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El relato de los niños que se salvaron de la caída de la torre de la catedral de Cuenca

El 13 de abril se cumplen 116 años del derrumbe del Giraldo, una tragedia en la que murieron cuatro personas. Pero hubo supervivientes cuyo testimonio rescatamos

El niño Francisco Requena (izq.) y los niños Gregorio López y Alejandro Mena. / Alrededor del mundo (Biblioteca Nacional)

Cuenca

El 13 de abril de 1902 se hundió la torre de la catedral, una de las peores catástrofes sufridas por la ciudad de Cuenca, ya que junto a la muerte de cuatro personas, tres de ellas niños, que se encontraban en el interior, los daños fueron cuantiosos. Los fallecidos fueron José López, de 11 años, Segundo León, de 10 años; Reyes López, de nueve años, y María Antón, hija del campanero, que tenía 22 años.

En medio de la tragedia que vistió de luto a la ciudad de Cuenca durante mucho tiempo, se vivieron en esos días de tanta tristeza momentos de tensa angustia y de alegría emocionada al rescatar entre los escombros en distintos días, a tres niños que se salvaron de la tragedia. De ello tratamos en este programa de Páginas de mi Desván, con José Vicente Ávila en Hoy por Hoy Cuenca.

El relato de los niños que se salvaron de la caída de la torre de la catedral de Cuenca

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Lo que contaban los niños salvados entre los sillares, sus testimonios se recogían en parte los periódicos de Madrid, entre ellos “Alrededor del mundo”, “Nuevo Mundo” o “El Imparcial”, entre otros, amén de la prensa de Cuenca, que entraba más en la narración del suceso. Así se expresaba Francisco Requena Olmedilla, el primer niño salvado, vestido de trajecito con chaleco y gorra para la ocasión:

“Yo nunca había subido al campanario a repicar, pero aquel día, no sé por qué, se me ocurrió subir, y cuando empezaron a gritar que la torre se hundía eché a correr como todos, pero al llegar a la puerta me acordé de mi capa y empecé a subir las escaleras para recogerla, y entonces me cogió el hundimiento”.

Paisaje de Cuenca con la torre de la catedral a la derecha en la segunda mitad del siglo XIX. / Archivo José Vicente Ávila

“Me pareció que me hundía y al momento me encontré sujeto por dos sillares que formando un ángulo, me tapaban la cabeza; otro que me oprimía el costado derecho, donde tengo un cardenal, y otros que me apretaban las piernas. Al querer hacerme más sitio conseguí que los sillares me oprimiesen más y comprendí que había llegado mi última hora”.

Nuevo Mundo. / Biblioteca Nacional

“Al salir de mi encierro la primera cara que vi fue la de “Santo Negro”, que separó los dos sillares que tenía sobre la cabeza y me sacó. Al verme, todos los que venían con mi salvador gritaron “¡Viva San Julián!”, que es el patrón de aquí. Yo estaba medio atontado por los golpes que había recibido en la cabeza”.

Contaba el periodista Miguel Medina, del “Alrededor del mundo”, que publicaba imágenes de “la catástrofe de Cuenca”, con fotos de los niños realizadas por el fotógrafo local Jesús Enero, que “después de un pesadísimo viaje de más de diez horas en tren, llegué a Cuenca dispuesto a ver, ante todo, a los niños salvados de modo tan milagroso, y la catedral ruinosa, sirviéndome de cicerone mi amigo Lacambra, del Progreso Conquense.

Tras contemplar los efectos de la catástrofe nos acercamos a casa de Gregorio López Pérez, que fue rescatado entre los escombros tras más de dos días, para que nos contara cómo vivió esas largas horas entre los escombros y a oscuras. El muchacho se quedó callado. Su familia hablaba por él. “Dejadme, que voy a hablar”. Nos dijo que había estado repicando en la torre con otros chicos, como de costumbre, capitaneados por María Antón, la hija del campanero.

Nuevo Mundo. / Biblioteca Nacional

Mientras tocaban las campanas observaron que caían piedrecillas de una grieta muy grande, y que a la voz de alarma de “¡la torre se hunde!”, se precipitaron por la escalera abajo buscando la salida y al llegar a la puerta creyeron que estaba cerrada y allí se encontró a su amigo Alejandro Mena. Allí se quedaron atrapados. Pensamos que nos habían encerrado y allí lloramos y rezamos, sin poder salir... Hablábamos Mena y yo de lo larga que se hacían las noches. Luego oímos los lamentos de Pepito (el fallecido José López) al cual llamamos, y nos contestó que estaba sujeto por un brazo. Al poco ya no le oímos y el silencio nos asustaba.

“Después nos fuimos a ver a Alejandro Mena, relataba Miguel Medina, un muchachito de once años, pequeñito y de carácter alegre y muy listo. Se le notaba el cansancio y la angustia vivida”. Nos decía Alejandro: “Como pasaba tanto tiempo sin que viniesen a sacarnos, empezamos a tener miedo y a pensar en la muerte”.

