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Beatas, monjas, frailes y clérigos: la historia de los conventos de Cuenca

La sociedad y los eclesiásticos, las fundaciones, los primeros conventos de la ciudad y su evolución hasta la revolución liberal

Convento de San Pablo, hoy Parador de Turismo, en la hoz del Huécar de Cuenca. / Diego Albaladejo

Cuenca

En el espacio El Archivo de la Historia que coordina Miguel Jiménez Monteserín y que emitimos los jueves cada quince día en Hoy por Hoy Cuenca, nos adentramos esta vez en la sociedad eclesial para conocer algo más acerca de los frailes y monjas, de los monasterios y conventos, de su creación y evolución a lo largo y ancho de la provincia de Cuenca.

Beatas, monjas, frailes y clérigos: la historia de los conventos de Cuenca

Beatas, monjas, frailes y clérigos: la historia de los conventos de Cuenca

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La sociedad y los eclesiásticos

MIGUEL JIMÉNEZ MONTESERÍN. No faltan los edificios, mejor o peor conservados, vestigios de la vida religiosa comunitaria en tierras conquenses. Sin embargo, en muy pocos de ellos permanecen los miembros de alguna orden y van siendo estos cada vez más escasos. Siglos atrás, del medievo a los tiempos modernos, fue instaurándose aquí la vida monástica en el contexto histórico de una cultura expresamente cristiana y de una sociedad cuyos valores, inspirados por ella, señalaba un escalón jerárquico destacado a quienes desempeñaban una función religiosa, ya fuese esta de carácter pastoral o bien mediadora como “orantes”. La tarea de acercar lo sagrado a las gentes ha asegurado prestigio y autoridad a los miembros del clero, formalmente liberados del trabajo común en consecuencia. Por vías distintas se les ha remunerado el dispensar la gracia divina a través del cauce de los sacramentos, garantes de la salvación, tanto como interceder por vivos y difuntos en la cotidiana oración litúrgica. Agraciados al fin por un peculiar estatus social privilegiado, gracias al expreso enunciado jurídico, sustento de la sociedad estamental: defendida de sus enemigos terrestres por las armas de los nobles, auxiliada por Dios en sus angustias de todo género gracias a las oraciones de los eclesiásticos y mantenida al cabo en lo material por los impuestos y las rentas provenientes del trabajo de la mayoría así protegida por los otros dos grupos.

Los componentes del clero se inscriben en una precisa organización de alcance universal cuya jerarquía se remonta por grados hasta el supremo vértice, ocupado por el papa de Roma. Adscritos a una diócesis, legitima el obispo, puesto al frente de ella, las tareas propias de los clérigos seculares a quienes confiere el sacramento del Orden en sus diversos grados. Atribuye la jurisdicción parroquial a algunos sacerdotes, autorizándoles administrar el resto de sacramentos a los fieles. En las edades Media y Moderna hubo muchos clérigos sin tarea pastoral, ocupados tan sólo de celebrar misas funerales y rezar por los difuntos de aquellas familias que habían destinado bienes y rentas para erigir las capellanías que les procuraban sustento.

Fachada actual del convento de las Petras (a la derecha) en la plaza Mayor de Cuenca, espacio en el que se realizaban los autos de fe en los siglos XVI y XVII.

Fachada actual del convento de las Petras (a la derecha) en la plaza Mayor de Cuenca, espacio en el que se realizaban los autos de fe en los siglos XVI y XVII. / Cadena SER

