El relato detallado de cómo fue el exorcismo de la endemoniada de Tinajas, en Cuenca
De los textos de la ‘Relación’ del padre Aguado recuperamos los detalles del proceso llevado a cabo con una mujer de la Alcarria conquense para expulsar de su cuerpo hasta tres demonios en 1604
Cuenca
En el espacio El Archivo de la Historia que coordina Miguel Jiménez Monteserín y que emitimos los jueves cada quince días en Hoy por Hoy Cuenca contamos esta vez el exhaustivo relato de cómo fue el exorcismo de la endemoniada de Tinajas (Cuenca). De los textos de la ‘Relación’ del padre Aguado recuperamos los detalles del proceso llevado a cabo con María Escalada, una mujer de la Alcarria conquense, para expulsar de su cuerpo hasta tres demonios en 1604.
El exorcismo de la endemoniada de Tinajas, en Cuenca
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MIGUEL JIMÉNEZ MONTESERÍN. A lo largo de la historia del cristianismo han sido muchísimas las páginas donde graves autores han tratado, ya del Maligno y sus multiformes asechanzas a los hombres, ya de los remedios de que el fiel cristiano puede valerse para alcanzar la victoria sobre él en cuantos campos se le ofrezca combatirle. Sucede, por otro lado, que la referencia a esta eterna lid contra el Enemigo por antonomasia, al que la criatura humana se ve abocada durante su vida mortal, ha servido de argumento básico a los teólogos desde la época patrística a la hora de exponer determinados contenidos del anuncio (kerygma) de la salvación humana obrada por Cristo. Comentaremos hoy un relato muy concreto situando en el tiempo su anécdota y considerando el contexto histórico de las sucesivas ceremonias de exorcismo, realizadas en Huete el año 1604 con el propósito de librar a una sencilla mujer del pueblo, acuciaba por la posesión diabólica a ojos de familiares y vecinos, refrendados por la clerecía local.
El documento en cuestión, redactado como información restringida para uso interno de la Compañía de Jesús, fue después oportunamente reelaborado con el objeto de contribuir a la edificación de un número más amplio de destinatarios y dada luego a la imprenta. Texto a la postre de propaganda religiosa, periodístico también al estilo del resto de las innúmeras Relaciones de sucesos puestas en circulación en aquel tiempo, su fin principal era testimoniar de modo fehaciente en pro de la beatificación de los jesuitas Ignacio de Loyola y Francisco Javier, quienes la obtuvieron respectivamente en 1609 y 1619. El firmante del escrito, el padre Francisco Aguado (1572-1654), era rector por aquellos días del Colegio de Huete.
Hemos querido entender el carácter de testimonial concreto del texto en cuanto a sus circunstancias de lugar y tiempo, muy determinado también por la estructura formal adoptada en la redacción final. Aunque cabría formular también, de paso, a partir de él una leve hipótesis de interpretación psicológica del comportamiento de la paciente, renunciamos a adentrarnos en tan resbaladizo terreno.
Una protagonista y unos religiosos que beatificar
El propósito esencialmente apologético de la Relación del padre Aguado hace ser al estilo de ella casi tan sobrio de recursos retóricos como parco en detalles concretos tocantes a la principal protagonista de la misma, buscando sin duda centrar toda la atención del lector en la secuencia de momentos, progresivamente cargados de tensión dramática, por los que fue discurriendo el proceso de liberación de la posesa, merced a la perceptible intervención de Ignacio de Loyola, Francisco Javier y el polaco Estanislao de Kostka, introducido como de rondón en el decurso del episodio. De la paciente, en suma, fuera de que vivía en la localidad alcarreña de Tinajas, que se llamaba María Escalada, que era hija de María González y que estaba casada con un Martín Ramírez, lo ignoramos casi todo, incluso detalles tan significativos como la edad con que contaba en el momento del suceso referido o el nivel social donde la fortuna familiar la tuviese instalada. A juzgar por su actuación, no obstante tratarse casi con toda seguridad de una sencilla campesina, analfabeta o de muy escasas letras, cabría suponerle una inteligencia despierta y ciertas dotes escénicas nada comunes, potenciadas muy probablemente por un comportamiento psicopatológico marcadamente exhibicionista al cual, con la osadía del ignorante, nos atreveríamos a calificar de neurótico, considerados los diversos síntomas corporales paroxísticos de carácter teatral manifestados episódicamente, u otros padecimientos más permanentes como ciertas parálisis, desvanecimientos prolongados etc., tan vivamente descritos por el rector de Huete.