Nuevo Mundo. / Biblioteca Nacional

Me preguntó Gregorio, relataba Alejandro: ¿Qué harán nuestros padres? ¡Estarán asustados! ¡Qué alegría cuando nos vuelvan a ver! Yo le respondí: “Sí, tú tienes a tu padre y a tu madre, pero yo no… cómo no nos reunamos en el cielo”. Y es que Alejandro se había quedado huérfano de madre a los veinte días de nacer…

Desde que le sacaron entre los escombros junto a su amigo Gregorio, Alejandro tiene pesadillas horribles. “Nos cuenta que esas pesadillas le hacen estremecerse, dar saltos en la cama y pidiendo que le saquen de algún lugar tenebroso que los sueños le sugieren. Por orden del médico come poco y su risueña cara tiene aspecto de tristeza”, escribía Miguel Medina en el semanario madrileño.

El relato 60 años después

Francisco López Escudero, hermano de Reyes, uno de los niños fallecidos, tenía entonces siete años y se salvó por salir de la torre unos minutos antes. Sesenta años después del suceso, Francisco López publicó en “Ofensiva” un amplio escrito recordando cómo ocurrió el hundimiento, aportando datos inéditos que pasamos a enumerar en este resumen:

Domingo, 13 de abril del año 1902. Amanece el día con el cielo limpio de nubes. Mi hermano Reyes estaba perezoso para levantarse. Hubo que despertarlo repetidas veces y, ya a las ocho y media me mandaron a mí para llamarle una vez más. Recuerdo que le hice cosquillas en los pies.

Estado en el que quedó la catedral de Cuenca tras el derrumbe de la torre del Giraldo. / Archivo José Vicente Ávila

Se levantó, almorzamos y, contraviniendo la advertencia materna de que no saliésemos de casa, a hurtadillas nos fuimos a la calle. Mi madre nos decía siempre: “No salgáis de casa, no vaya a pasaros algo”. ¡Divino instinto materno! Vivíamos en la calle Alfonso VIII, 19, casa que ha sido de mis padres hasta que hace breves años pasó a ser de este Municipio, juntamente con otras contiguas. Mi hermano Reyes tenía nueve años y yo acababa de cumplir los siete.

Al salir de casa llegamos de primer intento hasta el arco de en medio de la anteplaza, en donde con otros muchos chicos, estuvimos jugando al corro. Poco a poco fuimos subiendo por la Plaza Mayor hasta llegar al principio de la calle de San Pedro, junto a las verjas que había de entrada por aquella parte al atrio de la Catedral, y en las inmediaciones del callejón que conducía a la torre de las campanas. Recuerdo que un hombre, no puedo precisar quién, nos dijo que podíamos subir a repicar, si queríamos.

La puerta de entrada a la torre estaba en manos de los muchachos mayores que, a discreción, dejaban o no entrar a los demás, y ni a mi hermano ni a mí nos dejaban pasar. Pero una fatal circunstancia vino a facilitarnos el acceso, pues hubo un momento en que el amo de la puerta era mi primo Alejandro Mena (víctima también en este hundimiento, aunque no murió) y, naturalmente, nos permitió entrar y así lo hicimos.

Subimos un primer tramo de escaleras (téngase en cuenta que jamás habíamos estado allí) y llegamos a un ensanchamiento, especie de pasillo adonde caían dos gruesas cuerdas que debían servir para tocar las campanas mayores. De esas cuerdas nos estuvimos colgando durante algunos minutos, continuando la ascensión por aquella escalera, un tanto oscura, hasta que llegamos a una parte situada a la derecha y que sin duda daría a las habitaciones del campanero.

Yo me cansaba y le dije a mi hermano que me volvía y así lo hice. El siguió por aquella escalera de caracol hasta llegar a lo alto. Ya en la calle, me encontré, junto a la puerta de entrada, en aquella especie de plazoleta que había, a otro muchacho amigo, Andrés Uviedo, hijo de un empleado del Ayuntamiento. Ambos hubimos de mirar hacia lo alto al oír las llamadas que me hacía Reyes desde uno de los arcos sin campana que había en la fachada principal, sobre la puerta, y por el cual, sin duda tendido, asomaba su rubia cabeza.

Yo le amenacé con mi mano, diciéndole al tiempo que le diría a mi padre que se había subido a esa torre, pues nos lo tenía prohibido. Mi hermano me prometió, si no decía nada, darme “cajillas” de cerillas que tanto usábamos en nuestros juegos. Y entonces (última vez que lo vi vivo) se retiró hacia dentro.

