El callejero histórico de Manuel García Parody. Las calles Juan Tocino y Arrancacepas y el 'Motín del hambre'
Callejero histórico de Córdoba de Manuel García Parody. Calle Juan Tocino y Arrancacepas.
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Las calles Juan Tocino y Arrancacepas, ubicadas en Las Costanillas y Santa Marina, hacen memoria de dos de los líderes del llamado 'Motín del hambre'. Y así explica el suceso el historiador Manuel García Parody en Hoy por Hoy Córdoba.
A primeras horas de la mañana del lunes 6 de mayo de 1652, los feligreses que salían de la primera misa en la iglesia de San Lorenzo se toparon con una mujer del barrio, de ascendencia gallega, que llevaba en sus brazos a su hijo de corta edad que ya mostraba en su inmovilidad la rigidez de la muerte. Según ha contado Juan Díaz del Moral “…las mujeres del barrio corrieron indignadas y frenéticas increpando a los hombres por su cobardía e incitándoles a acabar con la injusticia y la iniquidad. Los hombres se armaron con cuchillos, chuzos, alabardas y hachas y se dirigieron en tropel a casa del corregidor [… ] El grupo, cada vez más numeroso, siempre acompañado y alentado por las mujeres, recorrió las calles […] asaltó casas y graneros y se llevó el trigo”.
El motín estaba en marcha como una protesta desorganizada y sin planes concretos. Dos hombres llevaron la voz cantante: Juan Tocino y el Tío Arrancacepas, cuyos nombres figuran hoy en la toponimia del cordobés barrio de Las Costanillas. El corregidor, vizconde de Peña Parda, se vio obligado a buscar refugio en el convento de los Trinitarios tras el saqueo de su casa. Muchos nobles y prebendados eclesiásticos hicieron lo propio en lugares sagrados mientras los amotinados formaron grupos armados en San Nicolás de la Axerquía y San Lorenzo y empezaron a llevar a esta iglesia el trigo que habían recuperado de los graneros donde lo acaparaban los nobles.
El obispo Pedro Tapia, hombre ya anciano, quiso poner su autoridad moral para apaciguar los ánimos de la ciudad. Pero de momento no logró conjurar el motín. Por ello ordenó a los frailes de los conventos que patrullasen las calles para evitar asaltos y calmar a los más excitados.
El día 7 de mayo Córdoba siguió bajo el control desorganizado de los amotinados. Continuaron los asaltos a las casas de los aristócratas y a los graneros que poseían los cargos eclesiásticos. Conforme avanzaba el día se extendieron rumores de que el marqués de Priego se acercaba a la ciudad con un contingente armado para poner orden, por lo que los sublevados se dedicaron a colocar controles en las entradas de la población. El miércoles 8 de mayo la situación no había cambiado y muchos vecinos recorrían las calles de Córdoba con el grito habitual de ¡Viva el Rey y muera el mal gobierno!
Las causas que generaron el motín de Córdoba fueron varias: la persistencia de una continua crisis de subsistencia agravada tras varios años de pertinaces sequías, el incremento de la presión fiscal sobre las clases populares –los privilegiados, nobleza y clero, estaban exentos de la tributación- y la venta de baldíos para sufragar los ingentes gastos de una Monarquía. Los baldíos eran tierras comunales cuya explotación paliaba levemente la situación de las gentes menos favorecidas. A esto hay que añadir la peste que provocó una terrible mortandad en todo el territorio de Castilla y particularmente en Córdoba hasta el punto de que entre 1648 y 1650 uno de cada cuatro habitantes había perdido la vida en la epidemia.
Poco a poco las gestiones del obispo Tapia dieron sus frutos. Tras reunirse con los pocos regidores que no se habían escondido o huido, el Cabildo eclesiástico y los priores de los conventos propusieron que se designara a Diego Fernández de Córdoba, caballero de la Orden de Calatrava y señor de la Campana, como nuevo corregidor. Era un hombre bondadoso que concitaba simpatías y respeto en la mayor parte de las clases populares y que, tras meditar la propuesta que le presentaba la autoridad religiosa, la aceptó. El nuevo corregidor, cuyo cargo fue ratificado por el rey Felipe IV, logró que la Corte autorizara un libramiento de 100.000 ducados para poder abaratar las subsistencias. Esto, y la promesa de no tomar represalias contra los amotinados, contribuyó tranquilizar la situación. Pero a nadie se le escapaba que aquello era una calma tensa.
Unos días después un caballero llamado Felipe Cerón tuvo un altercado con algunos de los que participaron en la revuelta que se saldó con la muerte de uno de ellos. Inmediatamente se movilizaron 2.000 cordobeses que a punto estuvieron de devolver la ciudad al caos. El obispo y el corregidor propusieron un nuevo perdón general, que incluiría a Cerón, sin que las gentes lo aceptaran. Sin embargo el conflicto se conjuró porque el efecto del abaratamiento tranquilizó a muchos y porque la revuelta carecía de una dirección eficaz para mantener la lucha.