Opinión

Morir de pena

La Firma de Borja Barba

Morir de pena

Morir de pena

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Arcadio y Juana vivían juntos en su humilde casa de un pequeño pueblo de la Palencia más rural desde hace cerca de sesenta años. Era la suya una de esas viviendas que no son más que un humilde revoltijo de adobes, tejas y maderos, con alguna breve licencia en forma de material reciclado. Un matrimonio sin hijos ni familia directa, dedicados a las sufridas tareas del campo desde niños… prácticamente no habían conocido vida más allá de su reducido mundo. Un modesto caserío anaranjado y de calles con el pavimento descarnado por las heladas, en el que apenas pernoctaban una decena de vecinos fuera de las épocas vacacionales. De esos que huelen a humero en invierno y a pancetada en verano. Sin adelantos. Sin comercios ni bares. La única distracción, más allá de las faenas del huerto y el corral, la misa semanal a la que acudían con rigor. Solemnemente inamovibles. Ella en los bancos de adelante. Él detrás, al fondo, bajo el coro.

Arcadio y Juana, nombres ficticios para una historia real, apenas tenían contacto diario con nadie más allá de sus escasos vecinos. Ella y él lo eran todo el uno para el otro. Apoyo y confidente, compañeros de faenas. Y no necesitaban más de lo que tenían porque hace mucho que habían asumido que lo importante en esta vida lo veían satisfecho. Personificaban ese salto al vacío que sucede al amor erosionado tras años de convivencia, cuando lo racional acaba aniquilando la pasión. Entre los dos, habían hecho buena la afirmación del Coronel Aureliano Buendía: el secreto de una buena vejez no es otra cosa que un pacto honrado con la soledad.

Hace unos meses que Arcadio murió. Pasados ya los noventa. Una sucesión de achaques, probablemente escasas atenciones a las prescripciones médicas… Arcadio estaba cansado de vivir. De vivir aislado. De contar los años como el tiempo que pasa desde que el campo se agosta hasta que se hiela, cuando un veinte de mayo es siempre un veinte de mayo, igual al anterior e idéntico al del año próximo. Entregado sin resistencia a una vida sujeta a una monótona sucesión de hojas de calendario que van cayendo de la pared, arrugadas. Mes tras mes. Sin otro cometido que el de prender la trébede.

Fue entonces cuando Juana se quedó sola. Sola en el sentido abisal de la palabra. Sin su apoyo. Sin esa persona a la que había consagrado su vida y con la que había desafiado el frío, las penurias y todo lo que se pusiera por delante durante más de seis décadas. Sumergida en una soledad tan profunda que parecía no tener fondo y de la que ni las animadas partidas de brisca, para las que tan buena mano había tenido siempre, conseguían ya rescatar su ánimo. Juana no estaba enferma. Algún lógico achaque propio de sus ochenta y tantos. Cosas sin importancia. Pero su expresión era otra, distinta de la habitual. Ya no sonreía, dibujando decenas de surcos en sus mejillas. Ya no tenía esa tez morena y saludable, curtida por el sol castellano. Ya no le chisporroteaban esos ojillos vivarachos cuando le preguntabas por sus gallinas o su huerto.

Juana se murió ayer. O podría haber sido anteayer. En el fondo da igual. Murió de repente, como mueren las personas que parece que no van a morir nunca. Juana murió de pena. De soledad. De tristeza. Sus escasos vecinos, y algún sobrino venido de lejos para levantar sospechas, la han enterrado esta mañana. O puede que fuese ayer tarde. Ya reposa para siempre, en el diminuto cementerio al pie de la iglesia, junto “al su Arcadio”. En el pueblo ya hay otra casa cerrada más. Y esta es otra de esas historias que ocurren tan cerca de nosotros que nos resultan invisibles.

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