Estando abajo hablando con Andrés Uviedo notamos que caían piedrecitas de la fachada y le dije a Uviedo, “vámonos que esto se hunde”, a lo que me contestó Andrés: “Es que tu hermano nos tira chinillas” y nos retiramos de ese lugar. Nos fuimos andando casi adosados a la pared de la Catedral, por mi izquierda, cuando por mi derecha pasaron corriendo varios muchachos, ya mayores, que comprendiendo lo que se avecinaba, huían sin que ninguno me advirtiera del terrible suceso que se avecinaba.

Apenas había doblado la esquina del atrio unos metros más abajo frente a la Catedral, sentí como un trueno enorme y seco, vi una gran polvareda y mirando hacia lo alto advertí que ya no se veía la giralda, la parte más elevada de la torre y… seguí Plaza Mayor abajo sin la menor preocupación… Sin duda eran pocos mis siete años para que cupiese en mi cerebro tanto espanto como aquello hubiera producido en una persona mayor.

Corriendo “a la pata coja” seguí hasta llegar a mi casa, en el preciso momento en el que mi madre, que estaba en la puerta de la calle, invitaba a una mujer a que pasase, pues venía calle abajo llena de polvo y con aire de espanto, balbuciendo expresiones que no entendía… Desde un balcón de la parte trasera de la casa vi que la torre se había ido abajo, quedando solo en pie un paredón en donde estaban todavía las dos campanas. Desandando el camino volví corriendo a la Plaza Mayor entre la gente que subía…

Vi que al señor Lucio, el campanero, le llevaban cogido por los brazos unos sacerdotes, dando unos quejidos y sollozos, que comprendí cuando fui mayor, pues el pobre señor tenía una hija dentro de la torre. Empieza a lloviznar y no deja de acudir gente con prisas y gritos. Hago memoria de aquellos momentos trágicos y me veo cogido de la mano de mi madre y mi hermana, dando vueltas por la Plaza en busca de mi hermano Reyes.

Me preguntaban por él y yo decía que no sabía dónde estaba: empezó a entrarme miedo. Un señor, que luego me enteré que se llamaba Bernardino Moreno, que fue alcalde de Cuenca, se puso en cuclillas ante mí, para mirarme cara a cara y, cogiéndome de los brazos me dirigió unas cuantas preguntas con las cuales y sin gran dificultad, me arrancó la tremenda confesión:

Mi hermano y yo habíamos estado dentro de la torre; yo me salí y él se había quedado dentro. Renuncio a describir la escena que allí se desarrolló, que debió ser espantosa, si bien hubo personas que me llevaron de allí y apareció mi padre. Cogido ahora de su mano estamos junto al enorme montón de escombros y mi padre habla algo con uno de los dos guardias civiles de a caballo que impiden que la gente se aproxime. Pasamos a casa del médico Federico Torralba y me pregunta que dónde habíamos estado.

Por un balcón abierto mi padre grita fuertemente llamando a Reyes, pues se oían lamentos de un niño entre los escombros… Empecé a llorar amargamente y un buen amigo de mi padre nos llevó de la mano a mí y a mi hermana hasta mi casa, que fue donde se hizo el duelo oficial. Mi hermano Reyes estaba entre las víctimas, con la tragedia vivida de que estuvo ocho días sepultado bajo los escombros de la torre de la Catedral…

…Y con qué poco se podría haber salvado. Venía solamente unos metros detrás de mí, hasta el punto de que el último salvado fui yo y la más inmediata víctima, él. Pasados unos días me volvieron a mandar a la Escuela. Don Cesáreo, bondadoso y excelente maestro, nos habló del triste suceso. Pero el buen señor, sin darse cuenta, me causó una tremenda pena cuando, refiriéndose a los tres chicos víctimas, que sin duda él bien conocía, dijo:

“Fulano”, tengo la seguridad de que Dios lo ha llevado derecho a la Gloria; tu hermano –dijo dirigiéndose a mí— y el otro es fácil que tengan que estar algún tiempo, que no será mucho, en el Purgatorio, porque eran algo “traviesos”. Tengo la convicción de que esa manifestación era completamente sincera, pero ¡qué daño me causó!

Creo que fue lo que más me hizo sufrir de todo el luctuoso suceso. No he olvidado esta lección en el ejercicio de mi profesión de maestro de niños, con los que hay que tener gran discreción en el hablar de ciertas cosas, es decir, de todas.

Terminaba Francisco López Escudero su extenso relato publicado en 1962, que el Ayuntamiento de Cuenca destinó sepultura perpetua para los restos de las cuatro víctimas en el Cementerio general, “en los primitivos nichos frente a la puerta de entrada, algo a la derecha”. La inscripción recuerda la fecha y los nombres de los fallecidos, aunque Francisco López apostillaba: “Por cierto que hubo la torpeza, no sé de quién dependería, de que a mi hermano le pusieron los dos apellidos de mi padre, en vez de los suyos propios. Que en paz descansen”, rubricaba ya cumplidos los 67 años, aquel niño de siete que “a la pata coja” salió huyendo de la lluvia de piedras…”

 
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