Una desavenencia familiar
Habituado a sintetizar a la hora de redactar sus informes periódicos a los superiores y guiado seguramente también del estilo intemporal propio del exemplum medieval que tan familiar era aún a los predicadores de entonces, de costumbre difícil de situar por sí mismo en el espacio y el tiempo propios, muy pocos trazos bastan a Aguado para introducir al lector en materia, aludiendo de paso a la circunstancia en que se produjo la posesión diabólica sufrida por María Escalada.
“Su madre, por una causa bien ligera, echó una maldición diciendo:“¡Tres diablos entren en ti!”. Permitió el Señor que esta maldición se cumpliese, y entraron en esta pobre muger el día de la Natividad de nuestra Señora, a 8 de septiembre del año pasado de 1603, los tres demonios que, como ellos mismos confesaron quando los conjuravan, se llamavan Beelzebuth, Barrabás y Satanás”.
El hecho no quedó, sin embargo, de manifiesto hasta el día de Navidad siguiente:
“No se acabó tanto de ver al principio este daño hasta que, venida la festividad del Nacimiento del Hijo de Dios, se entendió más claramente y se conoció que aquella pobre muger estava endemoniada, porque el demonio muchas veces la atormentava y sacava y ponía en evidentes peligros de la vida. “
Hecha consideración del carácter intencionadamente finalista de aquel escrito panegírico, no extrañará que el relato hilvanado de los episodios fundamentales de esta historia haya sido elaborado de propósito en clave teologal por su autor y que éste se haya valido de la secuencia anual de las celebraciones litúrgicas para trazar un cierto contrapunto a la de aquellos y ofrecer así, en un variado claroscuro, el contraste entre los hechos salvíficos conmemorados en el tiempo santo inaugurado por la redención y las calamitosas actuaciones toleradas por Dios al “Señor de este Mundo” en el tiempo histórico. Suponiendo que tal haya podido ser la línea argumental implícita de la presente apología ignaciana, parece verosímil también analizar su contenido partiendo de la hipótesis de que el texto bien podría estructurarse con arreglo al esquema de una cierta acción dramática, cuyos actos culminantes estarían nítidamente marcados por el devenir de las festividades centrales del año litúrgico, de tal suerte que, sería en el contexto de la celebración de la victoria pascual de Cristo, cuando se manifestasen las sucesivas victorias de aquellos santos en ciernes, - considerados ya partícipes de su poder y su gloria -, sobre los diablos, para bien de la atormentada mujer, puesta por su madre con gran temeridad a merced de estos últimos.
Un relato dramatizado
Parece significativo que la datación inicial convenida para la posesión, fruto de una desavenencia entre madre e hija, haya coincidido con la conmemoración del nacimiento de la Virgen y se haya hecho finalmente patente el día de Navidad, como si se pretendiera contrastar, puestos en paralelo, el diferente período de salvación, inaugurado por ambas maternidades sacras en el pasado mítico celebrado por la liturgia, con el de la condena, siquiera temporal, al yugo diabólico, sobrevenido en el presente histórico, por causa de una maldición materna.
Tras este breve exordio donde la adversidad queda enunciada, tres parecen ser los actos, encadenados, aunque perfectamente diferenciados entre sí, a los que se atiene el desarrollo de la narración, con arreglo a una cierta formal intencionalidad dramática. En el primero de ellos tiene lugar la primera ceremonia de exorcismo, respaldada por la intervención de San Ignacio y seguida de una liberación fallida. A lo largo del segundo, en los aledaños y principios de la Semana Santa, prospera el combate y se produce una nueva liberación pactada, tampoco definitiva aún. Finalmente, ya durante la Pascua, se llega, con el clímax dramático de la situación, a su desenlace afortunado. El diablo, valido de la posesa, testimoniará ahora expresamente acerca del poder de los santos que la asisten y de la gloria de éstos, contrastada con las penas del infierno que él mismo padece, y una vez puesta de manifiesto su derrota, liberará definitivamente a su víctima, dándose por zanjado el episodio.
