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Carlos III

Los 20.000 esclavos de Carlos III, el 'mejor' alcalde de Madrid

El soberano se convirtió en el mayor propietario de mano de obra cautiva de la Monarquía hispánica

Carlos III comiendo ante su corte (Luis Paret y Alcázar, 1775) / Wikimedia Commons / Museo del Prado

Carlos III comiendo ante su corte (Luis Paret y Alcázar, 1775)

Al concluir la Guerra de los Siete Años en 1763, los ministros de Carlos III decidieron impulsar el desarrollo de la esclavitud dentro del Imperio español. Para tal fin, nada mejor que fomentar en el Caribe plantaciones azucareras similares a las que ya habían creado los franceses y británicos. Esto implicaba auspiciar la creación de compañías nacionales de traficantes de esclavos, cuyos barcos desplazaran a los de otras potencias dedicadas al comercio de las valiosas piezas de indias; y proceder a la reducción de los aranceles que lo gravaban, hasta lograr el libre comercio de esclavos en 1789.

La expansión de la trata negrera corrió pareja a otro hecho de singular relevancia: el soberano se convirtió en el mayor propietario de mano de obra cautiva de la Monarquía hispánica.

La mitad de sus 20 000 esclavos estaban alojados en Cuba construyendo fortificaciones en La Habana o prestando sus servicios en la mina del Cobre en Santiago de Cuba. Otros 8 500 trabajaban en haciendas azucareras y ganaderas diseminadas por Colombia, Perú, Ecuador y Chile. Los 1 500 restantes estaban alojados en la Península ibérica, en los arsenales de la Armada, especialmente en Cartagena, o realizaban obras públicas en las inmediaciones de la corte, como los 300 esclavos argelinos que desmontaron la subida al Alto del León en el puerto de Guadarrama.

6 000 esclavos ‘madrileños’

El apogeo de la esclavitud tenía por fuerza que hacerse sentir en el centro neurálgico del Imperio español: al despuntar la década de 1760 había en Madrid unos 6 000 esclavos, que por entonces equivalían al 4% de su población total: su presencia cotidiana en las calles y plazas confería a la capital un aspecto de ciudad multiétnica.

La mayoría formaba parte del servicio doméstico de los complejos palaciegos de la realeza y de las residencias pertenecientes a la aristocracia, el clero y otras fracciones de la clase dominante, dueñas por excelencia de estas valiosas mercancías, cuyo disfrute también les confería reconocimiento social.

Junto a las múltiples actividades laborales desempeñadas en las casas de sus amos, otro grupo más reducido trabajaba en talleres artesanales, mientras que unos pocos cultivaban con éxito las bellas artes. Es el caso del miembro de la Casa de los Negros del Palacio Nuevo (Palacio Real) Antonio Carlos de Borbón, arquitecto de obras reales y autor de la fábrica de Porcelanas del Buen Retiro, o de su hermano Joseph Carlos de Borbón, pintor de Cámara, diez de cuyas obras forman parte de la colección del Museo del Prado. Pero incluso estos “privilegiados” fámulos, que después de ser liberados llevaban el nombre y el apellido de su amo, acabaron muriendo en la más absoluta miseria.

Resistencia y rechazo

A finales del reinado de Carlos III, el esclavizado madrileño es un varón negro que tiene menos de 25 años. A diferencia de la centuria precedente, ya no es un moro de presa, esto es, un magrebí o un súbdito del Imperio otomano que ha sido capturado en una campaña militar, sino un negro de nación oriundo de las costas del África occidental y, cada vez con más frecuencia, de las colonias hispanoamericanas.

Dicho cambio en el fenotipo, y el consecuente alejamiento de las fuentes de aprovisionamiento de la mano de obra cautiva, hará que su precio en el mercado de esclavos madrileño sea a finales del siglo XVIII cuatro veces más alto que al despuntar la centuria. No obstante, las causas del declive de la esclavitud que por entonces se observa no fueron solo, ni principalmente, económicas, sino que tienen unas raíces sociales más profundas.

Porque, al carecer de los derechos sociales más elementales, estar marcado con un hierro en el rostro y sufrir duros castigos corporales, el esclavizado madrileño ansiaba la libertad, de ahí que protagonizase numerosos actos de resistencia individual. Para disciplinar a estos rebeldes incorregibles y capturar a los cimarrones, los amos necesitarán del auxilio de las instituciones judiciales, policiales y militares del Estado absolutista, de manera que cuando este comience a quebrar, arrastrará en su caída a esa modalidad de trabajo embridado.

Una muerte anunciada

Finalmente, tampoco podemos pasar por alto el rechazo que esta institución brutal y lucrativa provocó entre las clases populares de la metrópoli, de suerte que sus miembros no dudarán en ayudar a los esclavos en apuros o incluso procederán a linchar a algún amo que maltrataba a su negro en la vía pública en 1808.

Desde esta perspectiva, el decreto de las Cortes españolas que en 1837 abolió la esclavitud legal en la Península ibérica sólo puso el punto y final a la crónica de una muerte anunciada.

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José Miguel López García, Profesor Titular del Departamento de Historia Moderna y Coordinador del Equipo Madrid de Investigaciones Históricas, Universidad Autónoma de Madrid

Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.

 
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