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Historia

La novelesca vida de fray Pedro de Orellana y cómo acabó encerrado en Cuenca

Nacido en Trujillo, mujeriego e inquieto, llegó a la capital conquense en 1531 donde la Inquisición intentó cortar sus alas vividoras

Pedro de Orellana se formó como sacerdote franciscano pero se quitaba y ponía los hábitos a conveniencia. / Pixabay

Fray Pedro de Orellana se formó como franciscano pero no fue muy amigo de los hábitos, solo se los ponía cuando le convenía y daba sermones para ganar algo de dinero. Persona de gran encanto y atractivo, era admirado por hombres y sobre todo por mujeres. Su vida inquieta le llevo por pueblos de España y ciudades de Europa y estuvo a punto de embarcar hacia América. Con 35 años y vestido de soldado, llegó a Cuenca, ciudad en la que siguió sus andanzas despertando la inquietud de la Inquisición que acabó encarcelándolo por sus mensajes luteranistas. Pasó las últimas décadas de su vida en la cárcel episcopal de Cuenca donde desarrolló una prolífica y admirada labor literaria de la que apenas han perdurado algunos escritos. Hemos contado su azarosa vida en el espacio El Archivo de la Historia que coordina Miguel Jiménez Monteserín y que emitimos los jueves cada quince días en Hoy por Hoy Cuenca.

La novelesca vida de fray Pedro de Orellana y cómo acabó encerrado en Cuenca

La novelesca vida de fray Pedro de Orellana y cómo acabó encerrado en Cuenca

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MIGUEL JIMÉNEZ MONTESERÍN. Con enorme ventaja sobre otras fuentes, muchos de los papeles guardados en los archivos de la Inquisición Española procuran a quienes los estudian hoy la sensación de tener al alcance una recata­da ventana abierta sobre la vida pasada. Aso­mados a ella, teniendo a la vista tan amplio y variado muestrario de peripecias humanas como el registrado en aquellos documentos, nítida se dibuja ante los ojos la trama del ordinario vivir de las gentes de otros tiempos. En consecuencia, sin atender tan sólo a la heterodoxia formal puesta de manifiesto en los comportamientos objeto de un proceso del Santo Oficio, nos es dado asistir al emotivo espectáculo del fugaz reaparecer a la existencia inteligible de esa legión de personajes ignotos, hundidos hasta aquel momento en el olvido, fuera de él un instante apenas, para sin tardar ocultarse en el recatado repo­so que a sus fenecidas existencias procuran los enrevesados rasgos de la caligrafía escribanil.

La lectura de aquellos procesos puede tal vez convertirse en una cautivadora aventura de acercamiento humano cuando, a vueltas de las fórmulas curiales, entre los testimonios de cargo y descargo, se tropieza con un pálpito de vida de vigor intenso. Con todo, la experiencia más grata suele aguardar al investigador cuando, atento, sigue el hilo del relato autobiográfico, hecho a su modo por los propios en­causados a instancia de los inquisidores. La mayor parte de tales “historias de vida”, consideradas incluso al margen del contexto judicial que las ahorma, dan la medida de su interés cuando, en una rápida sucesión de instantáneas sobriamente abocetadas, presentan, desafeitada y sin elaboración apenas, la particular cotidianeidad de cada acusado. Trabamos así directo contacto con las preocupaciones, creen­cias, sentimientos y afectos del humilde prota­gonista de la intrahistoria, falto por lo regular de voz propia. Posible es contemplarlo, sorprendido por unos instantes en la prosa del ordinario vivir, abocetada la autobiografía con fuerza gradual en la expresión, tramada y urdida aquélla con la del resto de personajes secundarios, entrecruzados a cada drama humano como en un trasfondo de distintos planos. Auténticos modelos de cuantos sujetos desfilan por las tan alabadas páginas realistas de nuestra literatura clásica, prestan vida a la vez tales documentos, haciéndolas asimismo verosímiles, a las escenas representadas en no pocos lienzos de género. Nada hay pues que sirva de mejor complemento ilustrativo para innúmeros episodios fruto de la imaginación artística, la cual, contemplada desde tal perspectiva, alcanza su auténtica dimensión al permitírsenos valorar de verdad el modo como la ficción ha logrado recrear la vida.

Actual palacio episcopal de Cuenca donde estuvo en el siglo XVI la sede de la Inquisición y las celdas donde estuvo preso Pedro de Orellana.

Actual palacio episcopal de Cuenca donde estuvo en el siglo XVI la sede de la Inquisición y las celdas donde estuvo preso Pedro de Orellana. / Cadena SER

Puede suceder además que, a vueltas con tales tes­timonios de la dura monotonía del vivir cotidiano en otros tiempos, relatados por sus mismos protago­nistas, de modo excepcional tropecemos con algún insospechado héroe cuya trayectoria personal destaca sobre otras debido a lo novelesco de sus episodios. Tras la primera lectura de aquellas confesiones, entusiasma la enorme complejidad del perfil humano intuido gracias a ellas. En el caso del personaje que aquí evocamos, la autobiografía por él dictada o escrita y sus eventos próximos sustentados en la documentación conexa, más se nos antoja fingido relato salido de alguna pluma inspirada que no histórica realidad, de cuyas implacables aristas hayan ido quedando prendidas, como en jirones, las ilusionadas esperanzas alentadas por un espíritu indomable, nacido para gozar de la libertad sin trabas. El destino le impuso, sin embargo, vivirla siempre a contrapelo, sufriendo la creciente aspereza de unas circunstancias sociales y políticas menos propicias cada vez al uso de la voluntad propia como guía de vida. Condenado por fin a un inusitado cautiverio de treinta años, en el lento transcurso de éste y con el favor de un relajo disciplinario tolerado, que sorprende no poco a quien conoce el particular rigor de la carcelería inquisitorial, fue redactada la mayor parte de la profusa obra literaria del maestro Orellana. Añadidos sus títulos a la confesión del preso, completarían el cuadro de tales labores los testimonios de muchos de cuantos, de muy diversas maneras, se beneficiaron fuera de ella del incansable trabajo del maestro Orellana en la cárcel. No obstante, y es sin duda muy de lamentar, de aquella enorme masa de papel, escrito a las veces compulsivamente, tan sólo dos breves Cancioneros han llegado a nosotros de manera fortuita, como prueba de convicción esgrimida contra el desobediente cautivo.