El teatro como catequesis
Nos parece aceptable plantear así el relato poniendo en relación el aspecto apologético del documento con los métodos catequéticos practicados entonces por los jesuitas. No ha de olvidarse en primer lugar la importancia que las representaciones teatrales organizadas en sus colegios durante la segunda mitad del siglo XVI tuvieron en la formación de los propios miembros de la Compañía y de sus alumnos laicos. Cundía en ellas un cierto género de tragicomedia religiosa que preludiaba el Auto Sacramental barroco, encaminada a instruir simbólicamente, casi siempre en clave moral, acerca del permanente conflicto planteado entre la virtud y el vicio o la final victoria de la santidad sobre la maldad, trocando “los teatros en púlpitos” como decía el padre Ribadeneyra.
Cuando los familiares de María Escalada se persuadieron, a la vista de las señales mostradas, de que el diablo la había sometido a su poder, acudieron con ella a Huete el día 3 de enero de 1604 en busca de Francisco Porreño, párroco de San Esteban y, al parecer, exorcista reputado. Renuente primero, al cabo de muchos ruegos accedió a practicar al día siguiente las ceremonias que se le requerían, pero señaló como lugar al efecto la iglesia del colegio que los padres de la Compañía tenían en aquella ciudad, “con los cuales tiene mucha devoción”. Ansioso de ver a su fundador elevado a los altares, pensaría Aguado, tan pronto tuvo noticia del suceso, que era aquella una buena ocasión de que aquel manifestara públicamente su gran capacidad intercesora ante Dios. No extrañará pues que procurase hacer de su iglesia teatro del singular combate espiritual previsto, en el que las imágenes y las reliquias de los santos en ciernes desempeñarían un destacado papel, corroborándose así, de paso, a ojos del pueblo, la ratificación doctrinal tridentina tocante a la validez de su culto.
Desarrollo del exorcismo
Los conjuros preliminares tuvieron lugar el día 4 de enero. Los jesuitas se cuidaron de que desde el primer momento fuesen utilizados distintos signos materiales representativos de ambos candidatos a los altares Ignacio y Francisco Javier, con objeto de dar mayor eficacia al mero rito del exorcismo. Así, ninguna de las reliquias de santos mostradas provocó mayor repugnancia en la posesa que una carta con la firma del padre Ignacio que sólo a fuerza de conjuros aceptó asir de una esquina. Ni tampoco fue menor la resistencia a identificar explícitamente a su autor mostrada por el diablo a través de la mujer.
El siguiente paso escenográfico consistió en subrayar todavía más la virtual presencia de los bienaventurados Ignacio y Francisco Javier en la iglesia, poniendo a poseedor y poseída ante las imágenes que de ellos había colocadas en dos altares de la nave, con la orden expresa de que ésta les besase las ropas, lo que finalmente ejecutó con no menores extremos de sufrimiento y asco que antes.
Luego de conocer de él la fecha del comienzo de la posesión, el cura ordenó de inmediato al diablo salir del cuerpo de la mujer, a lo cual respondió éste no ser posible aún, dado que Dios le había permitido permanecer en ella por espacio de un año. Ante la ineficacia de los conjuros y exorcismos realizados, tras larga porfía, clérigo y poseedor llegaron al acuerdo de que éste la libraría sin excusa al cabo de un mes, por mediar la poderosa intercesión de “los santos Ignacio y Francisco Javier”, que el demonio reconocía expresamente. Ellos, a petición del exorcista, fueron designados de común acuerdo por fiadores del trato, con San Antón de “acompañado”, esto es, garante complementario, dada la ya reconocida solvencia del popular santo ermitaño, protagonista él mismo de arduos combates, siempre victoriosos, contra el diablo. Por último, para poner de manifiesto ante los circunstantes con un gesto espectacular la autoridad divina ejercida, el cura ordenó en latín al diablo que la posesa,
“buscase una campanilla por los altares y la tañese por toda la yglesia con tanta priesa como lo pudiera hazer un ombre muy ligero. Y juntamente le mandó que estuuiese atado al dedo mayor del pie yzquierdo y no saliese de allí, ni atormentase el resto del cuerpo de la muger hasta que llegase el plazo del mes en que había prometido de salir.”
Concluido aquel “primer asalto que se dio al demonio”, el día 5 de enero volvió la mujer a su pueblo, donde permaneció casi libre de molestias el resto del mes.
