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'El feroz año de los tiros'

María Antonia Peña, rectora de la Universidad de Huelva

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'El feroz año de los tiros'

Para cuando estas líneas vean la luz, ya habrá pasado la conmemoración dispersa y polémica de los luctuosos sucesos del 4 de febrero de 1888. Ni siquiera para honrar uno de los momentos más dramáticos, complejos y expresivos de nuestra historia más reciente hemos sido capaces de ponernos de acuerdo los onubenses. Si sacamos los acontecimientos de su contexto, si nos conformamos con resaltar sólo algunos de sus aspectos, si nos obsesionamos con sustantivar y adjetivar vanamente los hechos o atraerlos a nuestra particular visión del mundo presente, nos exponemos una vez más a dejar en la desnudez y la superficialidad un episodio histórico del que, afortunadamente, cada vez sabemos más y en el que, tristemente, cada vez realizamos más amputaciones. Puestos a poner nombres y entresacar calificativos, permítanme decirles que, para mí, después de muchos años de investigación en archivos nacionales y extranjeros, el 4 de febrero es, sobre todo, una historia de ferocidad o, mejor dicho, de ferocidades: la ferocidad de una lucha económica entre los aprovechamientos agrarios y ganaderos procedentes del Antiguo Régimen y una depredadora explotación minera situada en manos del capital extranjero, pero también de las más conspicuas fortunas provinciales; y la ferocidad de una batalla política sin precedentes librada entre los caciques terratenientes y las empresas mineras, todos ellos afanados en hacerse con el control de una mano de obra que escaseaba y que además nutría ya las canteras del voto (a sólo dos años de la promulgación del sufragio universal masculino en las elecciones legislativas, éste operaba ya, desde 1882, en los comicios a la Diputación Provincial, esa magnífica atalaya desde la que se manejaban, entre otras cosas, las elecciones municipales).

Hay que añadir a éstas otras ferocidades: la ferocidad laboral del capitalismo decimonónico, que, en aras del crecimiento productivo y el beneficio sin límite, sometía a los trabajadores a muy precarias condiciones de trabajo, vida y remuneración, sin que el Estado hubiera articulado aún forma alguna de protección; la ferocidad tecnológica del XIX, que sumergía los avances técnicos y científicos en un boyante mercado de patentes y royalties que dificultaba que los métodos de producción más avanzados, inocuos y rentables pudieran ser de uso libre para todas las empresas (las patentes adquiridas en exclusiva por la Compañía de Tharsis no podían emplearse en Riotinto, aunque únicamente mediaban unos 60 kms. de distancia entre los dos establecimientos, sin afrontar costes que los accionistas percibían como inadmisibles); y la ferocidad informativa del conflicto, que hizo que ambos bandos –humistas y antihumistas- pagaran a distintos medios de comunicación para que hicieran bandera de sus respectivos intereses (la documentación privada de los líderes antihumistas y los fondos de la Rio Tinto Company Ltd. depositados ahora en los London Metropolitan Archives así lo demuestran), generando en cada parte fake news como las relativas a la inocuidad de los humos, su virtud como preventivo del cólera o la existencia de la mítica "telera monstruo".

Reservo un capítulo aparte para la ferocidad con la que se continuó la destrucción medioambiental que la comarca del Andévalo venía experimentando desde el siglo XVIII, encarnada particularmente en la deforestación masiva provocada por el marqués de Remisa entre 1829 y 1849 y en la expansión, por la práctica totalidad del área minera, de los distintos sistemas de producción que coexistieron en la época y que, todo sea dicho, la Compañía de Riotinto empleó también "ferozmente" en sus fábricas de Gran Bretaña y Francia. Y dejo para el final la peor, la ferocidad del ejército, capaz de disparar sobre una manifestación pacífica causando un sinfín de muertos. Esto también ocurriría, pero con menos víctimas, en la huelga general de Riotinto de 1917, no menos trágica, al fin y al cabo, porque prefiero pensar que en pleno siglo XXI no vamos ya a calibrar las tragedias y las injusticias según el número de muertos.

Me paro aquí, aunque podría seguir, porque el siglo XIX es, por encima de todo, un siglo feroz del que, por cierto, aún somos en buena medida fieles herederos.

Dice Nicola Gallerano, en un interesante artículo en el que reflexiona sobre el uso público de la Historia, que ésta se le antoja una "charca" en la que cada uno pesca el ejemplo y el dato que más le interesa. Al menos, por respeto a los inocentes que murieron el 4 de febrero de 1888 en la antigua plaza del ayuntamiento de Minas de Riotinto, deberíamos impedir que la conmemoración de este día se convierta en nuestra particular charca provincial.

 
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