Vaya por delante que, pese y todo a sus luengos avatares de más de treinta años con el Santo Oficio, no parece posible considerar de suyo el “caso Orellana” un neto ejemplo de estricta rebeldía ideológica. En realidad, los choques disciplinares con la propia orden franciscana o los tropiezos con el creciente poder de la Inquisición se originaron, tanto en lo circunstancial de la temprana orientación a la vida religiosa, como en la reciedumbre de un carácter harto independiente, por completo enemigo de aquellas limita­ciones institucionales con las que desde muy pronto vino a darse de bruces su impetuosa personalidad llena de amor a la vida.

De hidalgo segundón a fraile bigardo

Hijo del caballero Peralonso de Orellana y de Ana de Herrera, vió nuestro poeta la primera luz en tierras extre­meñas un día de 1496. En Trujillo, su patria chica, fue coetáneo riguroso de los más afama­dos conquistadores y descubridores del Nuevo Mundo, oriundos de aquélla y el cercano entorno. Segundón de una familia hidalga sobrada de blasones y escasa de fortuna, bien pronto se estimó conveniente, para bien del linaje, encaminarlo hacia el estado eclesiástico. Así, al poco más que adolescente Pedro lo condujeron al de los fran­ciscanos de Zafra.

A partir de aquel momento, la vida del nuevo fraile, llamado en la religión Juan Buenaventura de Orellana, discurriría encarrilada por los trillados sende­ros marcados por la vida claustral y los estu­dios eclesiásticos ordinarios, previos a la recepción del orden sacro. Luego de residir sucesivamente en varios conventos de Extremadura y León, concluyó en 1519 la instrucción teológica, recibió en Toro la ordenación sacerdotal y en León cantó la primera misa el día de Navidad de aquel mismo año. Sus superiores le nombraron predicador, hecha cuenta del genio vivo y la despierta inteligencia de que ya entonces daría muestras. Tuvo enseguida enorme éxito popular de seguida en Alcántara, Ceclavín, Las Brozas o Cáceres y también un primer episodio de intimidad amorosa, preludio cierto de cuantos vendrían a jalonar después sus días. La favo­recida fue en esta ocasión, Beatriz de Chaves, una religiosa terciaria franciscana residente en la localidad cacereña de Acebo, lo que motivó el perentorio traslado a la salmantina Alba de Tormes del galán, para quien iba a comenzar de inmediato una intensa etapa vital, marcada por la aventura y el riesgo.

En el agitado episodio de las Comuni­dades de Castilla (1520-1521), que asimismo inquietó sobremanera a los frailes de San Francisco, Orellana, que entonces residía en Benavente, se puso al lado de cuantos como él eran tenidos por cristianos viejos, situándose con ello frente a quienes, declarándose conversos, optaron por apoyar el levantamiento rebelde. El desasosiego que en él habían hecho arraigar estas peripecias terminó por animarle a dar un paso decisivo Procuró pues embarcarse en Lisboa, presumiblemente para huir hasta algún otro país europeo donde vivir desconocido y con mayor desahogo pero, frustrado este primer intento de escapada, su natural colérico le impulsó a decir desde el púlpito, “mucho mal de judíos”, llegando incluso a criticar en sus prédicas al rey portugués Juan III por la tolerante actitud que a su juicio mostraba hacia ellos. Como resultado, vino por vez primera a dar con los huesos en la cárcel, ámbito que tan familiar habría de resultarle luego. Llegado el hecho a conocimiento de los hermanos de hábito, emprendieron éstos gestiones para sacarle de la prisión diocesana de Évora adonde fue llevado, pero, según contaría después,

porque no tuviesen los frailes que ver conmigo, tomé un pergamino y hize una bula falsa, falsando la firma y chançyllería d’un nunçio qu’estaua en Portugal, que se llamava don Martino, y dixe a los frailes que se fuesen con Dios, que no tenían que ver conmigo.”

Consideró entonces la opción de riquezas y poder abierta ante quienes optaban por la aventura de dirigirse a América. Luego de su triunfal acogida en la primavera de 1528 preparaba Cortés dos años más tarde su brillante retorno al recién conquistado Méjico y ofrecía sin duda esta expedición, a quienes en Castilla deseaban “ser más” y rehacer con holgura su vida, la oportunidad de lograr ambos objetivos. Demasiado impaciente; quizá entusiasmado de momento por el rotundo éxito popular que el púlpito le deparó en Jerez de la Frontera mien­tras duraba la espera del embarque en Sanlúcar de Barrameda, en Cádiz mudaría definitivamente el acariciado propósito de ir al Nuevo Mundo. Harto notorias sus liviandades, instado del provincial de Sevilla, le tomó preso el corregidor gaditano, porque “allí traxe mucha conuersaçión con mugeres”, y desde la provincia hispalense se le remitió a la suya para que, una vez le fuese tomada cuenta exacta del extravío de conducta observado en Andalucía, le reprendieran y castigasen como correspondía los superiores propios.