Los religiosos

Los religiosos, hombres y mujeres, por vivir sometidos a una norma de vida común de carácter particular, componen el segmento regular de la Iglesia con un sistema gubernativo paralelo al de los eclesiásticos seculares, asimismo arbitrado al fin por la cúpula del poder romano. Se remonta, como es sabido, el primer monacato cristiano al siglo VI, pero han sido muy frondosas las ramas nacidas de aquel tronco a lo largo de las centurias siguientes. A las grandes órdenes medievales de monjes benedictinos y cistercienses, cada una con sus ramas masculina y femenina, se fueron sumando los canónigos regulares al servicio del culto en las catedrales o los cartujos, viviendo estos en común como ermitaños. En el siglo XIII llegaron los frailes mendicantes, franciscanos y dominicos, instalados de preferencia en las ciudades, donde hubo asimismo conventos de monjas adscritos a cada orden. Decayeron y se reformaron las órdenes antiguas. Luego, la necesidad de combatir con la predicación al adversario protestante, trajo en el siglo XVI la fundación de varias congregaciones de clérigos sometidos a la vida común como los jesuitas o los teatinos, con los que se los confundía a veces. Junto con los frailes formaron los recién llegados un conjunto de activos difusores de la doctrina católica reafirmada en el concilio de Trento (1545-1563). Vino a sumarse su labor pastoral a la del clero parroquial en orden a configurar la vertebración confesional de aquella sociedad, expresada en comportamientos morales normalizados autoritariamente, la práctica sacramental ineludible o las devociones colectivas dirigidas a la Virgen María, los santos tutelares y la Eucaristía.

Las fundaciones

Dicho esto, parece necesario señalar que la fundación de monasterios y conventos se ha realizado siempre en circunstancias históricas propicias, cuando lo material era capaz de sustentar la devoción permitiendo que las casas de religiosos cumplieran con su particular cometido. Garantizaban este las propiedades con que sus fundadores, nobles de ordinario, las dotaban, blasonando con tales donaciones, preocupados de impetrar además la misericordia divina para sí y los suyos antes y después de la muerte. Había asimismo normas civiles y canónicas que, por razones diversas, autorizaban o impedían implantar tales establecimientos. Conviene recordar por tanto la estricta prohibición de vender o donar tierras a los monjes establecida en el Fuero (II,2) del siglo XII, con el fin de evitar su instalación como señores en el ámbito jurisdiccional de la ciudad, así como la activa oposición mostrada por los arzobispos de Toledo a que en su provincia eclesiástica hubiese monasterios que pudiesen disputarles autoridad e ingresos. Su consecuencia fue que en Córcoles, localidad perteneciente a la diócesis conquense hasta mediados del siglo XIX, se fundara durante el último cuarto del siglo XII el más meridional de los masculinos perteneciente a la orden del Císter. Y no hay que olvidar tampoco la frecuente oposición municipal a la instalación de nuevos claustros en los siglos modernos por el temor de que su sustento posterior drenara demasiados recursos locales, derivando hacia ellas limosnas antes orientadas a satisfacer las necesidades de los menesterosos.

Vista panorámica del convento de San Miguel de las Victorias en el Estrecho de Priego (Cuenca).

Vista panorámica del convento de San Miguel de las Victorias en el Estrecho de Priego (Cuenca). / Juan Lozano Canales (www.priego.es)

Los primeros conventos en Cuenca

Debido con alguna probabilidad a la escasez y consiguiente carestía del suelo urbano y quizá también a razones de jurisdicción parroquial sobre los fieles y la consiguiente captación de ofrendas y mandas fúnebres, en Cuenca los primeros conventos de religiosos se construyeron extramuros de la ciudad. Hacia 1280 alzaron los franciscanos su primera casa en la manzana inmediata a la actual iglesia de San Esteban, otrora templo conventual dedicado al santo de Asís y cuya titularidad se mudó con la parroquia trasladada a él en 1852 desde las inmediaciones de la puerta de Valencia, donde aún es posible distinguir algunos de sus muros. Seguramente para paliar los efectos de la epidemia de peste que, como tantas otras europeas entonces, pudo sufrir en aquellos años la ciudad, casi un siglo más tarde, vinieron a instalarse aquí, en torno a 1352, los religiosos de San Antón. Éstos levantaron su hospital cerca de la ermita dedicada a la Virgen, junto al viejo puente de origen musulmán que allí salva el curso del Júcar. En 1385 los trinitarios edifican iglesia y convento no muy lejos, en los aledaños del puente que sobre el Huécar daba acceso a la llamada Puerta de Huete, próxima al ahora llamado "Edificio Palafox", en el arranque de la calle de este nombre. Los mercedarios, dedicados como los de la Trinidad a la redención de cautivos cristianos en manos de musulmanes, debieron alzar su primera casa en el paraje de la Fuensanta durante el primer cuarto del siglo XV.