Un espectáculo de masas
Una vez introducidos en la acción los personajes santos por el propio Maligno, subrayando la autenticidad del testimonio la contradictoria independencia del testigo, y aplazada un mes la conclusión del episodio, hubo de crearse la lógica expectación entre el vecindario de Huete y sus alrededores, que acudiría en masa a la iglesia de los jesuitas la mañana señalada, ansioso de asistir a la anunciada manifestación sensible del poder divino. Reanudados los forcejeos rituales, comenzó a reconocer el diablo su inminente derrota por obra de “los Santos”, cuyos nombres rechazaba pronunciar la mujer con hartos visajes,
“pero, con la fuerza del conjuro, dixo a grandes voces que atronaban la iglesia, San Ignacio y San Francisco Javier.”
No concluyó con éxito la sesión aquel día, aunque, tanto los actos de humillación realizados por la posesa a indicación del clérigo, como la reiterada proclamación de los nombres de sus celestiales valedores con grandes muestras de sufrimiento interior, permitían aguardar su liberación para el día siguiente, fiesta de la Purificación de la Virgen. Todavía fue mayor ese día el concurso de asistentes al templo, pese a que el clérigo deseaba hacer sus exorcismos “sin ruido y con silencio”. Y no debieron sentirse defraudados cuantos de ellos oyesen al diablo lamentarse de la guerra que se le hacía y de su temor a volver a los infiernos rechazado por los santos jesuitas, antes de verle abatido en el cuerpo de la posesa a los pies de cada uno de los sacerdotes presentes. María Escalada, luego de besarles los pies, fue reconociéndolos, con gran admiración de los asistentes, realizando de nuevo su involuntario homenaje formal a una doctrina, remachada entonces por la Iglesia contrarreformista, como era la de la exclusividad del sacerdocio jerárquico.
Derrotado, finalmente,
“desamparó el demonio el cuerpo de aquella muger, dexándola como muerta. Y en señal desta salida suya arrojó por la boca una meaja, la cual cayó en el Manual de los conjuros, y de allí en el suelo.”
Reaparece el maligno
Vuelta a su casa y pasado un cierto tiempo, dio signos la pobre mujer de que, no obstante la eficacia del valimiento de Ignacio y de los ritos de la Iglesia realizados sobre ella, otros indeseables inquilinos, mudos e inoperantes hasta aquel momento, seguían aposentados en su cuerpo y en su espíritu. El problema había estado, según se supo luego, en que el exorcista tan sólo se había dirigido en singular al diablo en sus escrutinios y oraciones, sin reparar en que la maldición materna había invocado a tres. Ello supuso que los dos restantes no se sintieran concernidos por las increpaciones del exorcista, por cuya razón continuaban atormentando a la posesa.
Llegados a este punto no nos parece ocioso aludir de pasada a dos aspectos muy relevantes, aunque formales, del tema que nos ocupa. Podrá sorprender de entrada la candorosa naturalidad con la que el exorcista dialoga con el diablo a través de la posesa en presencia de la feligresía, pero conviene no perder de vista que la creencia compartida presupone asimismo una visión mágica del mundo común a todos ellos. Fuera de los concretos problemas psicopatológicos de distorsión de la percepción o desdoblamiento de la personalidad que la paciente pudiera padecer, no cabe presuponer en ninguno de los participantes directos en el rito mala fe o voluntad de engaño alguna, porque nos encontramos ante un universo mental, compartido sin fisuras por eclesiásticos y laicos, de corte todavía muy “primitivo” en el fondo, enormemente propenso a entretejer imaginación y realidad, y donde los fenómenos maravillosos, felices o desgraciados, solían hallar su espacio propio, instalándose en la áspera cotidianeidad sin excesivas trabas.
Conviene tener presente además la influencia que la predicación cuaresmal y aún la dirección espiritual prestada a la “convaleciente” por los jesuitas pudo tener sobre el comportamiento de María Escalada, dando pábulo a sus pasadas alucinaciones para forjar otras nuevas y estimulando además aquellas capacidades de actriz que, quizás para íntima satisfacción compensatoria suya, la habían llevado a ser, meses atrás, el centro de la atención de tanta gente en la ciudad de Huete. Conjeturas estas muy verosímiles, si nos atenemos a la mayor riqueza temática que ofrecen en este segundo momento los discursos diabólicos transmitidos por ella y consideramos la posibilidad de que hubiesen seguido visitándola y ocupándose de su alma los religiosos jesuitas, que no dudaban en haber propiciado con los exorcismos una tan clara victoria de su santo fundador sobre el Maligno.