Tan pronto supo en el convento de Llerena que había sido expulsado de la orden, optó por volverse presto a la gustada holgura de Sevilla, pero varió Orellana el rumbo de sus pasos, dirigiéndolos hacia el renombrado monasterio jerónimo de Guadalupe, decidido a convertirse en predicador ambulante. Eran entonces todavía muchos los religiosos franciscanos que se movían libremente de un lado a otro, esquivando gracias al menester del púlpito el deber de residir siempre en un mismo convento observando la regla. Émulo de ellos, tuvo como primer cuidado nuestro fraile el hacerse con una una licencia oficial de viaje que le permitiera alojarse sin dificultad en cuantos conventos franciscanos hallase en el camino. De otro minorita recién llega­do de las Indias con quien trabó amistad en Guadalupe, obtendría el preciado permiso. Junto con éste, comenzó entonces a usar también de nueva identidad, al adoptar el nombre de aquél para quien primero había sido expedido el documento. Si el hábito pardo le resultaba desde hacía tiempo carga agobiante, abandonando escrúpulos, combinando cinismo y osadía, procuró aligerar cuanto pudo el lastre de las obligaciones religiosas, cuidándose en adelante de exhibir la condición de fraile tan sólo cuando ésta hubiera de procurarle algún provecho. Bien cara pagaría más tar­de esta decisión, aunque, de momento, conscien­te de la habilidad con que lograba entusiasmar a sus auditorios desde el púlpito, se resolviese a emplear tales dotes como medio de vida ordinario, ini­ciando entonces una afortunada andadura de clérigo giróvago la cual, con el favor de la extensa implantación territorial de la familia franciscana, habría de llevarle en una primera correría hasta Italia. Pasó primero por los con­ventos toledanos de Talavera, San Juan de los Reyes y Ocaña, desde donde se llegó al de Belmonte en Cuenca. A principios de noviembre de 1530 se detuvo unos pocos días en el vecino pueblo conquense de Castillo de Garcimuñoz, donde predicó más de quince sermones. Tampoco dejó de poner en juego el indudable atractivo que de su persona emanaba mien­tras residió en aquella localidad, alojado en la casa de una devota dueña apellidada “la de Salazar”, dedicado allí a la edificación de otras cuantas mujeres amigas de ésta. Marchó después a Valencia, al convento de Jesús, cuyo prior le proveyó para que pudiese trasladarse a Mallorca. Lo mismo hizo el guardián mallorquín, y consiguió así llegar a Marsella para proseguir más tarde el viaje en barco hasta alcanzar la costa italiana. Por tierra se dirigió entonces a Bolonia y Faenza. Allí obtuvo del superior general de los frailes menores, además de la rehabilita­ción de las censuras disciplinares recibidas, la explícita orden de que le fuesen devueltos los papeles personales y apuntes de sermones confiscados meses atrás por el provincial de Sevilla, imprescindibles como le eran si había de continuar el prometedor camino de predicador ambulante recién comen­zado:

para lo cual mandó al dicho frai Costancio que me hiziese una muy firme obediençia y él me la hizo, mandando al dicho provinçial, por obediençia y so pena de descomunión, me diese un libro escrito de mi mano, todo de sermones, que los frayles llamamos cartapaçio”.

En la Italia del norte, región próxima a Alemania, prolifera­ron por aquellos años los círculos filoluteranos a los que no fueron del todo ajenos los franciscanos; nada extrañará pues que, en su cercanía, al inquieto Orellana llegara a tentarle la idea de poner rumbo a tierras germánicas, animoso de hablar directamente con los principales conductores del movimiento reformador evangélico y obtener de aquella visita más cabal y precisa inteligencia del nuevo estilo de vida religiosa puesto allí en marcha. El progreso de su rebelde desobediencia a los votos regulares vendría a culminar por aquellas fechas y más apetecible aún que ser predicador ambulante debió mos­trársele la idea de olvidar aquéllos y casarse:

“Deseaua también mucho ver las opiniones leuteranas y verme con él [Lutero] y tuve muchas vezes pensamiento de me pasar en aquellas partes y [h]éllo dexado por nunca tener oportunidad; pensava tanbién dexar el ábito clerical y casarme, todo con mala intençión y mala opinión.”

Lo cierto es que, ya fuese por paradójica cortedad de ánimo o bien a falta de medios, nunca llevó a la práctica proyecto alguno nacido de elucubraciones tales. Mientras, lleno de dudas, vacilaba acerca de la vía a seguir, confesaría después cómo en Módena, “platiqué con algunos frayles las cosas leuteranas y las tomé de hecho”. La información así adquirida resultaba al cabo pertinente en grado sumo. Según manifestaría después de modo expreso, resumía en sustancia lo principal de la alternativa doctrinal luterana: justificación por la fe, explícito rechazo de indulgencias y sufragios por los difuntos, proclamación del sacerdocio universal, con expresa negación de la autoridad papal, y reducción al mínimo del septenario sacramental, con una singular referencia al “orden de los casados” para detrimento del valor de la vida religiosa consagrada.

Pertrechado pues de aquel bagaje de opiniones nuevas y resuelto por fin a no permanecer más tiempo en tierras italianas, el día de los Reyes, seis de enero de 1531, emprendió la vuelta a España en compañía de otros dos frailes menores, más o menos bigardos que él. Juntos hicieron ahora el camino por tierra, bordeando la costa mediterránea antes de atravesar la frontera de Aragón y pasar a Perpiñán, perteneciente entonces a este reino. En el convento franciscano que había extramuros de la localidad gerundense de Figueras predicó la Semana Santa – 2 al 9 de abril - y otros muchos sermones y para el mes de mayo, con la bolsa medianamen­te provista, hallamos a nuestro hombre y sus nuevos amigos en Barcelona. Allí, en la celda del maestro de novicios del convento donde fueron acogidos, robaron para los tres sayos y calzas. Ataviados como seglares, se llegaron pocos días más tarde a Valencia, donde tornaron a vestir el hábito de religiosos antes de ser recibidos por los franciscanos claustrales en su casa. Quedó en la ciudad del Turia uno de los compañeros de viaje; luego, en Requena, perteneciente entonces al obispado de Cuenca, se separó del otro. En este pueblo abandonaría, ya para siempre, Orellana el hábito francisco, trocándolo por unas ropas que, en opinión de los conquenses entre quienes pronto vino a morar, le daban aparien­cia de soldado. El mote ya no le abandonaría en adelante.

En Cuenca lo encon­tramos aposentado a partir del mes de agosto de 1531. Allí el peso de las circunstancias históricas torció, una vez más, el previsto curso de sus proyectos hasta el extremo de verse obligado a residir en adelante, casi durante el resto de sus días, en la ciudad que había pensado servirle únicamente como lugar pasajero donde proveerse en una breve jornada antes de seguir camino al encuentro de futuro más halagüeño.

Ilustración de Cuenca de Wyngaerde realizada en los años en los que Pedro de Orellana estuvo preso en esta ciudad.