Fueron las benedictinas las primeras monjas asentadas en Cuenca y quizá la condición femenina impuso en aquellos azarosos tiempos buscarles acomodo intramuros de manera excepcional, si bien lejos del centro de la ciudad, quizá también por la disponibilidad y baratura allí del espacio edificable. El monasterio fue fundado hacia 1446 a iniciativa de don Pedrarias de Bahamonde, que había sido canónigo de Cuenca y deán de Orense, tan pronto obtuvo la mitra de Mondoñedo (1445-1449). Vino a alzarse la casa en la porción inferior del espacio urbano inmediata al río Huécar, denominada a la sazón "Barrio Nuevo", junto a la Puerta del Postigo, sita ésta al lado del "Almudí" o alhóndiga del grano, mucho más tarde construido en aquel paraje.

Panteón de los Marqueses de Moya. Así se conoce a la iglesia del antiguo monasterio de los Dominicos de Carboneras de Guadazaón (Cuenca), el único edificio que se conserva de aquel convento.

Panteón de los Marqueses de Moya. Así se conoce a la iglesia del antiguo monasterio de los Dominicos de Carboneras de Guadazaón (Cuenca), el único edificio que se conserva de aquel convento. / Wikipedia

Medio siglo después, por juzgarlo socialmente útil de manera expresa, dos canónigos toledanos tomaron a cargo de sus respectivas fortunas alzar un nuevo claustro femenino. Eran conquenses y de elevada estirpe conversa ambos. Juan Pérez de Cabrera (+ 1519), protonotario apostólico nombrado por Alejandro VI en cuya corte romana vivió, era arcediano de Toledo y hermano del primer marqués de Moya, Andrés de Cabrera; Alvar Pérez de Montemayor disfrutó, entre otros beneficios, la tesorería de la catedral primada. Próximos seguramente a Cisneros los dos, quizás con la mira puesta en el amparo que aquellos muros podrían ofrecer en adelante a doncellas de su linaje y clientela, cuya presentación se reservaba Montemayor como patrono, optaron por ofrecer su iniciativa a la orden franciscana y dentro de ella a la familia concepcionista recién inspirada por la noble portuguesa Beatriz de Silva. Así hacían saber en 1498 a fray Juan de Tolosa, vicario provincial de la observancia franciscana en Castilla, cómo tenían “determinado de hacer un monasterio de monjas de la orden de la Conçebción de nuestra Señora en la ciudad de Cuenca, donde ay mucha nesçesidad dél.” Seis años más tarde, en 1504, extramuros, en el arrabal de los tintes y las tenerías inmediato a la Puerta de Valencia, comenzaba por fin la vida religiosa en la segunda casa de la orden recién fundada en Toledo. Destruido el primitivo edificio por un incendio en 1523, debió ser de inmediato reconstruido con ayuda de las limosnas recogidas en la ciudad, conservándose aún de aquella nueva fábrica la hermosa portada plateresca de la iglesia, obra de Pedro de Alviz.

Beatas y monjas

En cuanto a las religiosas Justinianas y su convento de la Plaza Mayor, dos iniciativas vinieron a converger para que, probablemente en febrero de 1509, fueran sentadas allí las bases de la vida comunitaria. De un lado, las protagonistas principales sin duda, anónimas y sin voz apenas. Un grupo de mujeres de Cuenca, escaso seguramente, decididas a compartir en algún momento de la segunda mitad del siglo XV un recogido estilo de vida humilde, dedicadas al trabajo y la oración en el ámbito doméstico. Beatas, sin sentido peyorativo alguno en el término, eran llamadas en Castilla aquellas féminas, unidas sólo por un ideal de perfección y piedad. Sin otra norma de vida que observar de manera directa lo esencial de los consejos evangélicos, estas mujeres caritativas, pobres trabajadoras manuales, se iban instalando de forma callada en diferentes ciudades europeas desde el siglo XIII.