Asomados al infierno
Desde un punto de vista “literario”, la noticia de la nueva posesión sirve como peripecia introductora de una acción bastante más viva que la anterior, en la que los parlamentos y diálogos transcritos ofrecen nuevas imágenes didácticas del mito básico: frente al permanente asedio que el diablo tiene puesto al hombre con la intención de perderlo, resulta siempre infalible la ayuda que los santos, por voluntad de Dios, de muy diversos modos, pueden prestarle en sus combates, según se manifestará en el transcurso del relato. Este segundo acto sirve para subrayar con gestos de mayor relieve la dimensión trascendente del hecho. Los parlamentos y las visiones relatadas harán que los lectores caigan mejor en la cuenta de que, pese a todo y finalmente, Dios, mediando siempre la acción ritual de la Iglesia, nunca les dejará desvalidos ante cualquier asalto perpetrado por las fuerzas diabólicas.
Tan pronto fue conducida la Escalada de nuevo a Huete el día 3 de abril, sábado de Pasión, acorralados por la autoridad sacerdotal, los dos diablos restantes no tuvieron, como el primero, otra opción que dar al cabo por fiadores de su salida, el inmediato Miércoles Santo, a los padres Ignacio y Francisco Javier.
Con la tensión de la espera, aumentaban las alucinaciones y los sufrimientos de la posesa, a quien los demonios afligían y espantaban “con varias figuras y asombros procurando engañarla y hazerla desesperar”, pero de aquellos tomaría pie el clérigo Porreño, con el más que probable acuerdo de los jesuitas, para ir dándoles forma y cauce pastoral, convirtiéndolos en espeluznantes testimonios diabólicos de enorme efecto entre el auditorio congregado en su iglesia, ya muy sensibilizado a aquellas alturas. Atiborrada de sermones y pláticas cuaresmales, pudo María Escalada prestar de nuevo voz autorizada a sus diablos. Así, cuando éstos, instados por el exorcista a
“que dixessen algunas cosas de las penas del infierno, començaron a dezir tales cosas que hazían estremecer a quien las oýa y con tanta ponderación que no ay sermón del juyzio que assí mueua.”
Ingenuo desliz del relator que remacha, quiza inconsciente, la incuestionable comunicación entre lo sagrado y lo profano que, en aquella y otras muchas ceremonias, se intentaba entonces exteriorizar, como si el mundo terreno fuese tan sólo un simple trasunto del trascendente, donde los de la liturgia eran reputados auténticos gestos divinos, plenos de un imbatible poder salvífico y la de los predicadores valorada como fidedigna palabra de Dios. Los recursos oratorios propios de los sermones “de misión” familiares a todos, alcanzaban así autoridad incontrovertible gracias a los discursos de ultratumba que pronunciaba el diablo, para saludables confusión y temor de religiosos y legos, los cuales de este modo se hacían partícipes de la catársis que todo aquel despliegue de recursos escénicos propiciaba:
“Después, preguntado qué hazían con las almas que yuan al infierno, respondieron que lo primero las aguardaban al paso quando salían de los cuerpos; y que a los malos ellos no los solían inquietar a su muerte, ni entrar en su aposento, lo primero porque aquellos ya los tenían ganados. Lo segundo, porque había entrado aquel allí, señalando al Santísimo Sacramento; más en saliendo del alma, la cogían y llevavan delante de aquél, señalando hazia el cielo; y que él alzava el braço y dezía a la desdichada alma: “Anda, vete con el Señor a quien seruiste”. Y luego ellos la llevavan al pozo hondo. Y quando el alma (dezían ellos) veýa aquel pozo más quisiera estar royendo cantos que entrar en él. Usan los demonios destos vocablos (como ellos mismos dizen) para comodarse a nuestro modo de hablar. Estavan temblando los demonios y muy inquietos y preguntándoles el Cura la causa, respondieron que andavan siempre entre dos calidades estremas y muy vehementes de grandísimo frío y grandísimo calor. Y apretándoles a que dixesen cómo sin tener cuerpos los atormentavan el frío y calor, respondieron: “El que lo quiere lo sabe.”
