No hay que buscar una fecha de inicio de las Fallas, como si se tratara de la fundación de un club de fútbol, porque no existe semejante registro. La costumbre de encender fallas —voz que procede etimológicamente de la palabra latina fácula, que significa «antorcha»— u hogueras en ciertos días del año es una práctica muy antigua que hunde sus raíces en los fuegos festivos tan extendidos en la cultura mediterránea para celebrar todo tipo de acontecimientos, desde rituales agrarios hasta fuegos solsticiales, como en San Juan o equinocciales como las Fallas. En ese largo proceso de evolución del ritual ígneo, la falla adquiere dos características fundamentales que la distinguen de otras ceremonias: tiene lugar en la víspera de San José, patrón de los carpinteros, coincidente con el equinoccio de primavera. Y añade el componente satírico por el cual el ritual se convierte en un ajusticiamiento simbólico de aquellos que transgredían las normas y las costumbres. Es decir, una simple hoguera de trastos viejos encendida en honor al Santo Patrón pasaba a ser una falla en el momento en que se coronaba con un monigote o ninot. Y es aquí donde está el quid de la cuestión: se queman porque el fuego es la parte esencial que actúa como elemento purificador y festivo a la vez. El pueblo festeja alrededor de la falla e incinera todo aquello que cree que sobra en la sociedad. Con este caldo de cultivo, las primeras referencias documentales a la práctica de plantar (que llamamos Plantà) y quemar fallas (que llamamos Cremà) la víspera de San José datan de la segunda mitad del siglo XVIII, aunque es en el XIX cuando, en paralelo a la revolución liberal y burguesa, empieza su imparable expansión. Estas fallas primigenias eran sobre todo satíricas y respondían a la expresión popular. En ellas encontrábamos humor, erotismo y mucha crítica política, social y moral, algo que nunca ha gustado al poder, y de ahí los sucesivos intentos de controlar la fiesta, primero usando la represión, la censura y los impuestos, y posteriormente mediante los premios, la forma más efectiva. En las postrimerías del siglo XIX, el Ayuntamiento de la ciudad decide otorgar premios a las fallas más artísticas, para en cierto modo castigar a las más sarcásticas. Nace entonces la falla artística y el oficio de artista fallero, que poco a poco va sustituyendo a los propios vecinos encargados hasta ese momento de realizar la falla. Durante el primer tercio del siglo XX las Fallas se convierten en la fiesta total de la ciudad, relegando a otras como el Corpus, que hasta entonces contaba con muchos más adeptos, y se empieza a expandir por otras localidades de la región. El turismo de los años 30 moldea la semana festiva, que acaba por completarse con los añadidos de cariz religioso durante la posguerra. Y es así como llegamos a las Fallas actuales, donde cada vez más la sátira brilla por su ausencia y las grandes comisiones buscan el premio a través de la fórmula del preciosismo y la grandilocuencia, cuando el verdadero espíritu de la fiesta siempre estuvo en lo popular y lo transgresor.