Actual estado del monasterio de Dominicos de Villaescusa de Haro (Cuenca) tras la reciente restauración llevada a cabo por la Diputación de Cuenca y el Ministerio de Fomento.

Actual estado del monasterio de Dominicos de Villaescusa de Haro (Cuenca) tras la reciente restauración llevada a cabo por la Diputación de Cuenca y el Ministerio de Fomento. / patrimoniohistorico.fomento.es

Por lo que sabemos a partir de noticias mucho peor documentadas, otras beatas hubo también por entonces, al menos en Cuenca y San Clemente, convertidas en monjas después. La comunidad benedictina conquense, ya referida, nació en 1446 de un grupo previo compuesto de una docena de aquellas que profesaron todas el mismo día. Ignoramos quién pudo proponer la adscripción del nuevo cenobio a la norma benedictina, si el obispo fundador o el de Cuenca don Lope Barrientos (1445-1469), pero llama la atención que la dependencia canónica del monasterio fuese en adelante del prelado diocesano y no de la orden de San Benito. Ello evidencia que además de buscarse evitar con esta disposición cualquier injerencia jurisdiccional de algún monasterio de varones en el nuevo cenobio, controlándola de cerca, se lograría "normalizar" la vida de las antiguas beatas acogidas a él.

En la propia ciudad de Cuenca, también a comienzos del Quinientos se dieron otras iniciativas individuales de vida "eremítica urbana" pronto agotadas. Con el acuerdo del cabildo, varias mujeres se propusieron vivir perpetuamente "emparedadas" en una casa contruida entre dos contrafuertes sobre la catedral misma, en la calle que se dirige al palacio episcopal. Allí, a través de un hueco practicado en el muro podrían participar lejanamente del culto.

El convento del Rosal, en Priego

El convento del Rosal, en Priego / Gabriel Arias

En cuanto a las de San Clemente, sus comienzos, también cuando el siglo XVI nacía, fueron algo azarosos a causa del no muy ejemplar desencuentro en materia de control y gobierno de la comunidad que entre la primera fundadora -dueña de la casa donde juntas vivían- y el provincial de los frailes menores hubo, dado que estas mujeres había decidido adscribirse a la orden tercera franciscana. A partir de 1523, un legado testamentario les permitió reunirse otra vez en una nueva casa antes dedicada a hospital de pobres. Optaron por seguir siendo terciarias en lugar de clarisas, si bien continuaron dirigiéndolas los franciscanos de la villa a cuya iglesia acudían por carecer de una propia hasta 1606. Mudadas al cabo en religiosas clarisas, el año 1586 "tomaron estas beatas el velo, y asimismo hicieron el voto de clausura". No muy lejos, en Villanueva de la Jara, seis años antes, Santa Teresa hizo carmelitas descalzas a otras nueve piadosas beatas que allí vivían en comunidad singularmente igualitaria, "donde ninguna havía mandado, sino con gran hermandad cada una trabajava lo más que podía".

Religiosos y conventos en Cuenca

No cabe duda de que, tanto la buena coyuntura económica experimentada durante una buena parte del Quinientos y la subsiguiente acumulación de ganancias en manos de sus principales beneficiarios rentistas, laicos y eclesiásticos, como la petrificación del capital acumulado en este tipo de establecimientos, por razones de índole doctrinal y de carácter social asimismo, en las que no podemos ahora detenernos, explicarían que más de la mitad de los conventos (42) se fundasen en esta diócesis durante el siglo XVI. En el XVII y pese a sus tremendos aprietos, aún hubo fundaciones, si bien en muy menor número (12), todavía más reducido en el siguiente (4), cuando la piedad en demanda de intercesión se desvió de las comunidades monásticas para conducirse por derroteros institucionales más flexibles, directamente vinculados al patrimonio de las familias benefactoras.

