El parto de junio

Morón de la Frontera

En junio el agricultor asiste extasiado al parto de los dioses: la espiga que se dora, el huerto que crece haciendo puntear los diminutos y tersos pimientos, puliendo los encendidos tomates, otorgando a las berenjenas su definitivo color Nazareno, moldeando en una redondez verde y exuberante a la higuera que se puebla de deliciosas lágrimas azucaradas. El agricultor sabe por experiencia y sabiduría de la condición de bisagra que atesora el mes de Junio. Bisagra sobre la que se bambolean suaves alientos crepusculares que sazonan ya irrefrenablemente los milagros fraguados a fuerza de callos y camisas empapadas.

Hay cosas que el agricultor comprende de un modo instintivo y sabio, que le abren los ojos sobre ciertos misterios, pero que, sin embargo, jamás podrá explicar racionalmente. Pero no importa, al igual que con tantas otras vicisitudes, el agricultor sí sabe que la sandía que cruje sin trucos es aquella que se le mete la navaja en julio, que el membrillo que huele a gloria solo entrega su verdadero tesoro en noviembre. El agricultor sabe que los alumbramientos del campo no admiten cesáreas si se quiere gozar de vástagos sanos y fuertes. El que acelera el parto de junio solamente logra matar un sabor, condenar un color, alterar un olor.

Junio, en su ubérrimo parto, rasga ya definitivamente el velo del verano, y conjura las cosechas en un tiempo y un espacio `purificados en el exorcismo de candelas que se consumen bajo la advocación de San Juan. En junio echan los abanicos sus alas a volar removiendo en sus vaivenes los perfumes adormecidos en acicalados arriates, de corona aromatizada, de pies de agua y alma de fértil mantillo. Junio abre el tarro de sus esencias y nos enseña que las prisas no son buenas consejeras, que todo llega a su debido tiempo, y que todo necesita de su horno, de su leña y de su fuego.