Prosiguiendo con aquel diálogo doctrinal que era al tiempo una prueba palpable de la autoridad sacerdotal, ejercida en un significante contexto litúrgico, mandó luego el clérigo a los diablos abreviaran el plazo antes señalado para dejar completamente libre a su huéspeda el Martes Santo. Instados por el exorcista, manifestaron explícitamente los dos diablos que Dios les obligaba a llamar “santos” a Ignacio y Francisco Javier, so pena de más duro castigo. Interrogados de nuevo confirmaron que el primer diablo expulsado era el mayor de los tres y que “avía salido en virtud del B. P. Ignacio”. También manifestaron saber que éste había muerto después que su discípulo. Vuelta a besar la firma de Ignacio “con mucha repugnancia y sentimiento”, prometieron estarse en el dedo donde el otro había sido confinado, “aunque no dexarían de darle algunos trasudores y molestias, porque dezían que les quedava poco tiempo y que se querían aprovechar dél y hazerle el mal que pudiessen.”
El 9 de abril, viernes “de Dolores”, hubo nueva sesión de exorcismos. Luego acudieron en tropel los de Huete a la iglesia del Colegio de la Compañía, desde antes del mediodía del Martes Santo, ansiosos de presenciar aquel espectáculo cuya tensión crecía a medida que, en un evidente crescendo del tempo dramático, iba la posesa acomodándose mejor al papel de portavoz diabólico que se le proponía. La víspera por la noche había sufrido convulsiones y desmayos, pero, a la vista del público congregado, cuando, entre la una y las dos de la tarde, comenzó el cura el exorcismo, creciéndose, volvió a desempeñar el desdoblado papel de portavoz diabólico asumido durante las sesiones anteriores, aunque con mayor energía y convicción que en ellas:
“Mandó el cura al demonio que subiese a la cabeça y al punto lo hizo y començó a embravecerse como un demonio y como demonio que le querían echar de su casa y con aver estado otros días algo tratable, este día començó a bufar como un toro, y a dezir con grandes bramidos: ¡Ah cura, cura, no hay plazo que no llegue! ¡Maldito sea yo y maldito mi gobierno, maldita la hora de mi nacimiento, maldita la muger y la madre que la parió y la leche que mamó! Sepan todos los presentes que les están hablando los mismos diablos del infierno.”
El diablo predicador
Significativos nos parecen los denuestos proferidos contra la propia madre de la posesa al hilo del discurso diabólico, como si éste le hubiese servido de coartada para una rebelde afirmación personal que en momentos más ordinarios tuviese vedada por algún género de censura, pero mucho más destacable sería, a nuestro juicio, la total identificación mostrada con sus poseedores - ya reconocidos por sus nombres, como Barrabás, Beelzebuth y Satanás -, al convertirse en infernal portavoz suyo para asombro de los circunstantes. Actriz y predicador diablesco a un tiempo, alternaba los extremos visionarios para exaltación de Francisco Javier como su celestial valedor, con un nuevo sermón del diablo, cuya pobreza conceptual suasoria, -muy semejante a otros discursos de visionarios en tiempos más próximos a nosotros-, incorpora también una retahíla de clásicos tópicos acerca del infierno, aprendidos de los oradores sagrados, cuyos gestos igualmente remeda. Cómplice de algún modo con el exorcista, a quien pudo quedar la duda de cuál de los dos personajes representados por María, si el poseedor o la poseída, pide licencia para hablar, luego de describir la imagen gloriosa del misionero Javier que acababa de contemplar,
“dixo que quería dezir una cosa a todo el pueblo, porque se la mandavan dezir, y que más quisiera estar mil años en el infierno que dezirla.
- Pues si te lo mandan, dijo el cura, díla.
Y haciéndose de demonio predicador del evangelio, començó a levantar la voz y alçar la mano y dixo:
- Aviso a los presentes y a los oyentes y a los veyentes, a los que oyen y veen, que hos guardéys de maldezir, y no echéys maldiciones, ni a los perros ni a los gatos, ni a cosa alguna; y no pequéys porque no vays a la puente levadiza, al castillo, al río, al Pozo Ayrón, a la casa redonda, al fuego de alcrevite, de alquitrán y piedra açufre, porque son los tormentos tantos, que si algún alma bolviese acá de allá, ninguno que con ella tratase se condenaría”.