En resumen, así se distribuyeron las casas: franciscanos, 18 de frailes y 11 de monjas 11; carmelitas, 7 de frailes y 3 de monjas; Jesuitas, 5; agustinos.5 de frailes y 2 de monjas; dominicos, 4 de frailes y 2 de monjas; trinitarios, 3 de frailes y 2 de monjas; mercedarios, 3 de frailes; benedictinos, 1 de frailes y 1 de monjas; cistercienses, 1 de frailes y 1 de monjas; canónigos santiaguistas, 1 de varones; justinianas, 3; antoneros, 1; Oratorio de San Felipe Neri, 1; Escuelas Pías, 1, de varones ambos.

Monasterio de la Concepción Franciscana de Cuenca.

Monasterio de la Concepción Franciscana de Cuenca. / Cadena SER

Resulta significativa la crecida presencia de los franciscanos, varones y mujeres, en sus diversas ramas con casi un cuarenta por cien de las casas. No lo es menos la muy testimonial de los monacales, benedictinos y bernardos, resultando ser el de Córcoles, como va dicho, hoy en Guadalajara y en la diócesis de Sigüenza, el monasterio cisterciense medieval más meridional en el ámbito castellano. Son de hecho los conventuales, muchos de perfil mendicante y orientación a la actuación pastoral directa, los religiosos varones cuya presencia prevalece. Destacaron también en la enseñanza con su oferta de estudios para alumnos externos algunas de las casas de mayor relieve de franciscanos y dominicos y, en especial las de los colegios de jesuitas, cuya ausencia desde 1767 apenas pudieron remediar los escolapios. En cuanto a las monjas, la mayoría más significativa se adscribe a la familia franciscana o a la reforma teresiana del Carmelo, siempre en relación casi todas con la rama masculina de cada orden. Había excepciones, sin embargo. Por especial razón las justinianas, temprano desligadas por completo de su vaga conexión con los canónigos regulares de San Giorgio in Alga, en la lejana Venecia, –suprimidos por cierto en 1688- y sometidas sus tres casas –casi las únicas de la orden entonces- a la jurisdicción del cabildo catedral las de Cuenca y al ordinario conquense las de Huete y Villaescusa de Haro. Del obispo dependían asimismo las benedictinas de Cuenca, las dominicas de Uclés, las concepcionistas Angélicas de Cuenca y las de Moya, las franciscanas Nazarenas de Sisante, las agustinas de Requena y las bernardas de Cuenca.

Los eclesiásticos y su número

Por lo que hace al número, en 1591, monjas y frailes sumaban 1.347 individuos, cifra muy próxima al conjunto del clero secular registrado (1.382). Sumados los efectivos de ambos cleros, el número de sus miembros suponía en las postrimerías del Quinientos algo más del uno por cien de toda la población del obispado. Así considerado el conjunto estamental, cabe observar que en la ciudad de Cuenca habría una exigua proporción de 23 habitantes por eclesiástico, reducida a 18 en la de Huete. A fines del siglo XVIII se distribuía así en cifras el clero conquense: 2.16 0 era los clérigos seculares, 1069 los frailes y 413 las monjas, lo que suponía un eclesiástico por cada 80 habitantes. La riqueza de la zona, así como la concentración de las rentas, haría que los religiosos se hallaran principalmente en localidades manchegas frente al resto de comarcas y se destacase mucho su presencia en Cuenca y Huete con catorce y nueve conventos respectivamente.

Como en el siglo XVI, los frailes continuaban engrosando en el XVIII el tercio del estamento y pasaban las monjas del veinte al trece por cien del mismo. Llama la atención el problemático futuro de las órdenes en aquel tiempo si se considera la escasa proporción de novicios que las cifras censales ponen de manifiesto, dado que eran muchas las casas donde no había ninguno. En 1787 suponían el 5,57% del grupo y tan sólo el 2,41% diez años después. Las novicias pasaron del 4,37% al 3,50%. No eran muy diferentes las correspondencias considerado todo el reino hispano: 4,39% para los frailes en 1787, 4,81 en 1797; 4% para las monjas en 1787 y 3,73 en 1797. No cabe duda de que esta situación podría explicar en parte el proceso de reducción de los efectivos del clero regular observado.