Ilustración de Cuenca de Wyngaerde realizada en los años en los que Pedro de Orellana estuvo preso en esta ciudad. / Cadena SER

Demasiada libertad de vida y palabra

La estrecha dependencia del Santo Oficio le marcaría en adelante la vida; circunstancia im­pensada que, como a muchos otros españoles, sorprendería a Orellana cuando, alegre y confiado, creyese haber conseguido poner nuevo norte a la existencia, recuperada al cabo la libertad de conducta que las estrecheces conventuales le habían hasta aquel momento escatimado. En aquellos años iniciales del Quinientos, la Inquisición no había desarrollado aún todas las posibilidades que en su mecanismo se albergaban para poder servir a la Monarquía Católica. Experimentaba entonces el Santo Oficio hispano una renovada orientación, después de haber sufrido el breve lapso de abatimiento y crisis al que llegó en los primeros años del reinado de Carlos V, cuando, momentáneamente, parecía haber perdido ya sentido político la encarnizada per­secución de los judeoconversos, objeto de sus iniciales afanes. Demasiadas conexiones se descubrieron en aquel tiempo entre el movi­miento comunero, los círculos erasmistas y alumbrados -a los que se comenzaba a emparejar, sin demasiados distingos, con los simpa­tizantes de la reforma alemana- y los omni­presentes conversos, como para que no resur­giera con nuevos bríos el fervor de los defenso­res de la amenazada ortodoxia, identificada, desde luego, con una unitaria visión de la polí­tica.

Orellana, seguro de sí por cristiano vie­jo, despreocupado de sus irregularidades disciplinarias debió contarse entre los primeros españoles sorprendidos por aquel remozado Santo Oficio de más amplias competencias en horizontes doctrinales nuevos. En atuendo de soldado llegó nuestro hombre a la ciudad del Júcar y, pese a lo vil del porte, no faltaron estudiantes que le reconocieran y divulgasen la fama que, como brillante “maestro de púlpito”, le adorna­ba ya. Individuo de impulsos incontenibles, entu­siasmado como estaba con las primeras mieles de la recuperada libertad, prestó oído a los ruegos de quienes no dejaban de halagarle la vanidad y, sin dudar un punto, subió al púlpito del convento de las benedictinas, luego de haber mudado el traje seglar por unos mantos eclesiásticos que pidió pres­tados. Sabedor de que la dicha iglesia constituía lugar de cita para el más selecto auditorio de la ciudad, dispúsose a utilizar los más artificio­sos de sus recursos oratorios buscando hacer cundir entre aquél esa misma admirada sorpresa que has­ta entonces le había valido el aplauso de otros lugares. Las paradojas empleadas, las inquie­tantes ofertas argumentales encaminadas a probar mediante conclusiones teológicas los más disparatados o irreverentes asuntos, sonaron quizá en extremo libres a los oídos de algunos conquenses. No tardarían en llover sobre los inquisidores las denuncias contra el revoltoso Orellana. Los testimonios acerca de los sospechosos conceptos vertidos desde la cátedra, su excesiva desenvoltura, el habitual incumplimiento de las ordinarias obligaciones canónicas más elementales propias de los clérigos in sacris, la abierta y pública convivencia con muje­res -se acompañaba entonces de una amiga, llamada María de León, con la cual, sin recato alguno compartía mesa y cama -, fueron llegando hasta el santo tribunal, silenciosos y reiterados. No fue, sin embargo, la instancia penal de la heterodoxia la que primero quiso poner coto a sus demasías. Acu­sado de haber sustraído varias prendas de vestir y otros objetos en dis­tintas iglesias de la ciudad y en el convento de los franciscanos por cuyas dependencias habría merodeado, a la cárcel episcopal vino a dar con sus huesos. Por haber alegado a su ingreso la con­dición de fraile menor, logró ser conducido a la prisión del dicho convento de San Francisco, desde el cual, las denuncias de sus propios hermanos de orden, le hicieron llegar al cabo a manos de la Inquisición para no verse ya nunca más libre de ellas.

Violento e irreductible, vino a ser en el monasterio una seria preocupación para el superior, tanto como motivo de distracción para los demás frailes, quienes, sabedores de su fama y valía como predicador, frecuentaban la celda donde Orellana había sido confinado, puestos los pies en un cepo, dispuestos unos a aliviarle la aflicción y deseosos otros de divertirse escuchándole los exa­bruptos e injurias con que obsequiaba a sus custodios. Empero, cuando el insulto contra los inquisidores coronó las anteriores réplicas blasfemas dadas a las palabras de edificación con que algunos le iban a consolar, los del Santo Oficio terminaron por intervenir:

"tornó a decir, que los inquisidores eran putos y meresçían ser quemados y que Dios y los Santos Angeles y quantos estavan en el cielo, todos eran putos, y que no avía nadie bueno, sino los hombres, y después tornó a decir que no avía nadie bueno, si no era nuestra Señora y doña Catalina de Anaya, (...) dixo, mierda para vos y para los inquisi­dores y para Dios y para cuantos santos tiene allá; y que este testigo le tornó a reprender y dixo que lo iría a decir a los inquisidores. Y el dicho Orellana dixo que fuesen para putos los inquisidores y Dios y todos sus santos, excepto nuestra Señora que no tenía mancha ninguna".

Puede que sin haber aderezado sus extrava­gantes peroratas sacras con la inquietante mención de "Leuterio", más leve le hubiese sido la conclusión de la aventura inquisitorial. Pero la mezcla de herejía formal y práctica que en su persona se daba, venía a arrojar un precipitado en exceso corrosivo desde el punto de vista social, dificultando no poco el que una vida como la suya mereciera benevolencia a los jueces de la fe. La causa, iniciada ya de hecho hacía días con las aludidas denuncias, prosiguió después sin demora, procediéndose al traslado de Orellana desde San Francisco a las cárceles secretas del Santo Oficio, lle­vado a cabo los días finales de septiembre de 1531. En un arranque de sinceridad o de imprudencia puso las culpas de que se le acusaba a la cuenta de las ideas reformadas. Confesó haber sido ferviente parti­dario suyo durante un tiempo y aquí terminó de enredarse el ovillo, convertidas en certidumbres las sospechas de los inquisidores hacia el peli­gro que tal persona albergaba. De nada le valió manifestar su actual desengaño o el rechazo de los errores en que había vivido inmerso hasta entonces, ni tampoco aclarar lo infundado de los temores que sus protestas de contactos con Lutero pudiesen haber suscitado en los jueces de la fe.

El Consejo de la Suprema Inquisición, inicialmente cauteloso ante la posibilidad sugerida de que se encargasen los franciscanos de custodiarlo en alguno de sus conventos, confirmó en julio de 1534 la sentencia del tribunal de Cuenca, ordenando a éste,

“pues en la dicha orden no le quieren reçe­bir, segund dezís, póngase en la cárcel perpetua de la Inquisiçión, con presiones e con buen recaudo, con la mejor seguridad que pudierdes, e avisad al carcelero de la dicha cárcel que mire mucho por él para que no huya".