En la predicación contrarreformista acerca del infierno, aleccionadora donde las haya, reaparecen de continuo, como vemos, símbolos estereotipados venidos de la tradición doctrinal elaborada por los Santos Padres y los autores medievales, quienes remachan una vieja concepción popular del mismo, efectista y truculenta, orientada sobre todo a hacer cundir entre el auditorio el miedo a la pena de daño infernal. Sin embargo, la familiaridad cultural de los fieles con tales recursos retóricos y aun plásticos, hechos habituales en los sermones y las representaciones puestas en los lugares de culto, es de suponer les volviera, por ende, menos impresionables cada vez. Esto obligaría de ordinario a que los predicadores forzasen la desmesura oratoria o aprovecharan incidentalmente la virtual carga de ejemplaridad contenida en episodios como el que nos ocupa.
Concluida la exhortación, fue la mujer llevada de sus huéspedes infernales ante los retratos de los candidatos a santos, dando ostensibles muestras de hacerlo involuntariamente. Corroborando externamente la derrota diabólica, no sólo besó la mano del padre Francisco, sino que, habiendo hecho lo mismo con el suelo, pidió le pusiesen el pie en el cuello en un gesto de humillación definitiva. Acto seguido, al comenzar a recitarse la letanía de los Santos, gestualizó verazmente la posesa una espantable agonía:
“Acabado esto se comenzó a dezir la letanía y los exorcismos y el demonio a agonizar y a pedir le ayudasen a mal morir y a arrancar presto. Salió el uno y dió un cornado por señal (...) y después comenzó a agonizar el otro y dió un alfiler retorcido por señal, dexando a la pobre muger con un gesto como de un ombre ahorcado, el rostro cárdeno y como si le uvieran dado garrote.”
Con una victoria todavía aparente venía así a concluir el segundo acto de aquel improvisado drama sacro, ante cuyo “espectáculo”, habían quedado completamente conmovidos religiosos, autoridades y “lo mejor de toda la ciudad”, convencidos del poder de Dios en sus santos y en su Iglesia y persuadidos todos a no maldecir más, según se lo había aconsejado en su sermón el propio diablo.
Todo concluye en Pascua
La liberación de María Escalada aún no había sido del todo definitiva. Transcurridas las celebraciones de la Semana Santa, atroces padecimientos corporales y arduas violencias de espíritu vinieron a atormentarla otra vez. Sin embargo, el sentido del nuevo episodio de posesión, tal y como la Relación lo ha transmitido, parece haber sido tan sólo el de proponer un cierto mensaje final, destinado a dejar definitivamente claro el poder de Dios manifestado en sus elegidos jesuitas. Se prolongaba así la acción de un modo algo artificioso dado que nada nuevo aporta a lo expuesto y realizado en los precedentes este tercer acto añadido, resuelto en tres cuadros, donde se honra a los intercesores y se agota el fruto catequético que la anterior homilía diabólica hubiese podido tener. Quedaba así zanjada la posesión mediante un gesto harto expresivo de la paciente quien, humillada ante el retrato de Ignacio, se sirve de aquel para manifestar expresamente haber pasado a su tutela, rota ya la relación de servidumbre que hasta ese momento la ligaba al diablo.
Cabe sugerir también que el histrionismo morboso de la posesa pudo ofrecer aún terreno adecuado donde sustentar las bambalinas de aquel desenlace en el cual, al clímax introducido por los gestos y visiones de ella, sucede una apoteosis hagiográfica en la cual se reitera la doctrina de que los santos muestran con sus milagros el poder de Dios al actuar en su nombre, incluso por intermedio de los demonios, que como cualquier otra criatura le están inapelablemente sometidos, siendo a las veces sus agentes en muy diversas instancias.