Disminuyen los frailes, aumentan los clérigos

Sin entrar en cuestiones de religiosidad o prestigio, cuyo examen dejamos para otro momento, desde un punto de vista estrictamente económico, no cabe duda de que, a las enormes dificultades materiales del siglo XVII, se dio una respuesta institucional desde la Iglesia postridentina netamente marcada por un desmesurado apoyo a la intercesión privada por los difuntos en clave de una piedad exequial, secularmente arraigada, reiterada y profusa por demás, apoyada sobre unos recursos materiales de magnitud creciente, destinados a clérigos sin otra función ni más tarea que aliviar con su asidua plegaria litúrgica los sufrimientos padecidos en el Purgatorio por los fallecidos de una concreta estirpe, ya fuese esta propia o ajena. Como respuesta a las precisas directrices de una catequesis claramente orientada en este sentido, no sólo vendrían a proliferar doquier las fundaciones de capellanías, sino que, con tal argumento, muchas familias blindarían alguna porción sustancial del patrimonio propio en favor de alguno de sus vástagos, poniéndola al amparo del estamento eclesiástico, siguiendo en ello un modelo de amortización previsora y solidaria paralelo al de los mayorazgos. Merced a esto, quedaría consolidado un crecido grupo de clérigos rentistas tanto más singular y relevante cuanto mayores fuesen las posibilidades económicas de los distintos territorios diocesanos donde residieran.

El número de los regulares se incrementó también a mediados del siglo XVIII, pero, al concluir este, los conventos de frailes y monjas habían entrado, según parece, en una fase donde sus efectivos se iban reduciendo de modo paulatino, síntoma seguramente de problemas más profundos. Entre las posibles causas cabría señalar al perfil general de los ingresos de los religiosos, asentados sobre la propiedad inmueble y sin participar apenas del diezmo, autentica columna vertebral de la renta del clero secular, sometida sin duda a fluctuaciones, pero más neta indudablemente. Los conventos asentaban su economía así en los bienes con que sus fundadores los hubieran dotado inicialmente como en las donaciones y limosnas recibidas más adelante de los fieles a través de cuantos métodos de acrecentar el patrimonio discurriesen los responsables de cada convento. No sabemos si se mostraría ya insuficiente para sustentar a sus respectivas comunidades la economía de las diferentes casas como consecuencia de las dificultades comunes experimentadas a fines del Setecientos, que repercutirían en el rendimiento neto del patrimonio monástico, cualquiera fuese su concreto régimen de explotación. Cabe también pensar además en un movimiento social más profundo: la decidida orientación entonces de las donaciones de inmuebles urbanos y fincas rústicas hacia miembros del clero secular, más o menos ligados a las familias bienhechoras, en detrimento de los intereses de las casas de religiosos, tanto varones como mujeres, cuyas haciendas habrían dejado de aumentar como consecuencia.

La Revolución liberal

Todo cambió por fin con el afianzamiento de la Revolución liberal iniciada en 1812. Razones políticas y económicas justificaron la exclaustración de los frailes en 1836. Convenía evitar que los religiosos apoyasen de manera decidida el carlismo manifestándose abiertamente hostiles a los liberales. Secularizados los legos, muchos de los sacerdotes exclaustrados pasaron a desempeñar tareas pastorales en las parroquias, remunerados como el resto de los clérigos seculares a cargo de los presupuestos del Estado. Los bienes propiedad de conventos y monasterios fueron desamortizados tras ser declarados Bienes Nacionales y vendidos para hacer frente a los enormes problemas de la Hacienda Pública, agobiada por una deuda enorme y obligada a sostener a las tropas enfrentadas con los sublevados partidarios de don Carlos de Borbón.

Una buena parte de las monjas quedaron en sus conventos o se vieron obligadas a trasladarse a otros cuando el número no justificaba la permanencia de una comunidad. Despojadas igualmente de sus bienes dotales, también las sostuvo en adelante el erario público.

Para otro momento queda examinar la suerte posterior de los edificios y sus bienes muebles, pero esa es otra historia.

Paco Auñón

Paco Auñón

Director y presentador del programa Hoy por Hoy Cuenca. Periodista y locutor conquense que ha desarrollado...

 
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