El sabor del mundo gustado apenas

Pocos años después, en abril de 1537, los mismos consejeros de la Suprema lo consideraron suficientemente recuperado para la causa de la fe, dándole por libre. Se le vedaba, eso sí, salir de los reinos de Castilla y León sin permiso y volver a residir también dentro de los límites jurisdiccionales del tribunal de Cuenca, esto es los obispados de Cuenca y Sigüenza, además del priorato santiaguista de Uclés.

Poco iba a gozar el último tramo de liber­tad exterior del que le fue dado disponer en la vida. Sin calibrar bien el auténtico alcance de las atribuciones penales del tribunal de la fe, creyó, entusiasmado con la recién estrenada franqueza, le iba a ser todavía po­sible continuar burlando su tutela, hurtándose a ella según antes había hecho con la del orden de los menores mien­tras fue fraile. Dado que no conocía otro oficio, estando aún en Valladolid, se atrevió a pronunciar varios sermones como medio para allegar algún dinero del que vivir, desobedeciendo la prohibición recibida de ejercer cualquier función sacerdotal. Obtuvo, poco tiempo después, autorización para predicar ciertas “bullas de San Sabastián” y, de pueblo en pueblo, una vez publicadas en Medina del Campo y sus alre­dedores, emprendió el camino de Zaragoza de­dicado a esta tarea. Los ingresos de su nuevo oficio resultaron tan magros que decidió hacer un alto en el camino. En compañía de una amiga cacereña a quien había conocido en la corte vallisoletana, llamada doña Marina Correa -harto aquejada del mal de las bubas (¿sifilis?), se había ofrecido a llevarla donde pudieran curarla- y un muchachuelo que les servía de paje, a Berlanga y Atienza puso entonces rumbo nuestro personaje. La manifiesta intimidad -“dormían cada noche juntos en una cama”- que entre el autonombrado maestro Don Martín de Orellana: “un hombre alto y rezio y el rostro cariharto y la barba roxa y está calbo” y su vistosa paisana había: “hera de buena arte y bien hablada y de hedad de hasta treynta años y muy fresca y tañía una bihuela y publicamente estaba y paresçía en la dicha su posada donde el dicho maestro estaba, delante todos los que yvan a visitar al dicho maestro”, no dejó de escandalizar mucho, por otra parte, a quienes le oían predicar en las iglesias de los lugares dichos. Tal y como solía suceder cada vez que Orellana se manifestaba en público, la agitación producida por todas estas declaraciones y contradicciones subió tanto de tono que el marqués de Berlanga se vio en la necesidad de informar a la Inquisición acerca de ella y de que su motivo principal residía en el descrédito en que estaba cayendo el tribunal de la fe por aquellos pagos, a consecuencia de las manifestaciones de un intrigante predicador.

Los jueces de Cuenca que, alertados por el Consejo de la Suprema, le andaban ya tras los pasos, pudieron finalmente poner de nuevo a fray Pedro en la cárcel en el mes de enero de 1538. Finalizaba así la vida fuera del mundo inquisitorial de nuestro héroe.

Escribir o morir de tedio

Aun a duras penas, poco a poco se fue habituando a su existen­cia, la cual discurría literalmente entre cuatro paredes -”la cárçel en que le pusieron es estrecha, que cabe algo más que su cama”-, mitigada en parte por una febril actividad literaria a través de la que buscaba canalizar sus angustias, procurando paliar la tremenda soledad en que había sido sumi­do. Al límite quizá de sus fuerzas, el 25 de febrero de 1545 solicitaba a los inquisidores,

“un confesor, Religioso francisco si puede ser, si no, sea dominico, con que agora hieneralmente me confiese, y de aquí adelante por lo menos una vez cada mes (...) con propuesto, sin estrema neçeçidad, de no me confesar con clérigo más, no siendo docto”.

En virtud de una discreta tolerancia de parte de los jueces y demás oficiales del tribunal, disfrutaba como único recurso comunicativo del que le procuraba la pluma y por ello pedía con lo anterior, no se parasen los califica­dores a considerar con demasiado rigor teológi­co los escritos que le habían sido hallados en la celda,

"porque padezco exceso de soledad, como considerarse puede et cetera. Yten digo que los libros que yo e dado gastar tiempo, ningún theólogo en ellos sería rediculoso, porque yo no los compuse (...) sino para contraminar los pensamientos de la soledad que son muy duros y más en tal lugar y con tanta dilaçión, pues lo que yo en theulogía y philosophía escrito tengo, en sermones y sobre el penthateuco, religiosos, grandes letrados, franciscos y dominicos lo tienen, que lo sabrán bien corregir y para mirar aqueso, basta un mero latino".

A pesar del duro confinamiento, gracias a aquellas benevolentes fisuras, más o menos oficiosas, toleradas al rigor del encierro del maestro, no habían olvidado del todo los conquenses, a tan insólito perso­naje. Con harta sorpresa de su parte, descubrirían los inquisidores que, escritas a petición de muchos de sus convecinos, circulaban por la ciudad las obras en verso de Orellana para solaz de los medios sociales más variopintos. Después de tanto tiempo y atentos a temas de seguro más acuciantes, habían considerado los jueces al cautivo en un segundo plano de interés, haciendo la vista gorda en lo tocante a su particular régimen carcelario, sometido al personal criterio del alcaide. Sólo volvieron a ocuparse de él algo sorprendidos cuando Antonio Ortíz, maestro de capilla de la catedral, les llevó al tribunal un “libro grande, de marca de pliego, escripto todo de coplas de mano y un quadernico dentro dél, escripto ansímismo de coplas”. Se trataba de un Cancionero que ya había circulado por la ciudad el verano anterior y el mismo Ortíz lo había visto entonces en la librería de Francisco López, donde se “auían sacado dél muchas cosas para monjas y para otras personas.”

Se supo entonces que Orellana “avía hecho las coplas de los offiçios que se hecharon a los señores de la dicha yglesia mayor el día de los ynoçentes próximo pasado” y que Ortíz había sacado copia asimismo de un cantar de los del libro que comenzaba, “Dale, que me tardo”, el cual “se cantó en una dançica que se hizo en la fiesta del deán, el día de los Reyes próxima pasada”. El maestro de capilla había facilitado cinco manos y media de papel a Orellana –esto es doscientos setenta y cinco folios de papel -, pero no halló en Cuenca los selectos cañones de cisne que éste le pedía además para tajar plumas.