Traída otra vez a Huete la mujer por sus parientes la mañana del día 20 de abril, martes de Pascua, “yva echo un ovillo su cuerpo por la fuerça del dolor”. Una vez en la iglesia de los jesuitas y avisado el exorcista, mientras éste se revestía, estando la iglesia casi vacía aún, quedó rápidamente convertido en escenario el presbiterio, para lo cual fueron bajados del altar mayor los cuadros donde estaban pintadas las imágenes del fundador y el misionero. Tan pronto comenzaron a realizársele los exorcismos, la mujer se vio libre de los dolores que hasta allí había sentido y presa de furia diabólica se encaró con la imagen del padre Ignacio a quien, temblando, calificó de enemigo antes de identificarse como Barrabás, expulsado la primera vez por su virtud. Puesto que su misión, ordenada por los tres santos, Ignacio, Francisco y Estanislao, era venir a dar testimonio del poder divino que ejercían y a anunciar la inmediata y definitiva liberación de la Escalada, en aquel momento sólo él se hallaba dentro del cuerpo de la infeliz, mientras sus otros dos compañeros permanecían arrimados a ella. Manifestado lo dicho, llenos sus gestos de la teatralidad característica de otras representaciones sacras, dio síntomas la infeliz mujer de tener una inquietante visión del mismo san Ignacio, ante cuya imagen retrocedió primero con grandes aspavientos, para rendirle después homenaje besándola repetidamente junto con la de San Francisco, puesta súbitamente de hinojos, como herida de un rayo.
Seguidamente, vuelto al diablo el protagonismo de la escena y en un intento de agotar las posibilidades pastorales que pudiera tener un sermón pronunciado por él, sometido a las órdenes de San Ignacio, puso Aguado de nuevo en boca de la mujer otro discurso infernal de corte parecido al primero:
“Mirad, que no es la muger la que hos habla, sino Barrabás, un diablo del Infierno: y más os valdrá este sermón que quantos avéys oýdo en la Cuaresma.” A esta sazón iva entrando gente por la yglesia, y él la yva llamando con la mano a grandes vozes diziendo:
- “Entrad, entrad, que está predicando el diablo, y pues el diablo predica el mundo se acaba. Dezidme, ¿qué provecho avéis sacado del sermón que hos hizieron el martes? ¿Qué fruto y qué acuerdo avéys tomado en vuestros pensamientos, palabras y acciones? ¿Ya se hos ha olvidado? ¿Soys cristianos? ¿Teneis almas? ¿Dónde las tenéis, en los pies o en la cabeça? ¿Qué prouecho sacays de los sermones? Que no hazen más de deziros y hos salís riendo y nosotros nos reymos de veros reir. ¿Qué prouecho sacais de uestras confessiones y comuniones? ¿De qué hos sirve andar tan puestos y apretados los cuellos? Quánto más hos valiera apretaros muy bien de otra manera. No vale nada vuestra esperanza. Yo estaba allí en lo más alto y por el pecado caý en los abysmos. Vosotros que estáys aca’baxo, ¿qué esperays?. Yréys con los satanases a los alquitranes, al fuego, a la puente, al castillo, al río, a la casa redonda.”
No hubo ya plazo nuevo ni otro fiador para la liberación decidida que el propio Ignacio. Arrojada la mujer ante su retrato, pidió al cura que además de leerle los exorcismos, le pusiese un pie en el cuello -imagen nada gratuita, probablemente emparentada con la frase bíblica que sustenta la iconografía del misterio de la Inmaculada Concepción-, de cuya guisa prosiguió en sus exhortaciones al pueblo para exhalar al cabo en una boquedada a su opresor, recuperando el dominio propio y edificando a los presentes “con su deuoción y afecto”.
El contexto en el que se producía aquel hecho, en la coyuntura finisecular del Quinientos, sin entrar en grandes detalles, se hallaba profundamente afectado por un arduo clima de crisis material, coincidente con un reforzamiento de todas las estructuras de poder, marcado además por una decidida campaña de criminalización de muchos comportamientos privados y públicos antes tolerados, en la cual comenzaba a destacarse la presencia del diablo como realidad perturbadora esencial. Nos hallamos, en definitiva, ante un tiempo de intensa militancia religiosa, en el que había sido pronunciada la alerta general frente a un enemigo múltiple y donde se presta renovada atención como arma a ciertos temas doctrinales del pasado. No se pierde tampoco ocasión de secundar en la retaguardia de las conciencias cualquier aspecto de la ofensiva antiprotestante en marcha. Se subraya en este caso el culto dado a los santos intercesores, secundado además por una orden nueva como la de los jesuitas, necesitada de avales sobrenaturales que corroborasen la trascendencia de su misión evangelizadora.
Paco Auñón
Director y presentador del programa Hoy por Hoy Cuenca. Periodista y locutor conquense que ha desarrollado...