La tortilla, asunto de familia

Aranda de Duero

Es verdad que la tortilla ha sido el elemento alimenticio que más hambre ha quitado en España. Aún recuerdo la que hacía mi madre que dividíamos en siete raciones, la traspasábamos con un cuchillo entre capa y capa y con un buen trozo de pan se convertía en el mejor (quizás único posible) alimento del mundo.

Hoy tiene otro sentido. Porque aquellas tortillas estaban cargadas de amor, dedicación, entrega y un montón de mensajes que no sabíamos leer de pequeños y que indicaban cómo estaba el patio de la economía nacional.

Hoy ya se venden hechas en los supermercados. Me gustaría que viesen cómo me quedan. Ya he aprendido todos los pasos con precisión profesional: picar la cebolla y la patata, en esta época hay que añadir un calabacín del huerto, frito al margen; batir el huevo y dar la vuelta, dar la vuelta, que valga la repetición, con el riesgo de su caída.

Pero cuánta ilusión ponemos en los hogares españoles para hacer nuestras tortillas. Hoy es un lujo, hasta hay concursos, siempre comparando y compitiendo.

Y traigo esto a colación, lo de las tortillas españolas, porque saborear una tortilla es como saborear la vida misma. Tenían que ver con qué placer se la come mi nieta sabiendo que su abuelo la ha fabricado con el mayor esmero posible.

Y así tenían que ser todas las actividades sociales, económicas, políticas y hasta religiosas. Tenían, deberían realizarse con ese deseo de agradar el paladar, de saborear los tiempos de elaboración, de presentar troceada para compartir y de acompañar de una buena conversación. Estoy seguro de que si las reuniones de los políticos se realizaran en torno a una tortilla compartida, regada con la ilusión de lo que simboliza su elaboración y componentes, daríamos la vuelta (como hacemos con la tortilla) a los resultados que proclamamos y pensamos.

Un placer, y que aproveche.