La imagen que de la pesquisa subsiguiente a este descubrimiento y de otras posteriores ofre­cen las cárceles del Santo Oficio conquense resulta algo distinta de la habitualmente recibida. Con el paso del tiempo y la continua presencia, atenta su condición de religioso y letrado, pudo gozar Ore­llana, según parece, de un mitigado aislamiento. Instalado en él, con la referida aquiescencia, más o menos cómplice e interesada, de algunos oficiales del tribunal de quienes se habría ganado la confianza, no le era demasiado difícil disponer de algunos libros ni hacer llegar tampoco escritos suyos al exterior como hemos visto:

“Preguntado qué libros ha fecho y conpuesto después que está en las cárçeles, dixo que ha fecho un Cançionero general y un libro que se llama El cavallero de la fee y otro que se llama Çelestinica la graduada, todo de filosofía, y otro sobre los evangelios y epístolas e ynos que se cantan en la yglesia en todo el año y ha escripto sobre el testamento viejo y nuevo y fecho tres sermonarios, un santoral e un dominical y otra Çelestina qu’está en metro y ynfinitas farsas y el Salterio en metro y otras muchas cosas”.

Los regalos recibidos a cambio de sus composiciones por los destinatarios de ellas, contribuirían en lo posible a hacerle más llevadera la prisión, aliviando siquiera en parte su existencia miserable. Tales obras, insóli­tas en tales ambientes, por ser el tema de la mayoría de ellas exclusivamente literario, eran leídas, celebradas y difundidas en estudios, estrados y conventos de la capital, como el de las benedictinas: “y la dicha priora [Violante de Moya] por otra carta le respondió al dicho soldado y le envió una olla de conserva de naranjas y a demandar unas coplas para cantar en el coro.” Con todo ello, su oculta, mas no callada, presencia era un hecho social que trascendía los muros del encierro inquisitorial, tan estricto de ordinario en el secreto y la cautela respecto a cuanto en su interior acontecía.

Una pasioncilla senil y otros escarceos

Travesuras sin demasiado alcance en sí, hálitos del afán de libertad de alguien cuyo indómito carácter tan sólo en la literatura había hallado manera de dar fe de vida y un breve mundillo de jóvenes conquenses asiduos practicantes del cortejo, que en la poesía adecuada a él hallaban un divertido cauce comunicativo, aderezado en aquel caso con el aspecto transgresor de relacionarse clandestinamente con el maestro cautivo. Hé aquí los ingredientes principales del intrascendente episodio donde tomó pie Orellana para escribir las únicas composiciones que de él se conservan. Los hechos se produjeron durante el espacio transcurrido desde el verano de 1547 a los comienzos del de 1548. Luego, entre los meses de julio y agosto de este último año, llamados al tribunal, fueron a confesarlos sus protagonistas ante unos jueces inquietos por el escándalo que de la relajación disciplinar puesta así de manifiesto pudiera derivarse, de cuyo alcance real no terminaban de estar bien seguros. Lo que sí parece cierto es que, allí donde los inquisidores pensaron descubrir una peligrosa conspiración de fuga o argumentos para su descrédito, no había en realidad sino un pequeño enredo, fruto al tiempo de la coquetería femenina, una pasioncilla senil del maestro y el ánimo festivo de un grupo de jóvenes conquenses de buena familia, deseosos con todo ello de entretener el ocio. Que el final de la comedieta amargase un poco más aún los días del cautivo dependería otra vez del avisado celo de sus adustos custodios.

Ana Yáñez fue la protagonista incidental de la historia. y con ella algunos de sus más cercanos amigos y parientes, amén de las inevitables criadas, medianeras de rigor en este tipo de enredos. El día de Santiago, 25 de julio de 1547, Ana Jiménez, viuda a la sazón de Miguel Sánchez de Alcaraz, antiguo alcaide de la cárcel inquisitorial conquense, había recibido en la casa donde vivía con su madre Mari Jiménez, situada en los bajos del palacio episcopal, -en parte sede del tribunal y sus dependencias anejas, entre ellas lógicamente las cárceles-, a una sobrina de diez y ocho años llamada Ana Yáñez, hija de Isabel Yáñez y Pedro de Cañamares. La muchacha iba a pasar los meses siguientes en compañía de ambas mujeres.

La entrada a la casa del difunto alcaide Miguel Sánchez de Alcaraz se hallaba próxima al actual postigo de San Pablo, cercana quizá al ingreso que hoy tiene el Museo Diocesano de Cuenca y tenía un pequeño corral trasero al que se abrían las ventanas de alguna de las celdas de la cárcel secreta, la de Orellana entre ellas. Asomado, según tenía de costumbre, vería el cautivo desde su hueco a la doncella, le llamaría la atención con señas, y ésta, puesta a la ventana de la sala de casa de su tía, picada de curiosidad ante lo arriesgado e insólito de la situación, respondería a ellas, trabando una primera conversación, muchas veces reiterada después a escondidas de la familia. En cuanto a lo que hablaron, resultan poco elocuentes los documentos. Aseguraba Ana haberle oído decir, cuando ella le conminó a callar la primera vez que éste le dirigió la palabra, que el soldado no estaba “presso por hereje, sino porque sacó una moça y que es cavallero e que no tienen que ver con él los inquisidores, que presto le traheran el despacho para que salga de la dicha cárçel e que bien puede hablar con quien quisiere”.

Quizá prendado de la gentileza de la muchacha, deseara Orellana obsequiarla con algún presente y tomó ella coqueto pretexto en su devoción a los Reyes Magos para pedir al soldado,“le diesse unas coplas de los Reyes con unos villançicos”, encargo que éste realizaría al punto. Pocos días más tarde volvería a arrojarle desde sus ventanas un pequeño envoltorio que contenía “las lectiones de Job fechas en coplas”. Viendo en otra ocasión cómo se afanaba en aprender a escribir su amiga, por el mismo conducto aéreo, “le arrojó dos materias [muestras], diziéndole que escribiesse aquella letra, que era buena para mugeres; y otras vezes tanbién le ha arrojado por las dichas ventanas algunas cartillas en que venían escriptos en copla algunos chistezillos, que no los tiene y los rasgaba luego.” Para mayor halago de su aplicada musa y siempre de lo alto, hízole aún llegar el reverdecido galán, “dos espejos e unas escribanyas”.

