaden ‘por qué’ y la respuesta es ‘porque nos matan y hay que vengarse’”, nos explica. “Es horrible que inculquen ese odio en los niños desde pequeños”, concluye antes de admitir que los libros de texto armenios quizá tampoco sean completamente objetivos, aunque al menos “no están orientados contra nadie”.
La situación de los refugiados, los derechos de los niños o la integración de las personas con capacidades especiales son otros de los asuntos de los que se ocupa su oficina. Pero su principal preocupación es otra: “Azerbaiyán amenaza nuestra vida, ése es nuestro principal problema, y la única forma de garantizar la seguridad es el nuestro propio ejército, porque éste es el único conflicto del mundo en el que un alto el fuego no está supervisado por la Comunidad Internacional”.
Esa sensación de abandono aparece también cuando le preguntamos a la viceministra Alexanyan sobre similitudes con lo que se vivió en otros lugares: “En el caso de Kosovo el reconocimiento era más probable porque el conflicto estaba en el corazón de Europa y la amenaza para la seguridad era más cercana”. Aquí han contado sólo con la ayuda de Armenia y de la numerosa diáspora, que fue clave en los primeros años. “Hemos creado nuestras instituciones y nuestro parlamento sin ninguna colaboración, tuvimos que organizarnos solos para crear un Estado, garantizar la seguridad de la población y crear las condiciones de vida”, asegura, “mientras en Kosovo, para hacer lo mismo, recibieron millones de dólares y toda la colaboración internacional”.
Prácticamente aislado del mundo, Arstaj resiste con orgullo. Oficialmente todas las voces apuestan por una salida dialogada en una mesa en la que se podría discutir de todo, aunque nadie parece dispuesto a renunciar a las siete provincias que se tomaron durante la guerra y de las que fueron expulsados los azeríes. A la espera de que algún día eso llegue a ocurrir, lo que se puede entender por una vida completamente normal sigue pareciendo algo lejano en un territorio en el que el conflicto siempre acaba por aparecer. “La gente tiende a acostumbrarse a lo bueno, pero los enfrentamientos de 2016 nos recordaron que la guerra sigue siendo una opción”, admite Alexanyan.
Rafa Panadero
Ha desarrollado casi toda su carrera profesional en la Cadena SER, a la que se incorporó en 2002 tras...