Ana Alba, Ana de siempre
La periodista y corresponsal de La SER en Jerusalén Ana Alba falleció este miércoles en Barcelona por cáncer. Esta es la despedida de su compañera de profesión y amiga Beatriz Lecumberri
Querida Ana,
Me enfrento a esta complicada y dolorosa página en blanco preguntándome qué harías tú en mi lugar. No es la primera vez que me pasa. ¿Qué preguntaría Ana ahora? ¿Cómo reaccionaría ante este comentario? ¿Terminaría así esta crónica?
Comenzar a escribir implica, en cierta forma, aceptar que te has ido. Que los muchos mensajes de cariño, admiración y pena inmensa que inundan las redes sociales y los grupos de Whatsapp no hablan de otra persona sino de ti. Caer en la cuenta corta el aliento. Hablar de Ana Alba en pasado parte el corazón.
Hace tres años que comenzaron los miedos, los sobresaltos y las tristezas, pero tu reto fue mantener, hasta que fue posible, la vida tal y como era antes de que llegara el terrible diagnóstico. Y en esa aventura nos embarcamos tus amigos. Creer con firmeza en tu recuperación fue la manera más honesta de acompañarte.
Ser corresponsal, y además desde un lugar como Jerusalén, era algo que habías soñado desde antes de empezar a estudiar periodismo. “Estoy haciendo lo que siempre quise”. En un mundo de insatisfechos crónicos, escucharte hablar así reconfortaba.
“Lo que siempre quise” se traducía en una búsqueda infatigable de historias que contar. Historias extraordinarias de gente ordinaria narradas desde el lugar donde pasan las cosas, aunque para ello hubiera que recorrer Palestina en autobús, y explicadas con claridad, rigor, humanidad y una justa y sana distancia. No concibo un periodismo más auténtico y bonito.
Patear tanto aquella tierra durante años te dio una experiencia y un conocimiento de personas y lugares que dejaban boquiabiertos a israelíes y palestinos. Pero tu curiosidad por ese lugar tan complicado y adictivo permanecía intacta. Dejabas espacio a tus dudas cuando ibas a cubrir una noticia, callabas para escuchar y odiabas trabajar con prisa. Un perfeccionismo loable te llevaba a verificar cada dato, a ser precisa y cortar donde sobraba y a mimar la escritura.
“¿Nos tomamos un café rápido en el centro?” Frente a uno de esos maravillosos cafés con leche y espumita de Jerusalén comenzamos a soñar con un documental sobre mujeres de Gaza enfermas de cáncer que morían por no tener acceso a su tratamiento y que además se veían despreciadas por sus familias y por una sociedad cerrada y patriarcal. Vivíamos en un lugar donde sobran las injusticias, pero para bien o para mal elegimos contar justamente esa.
“Ya siento estar tan mal”. La frase se repetía cada vez más a menudo en las conversaciones, ante los límites que la enfermedad te iba imponiendo. Te disculpabas por no estar al 100%, por no poder avanzar al ritmo que tú querías o por no poder responder al teléfono. Como si tuvieras algún tipo de responsabilidad en ese deterioro cruel que te estaba cortando poco a poco las alas.
Nuestro documental “Condenadas en Gaza” estuvo a punto de irse a pique muchas veces, pero tú insistías en que querías seguir y finalmente se convirtió en un proyecto sin marcha atrás posible. Rodar en Gaza nos llenó de emoción y nervios. Fue intenso y precioso. Pero escuchar durante horas las desventuras de “nuestras mujeres”, como terminamos llamándolas, producía también una impotencia y una angustia terribles. “Si yo hubiera nacido aquí ya estaría muerta”, dijiste varias veces. Y era sin duda verdad.
Terminábamos el día tomando té frente a ese triste mar de Gaza, invadidas, al igual que sus habitantes, por una ficticia sensación de libertad. Anotando ideas sin parar, haciendo cuentas en nuestras libretas y bromeando sobre qué vestido llevaríamos a los Goya.
“Quiero verlo terminado y en una sala llena de gente”. Escucharte hablar así producía vértigo y urgencia. Y por encima de todo, rechazo. Porque irradiabas una fuerza que convencía de que estarías del lado bueno de la estadística. Pero nos ha faltado tiempo y recordar tus palabras hoy me paraliza y me produce una soledad inmensa.
Pienso en ti y apareces llena de vida, bañándote en la playa de Palmahim, arreglando el mundo en el tiempo que dura una Taybeh, tecleando frenéticamente en el ordenador en un café de Belén, cantando en tu coro de Ramallah, hablando de cine, bailando salsa en tu terraza de Jerusalén y haciendo fotografías en las calles del viejo Haifa.
Qué doloroso es tener que acostumbrarse a la idea de que ya no estás. Un niño de cinco años que te adora comenzó a llamarte hace tiempo “Ana de siempre” para diferenciarte de otras Anas que conocía. A ti te encantaba y es verdad que te representaba perfectamente. Porque siempre estabas.
- ana alba, una periodista y el sueño de jerusalén