Casi un año después vino a sumarse al coqueteo Jerónima de Guzmán, otra doncella de la misma edad, vecina de la casa donde Ana vivía, hija de Juan de Guzmán, quien, curiosamente, y para mejor perfilar los límites del minúsculo pañuelo donde aquellas personas se movían manifestó, “que a uno que llaman el soldado, que dizen está preso en ellas, que, aunque este testigo le truxo de San Francisco a las cárçeles del obispo desta çibdad y dellas se traxo a éstas, que no le conosçería”. Viendo a la joven, quizá en pago del desvío que la Yáñez le mostraba, manifestó, galante, Orellana “que ya no quería ser devoto de Sancta Ana, sino de San Gerónimo.” Como era de esperar de tan fácil pluma, escribió sin mucho tardar otras coplas, chistes y romances “para pasar tiempo”, “endereçadas” a la nueva amiga y ésta, agradecida, le envió a principios de mayo con dos de sus criadas una suculenta empanada de truchas, la cual, siempre por la ordinaria vía de “talegonçillo” y cordel, llegó hasta la celda del cautivo maestro.

Buscando a la vez ayuda material de sus clientes y posibles influencias cortesanas con las que obtener alivio, si no la libertad, en su encierro prodigó después Orellana de manera asombrosa sus trabajos del más diverso género y condición dirigiéndolas a los más variados personajes. Frustrado en tales propósitos, tan pronto los inquisidores indagaban en tan febril actividad, decidían anularle aquellas episódicas libertades que, habiendo hecho antes la vista gorda, se la permitían.

Por el mes de mayo de 1551, algunos de los obreros que trabajaban en la edificación del puente de San Pablo sobre el río Huécar, sorprendieron las varias idas y venidas de dos hombres hasta las traseras de palacio episcopal de Cuenca donde se hallaban entonces las cárceles “secretas” del tribunal inquisitorial. Puestos a diversas horas bajo las ventanas del edificio, recogían papeles que de arriba les tiraban y se iban luego a leerlos al abrigo de uno de los arcos en construcción, para después tornar aún al mismo sitio que antes y proseguir su comunicación con algún preso.

Uno de aquellos hombres era Sebastián Ramírez Sedeño, sobrino del que había sido obispo de Cuenca del mismo nombre cuatro años antes fallecido. El acompañante, a quien describió el mismo Orellana como, “un clérigo negrillo de mediana estatura que traýa un sonbrero a la cabeza y una ropa negra aforrada en peña [piel] de color verde”, era el preceptor, un licenciado, que en su casa tenía el hermano del canónigo. También reconocieron los carpinteros del puente al hombre de barba grande y cana que desde una lumbrera se asomaba sobre el tejadillo que allí cubría un cubo de la muralla. Se trataba del ya famoso soldado, preso continuo del Santo Oficio.

El inquisidor de turno, licenciado Pedro Cortés, quiso de inmediato averiguar qué había tras aquellas denuncias, ordenando a nuncio y alcaide registrar al punto la celda y persona de Orellana. En ella, además de algunos libros, mucho papel en blanco, tinta y avíos con que fabricarla, los consabidos talego y cordel para la comunicación exterior, algunas herramientas y las inevitables coplas, -lo que era más grave- hallaron aquellos, dentro de una bolsita, colgada al cuello del maestro, una llave “contrahecha” de la segunda puerta de la celda y un envoltorio de cartas escritas de su mano y de otras personas.

Llamado a declarar acerca de “las flaquezas e cosas que por él han passado y con quien las ha tractado y comunicado”, vino a dar cuenta el Orellana de quienes habían sido sus interlocutores y corresponsales a lo largo de los últimos dos años. El deseo de aprovechar la habilidad literaria del antiguo fraile les había aproximado hasta la cárcel o sus inmediaciones, contando siempre con la tolerancia cómplice de algún alcaide. Al preso parecía irle la vida en aquella febril actividad, tanto como la confianza en que, validos del apoyo de sus amos, intercederían aquellos clientes en la corte hasta lograr la revisión de su caso.

Física y espiritualmente se ahogaba dentro de su celda nuestro hombre y en un arranque de aquél firme carácter suyo, clamando por sobrevivir, sano aún de mente y cuerpo, se dirigió al tribunal con este conmovedor alegato donde daba cuenta del deprimido estado de ánimo al que la acrecida dureza de la prisión le había conducido:

“Dixo que él está en lo último de toda la miseria humana, porque ha veynte y dos años que está aquý, cosa nunca oýda ny escripta; y los honze dellos solo; y que, segund Santho Thomás y los doctores theólogos y philósofos, la soledad es lo último de la miseria; y el dicho su aposento ser tan estrecho que apenas puede caber en él un hombre, ny estar syno hechado en la cama; y que la soledad y açedia [tristeza, angustia] es amiga de desesperaçión, juntamente con la malencolía; que en los demás, él, por çierto ha seýdo tratado de sus reverencias con mucha humanidad y benignydad, pero que en lo de la estrechura de su morada no se puede considerar cosa más ynhumana y qu’él de su natural es tan sanguyno y colérico y muy congoxado; y que cosas semejantes, por ynclinar a los hombres a begnivolençia se tienen de ponderar lo más que se supiere.”

Le respondió el tribunal recordándole su reiterada rebeldía y, para prueba irrefutable, realizaron una investigación a fondo con el fin de aclarar cómo había llegado a manos de Orellana la copia de la llave que abría el aposento interior de la celda donde le habían recluído. Adustos y rigurosos, aún reprocharon a Orellana los jueces haber perdido el tiempo, dando además mal ejemplo y doctrina con tan frívolos escritos, “que tocan a torpedades de obras de honbres con mugeres y otras profanidades” en nada acordes “con la hedad de su persona e su religión e hórdenes”.

