Presos del vandalismo
La Firma de Borja Barba

Palencia
Desde que allá por el año 455 de nuestra era el rey vándalo Genserico avanzase con sus huestes sobre una ya decadente Roma, saqueando y violentando todo cuanto quedaba de esplendor en la capital del imperio occidental, el concepto de vandalismo, evolucionado durante siglos y hasta nuestros días, se ha asociado a toda aquella actuación o actitud que destruye de forma deliberada lo bello y lo sagrado.
Pasear hoy por cualquier población, por pequeña y aislada que esta resulte, implica recorrer una completísima exhibición del destrozo. Callejear como quien pasea por las salas y pasillos de un Museo del Prado de la antiintelectualidad. Rindiendo culto a la ignorancia y silenciando el ruido de su audioguía mientras trata de ignorar basura, pintadas, mobiliario urbano deconstruido y zonas verdes convertidas en estepa siberiana. Hasta tal punto se ha naturalizado la presencia del incivismo entre nosotros que ha pasado a formar parte de eso que llaman paisaje urbano. Devaluando el espacio común para ahondar en el pozo de la egolatría, bajo la soflama de “ahí os dejo eso, para que os jodáis”. Dense un paseo por Palencia. O por prácticamente cualquiera de sus pueblos. Y, ya después, me cuentan.
Dejó escrito Pier Paolo Pasolini, reflexionando entre lo más degradado del Quarticciolo romano, que la juventud, presa de un modo de consumo superfluo, había alimentado el deseo de tener y poseer. Un deseo, ese de acaparar, siempre insatisfecho y que depositaba en los más jóvenes una perpetua sensación de insatisfacción que acababa desembocando en el estuario del vandalismo. Destrozando por arrebato, como los bárbaros de Genserico. La respuesta más barata y accesible a la rebosante infelicidad.
Ese impulso travieso, esas risotadas sin atemperar, ese zarandeo de rebeldía en forma de flores arrancadas, de papeleras pateadas o de ornamentación pública ultrajada no son más, me temo, que las consecuencias de una degradación moral trabajada con esmero durante décadas. Una regresión social enfocada en el individualismo más salvaje.
Quizá la gran duda, la incógnita que cualquier equipo de gobierno municipal desearía despejar, es la de la receta mágica para poner freno a ese vandalismo imperante y a esa normalización de la degradación. Y sospecho que lo harían a cualquier precio, como un ateo entregado a la oración más piadosa. Apelar al civismo con aires de reprimenda paterna no pasa de ser un mero eslogan. Y una fórmula, plena de intención pero huérfana de contenido, que ya solo sirve para señalar con el dedo y apuntar a otros como los responsables.