Tedio, melancolía y locura

Interminables en su monotonía debieron transcurrir los siete años siguientes, sin que los documentos se hagan eco de ningún nuevo acontecimiento transgresor protagonizado por Orellana, bien a causa del celo mayor de sus guardianes o porque los achaques y la desgana hubiesen venido a minar las anteriores firmezas del maestro. Hasta febrero de 1558 no hallamos constancia de que todavía estaba vivo en la patética petición donde otra vez solicitaba se le aliviase el aislamiento que tanto le hacía sufrir, enfermo y achacoso como estaba. Deci­dieron entonces los inquisidores poner en cono­cimiento de la Suprema el asunto y ésta les autorizó a sacarlo de su estricto encierro:

“atento la edad que tiene y sus enfermedades y los inconvenientes que podría aver de tenerle donde agora está, ha pareçido remitiros que le pongays en la parte que mejor os pareçiere que convenga, para que él pueda estar algo más consolado y se pueda dél esperar mejoría de su conçiençia y vida.”

Quizá mostrara el maestro algún síntoma de mayor desequilibrio psíquico o deterioro mental que antes, fruto de la inexcusable congoja que le presidiría los días, y a ello aluda aquel “malestar de conciencia” referido por los del Consejo. El lugar elegido para trasladarle fue la cárcel perpetua, donde se aplicaba a los presos ya reconciliados un cierto régimen abierto, autorizándoseles a trabajar fuera para mantenerse, o a salir a misa a las iglesias más cercanas. Orellana podría, en consecuencia, asistir a los oficios en la cercana parroquia de San Juan o en el también próximo convento trinitario de Nuestra Señora del Remedio. En una plática hecha en la sala del tribunal a mediados de marzo le manifestaron los inquisidores cómo la compasión les movía a aliviarle del trabajo padecido hasta allí en las cárceles secretas, trasladándole a la de la penitencia para poner a prueba la autenticidad de su arrepentimiento. A continuación, le amonestaron guardara recogimiento y se abstuviese “de escreuyr cosas profanas ny perjudiçiales y de tratar de las cosas que en este sancto officio por él han pasado e visto.” Sumiso y agradecido, prestó juramento el maestro, quien quedó encomendado a la custodia directa del fiscal, el bachiller Serrano, quien vivía en un aposento de la cárcel perpetua, sita en la calle de San Juan.

Poco había de durarle aquel último sosiego. Si a fray Luis de León se le cayeron “como de entre las manos” sus “obrecillas” poéticas, no debía tampoco serle fácil a Orellana dejar de producir las suyas. Justo una semana después de instalado en su nuevo domicilio, fue conducido a presencia de los inquisidores García del Riego y Miguel del Moral quienes, luego de amonestarle severamente, le prohibieron escribir

“cosa nynguna, aunque sean coplas ni sermones, farsas ni motetes, ny cartas, ni otro género de escriptura, en latín ny en rromançe (...) ny dé ny muestre ninguna cosa de todo lo que hasta aquí tubiere escripto a ninguna persona, e que tan sólo se ocupe en lo que toca a la saluaçión de su ányma.”

De otro modo, le tornarían a su anterior encierro. Defendióse el maestro como pudo sin la acritud ni la cólera contenida de otros tiempos. No se trataba ya sólo de dar respiro al alma en aquella ocasión. Era verdad que había dado “piezas del Santísimo Sacramento” a unos estudiantes, pero lo había hecho convencido de tener para ello licencia del tribunal. Carente de cualquier recurso personal, con estos trabajos conseguía “poderse socorrer en algo, así para poderse bestir, que salió desnudo, como para su mantenimiento”. La verdad es que cuando se hicieron averiguaciones aún debieron sorprenderse, como nosotros, los inquisidores ante la fecundidad literaria del autor y el indudable éxito social de sus obras. Tan pronto se supo del traslado del “soldado” a la cárcel perpetua, llovieron sobre él las peticiones de farsas, danzas y entremeses para representar en Pascua de Resurrección y el día del Corpus. Criados de canónigos eminentes, músicos de la catedral, artesanos del textil y empedradores, estudiantes, los frailes de la Trinidad, las monjas de la Concepción y las benitas, habían recibido distintas piezas sacras, principalmente eucarísticas. No cabría esperar de todo ello composiciones de especial calidad, dada la avalancha de peticiones, pero tampoco carecerían de ingenio al menos farsas como aquella que trataba “del juego del axedrez, aplicado al sacramento”.

Ni siquiera en su vejez perdonaron las pode­rosas razones históricas a aquel hombre viejo y agotado que no cejaba, con todo, en su empeño de no morir al mundo, comunicándose con él y sus gentes siquiera a través de la literatura de carácter religioso. No cabía ya variación en régimen con el que a lo largo de los años habían sido toleradas sus desobediencias y poco le duró por ello la reciente moderación en el rigor carcelario de que había venido siendo objeto. A los tres meses de su salida de ellas, mediado mayo, era de nuevo reconducido a las prisiones secretas. El celo profesional y la particular severidad mostrada por los inquisidores en aquella hora de tan ardua coyuntura histórica vendrían, como en el resto del reino, a cerrar filas, amargando definitivamente a nuestro autor el ya breve resto de sus días:

“agora, informados de su pernyçiosa y peligrosa conversaçión e los grandes peligros e ynconvinyentes que della podrían resultar en las personas con quyen conversase, mayormente en los simples e de poco saber y lo que tanbién a resultado de çiertas obras del dicho maestro que después de su traslado dio a çiertas personas, y cómo no guardó lo que por sus reverencias le fue mandado al tiempo que le sacaron de las cárçeles y después, atento que agora se an descubierto en estos reynos muchas personas que tienen opiniones luteranas, de que este reo es acusado, y porque se a de çelebrar acto de la fee dentro de tres días [15 de mayo de 1558], donde resultarán reconciliados de las mismas opiniones de Lutero”.

Absolutamente impedido de comunicación alguna dentro ni fuera de la cárcel, el proceso de quebrantamiento de su indomable espíritu llegaba al final. El hombre jocundo y vital que casi treinta años atrás -en 1531- había entrado en poder del Santo Oficio se había convertido en un anciano extenuado de cuerpo y mente destruida que el 23 de diciembre de 1560, con sesenta y cuatro años, se hundía sin dejar rastro en la nebulosa del mundo de pesadilla que albergaban los muros del Hospi­tal de Inocentes de Toledo, un manicomio fundado por el nuncio Francisco Ortiz hacia 1483 y regido allí por el cabildo catedral. Leviatán reinaba ya invicto sobre aquella piltrafa humana.

Paco Auñón

Paco Auñón

Director y presentador del programa Hoy por Hoy Cuenca. Periodista y locutor conquense que ha desarrollado...

 
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