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Misterios de la Historia

La obsesión por los Contenedores de Demonios

La idea de atrapar y confinar a las fuerzas del mal en un `contenedor´ u objeto se lleva intentando desde tiempos pretéritos

Portada de la Revista Enigmas / Revista Enigmas

Alcobendas

Cuenta el grimorio anónimo del siglo XVII La Llave Menor de Salomón o Lemegeton Clavicula Salomonis, que el rey Salomón, gran conocedor de la magia y del mundo espiritual, invocó y encerró a nada menos que 72 demonios de alta graduación en una vasija de bronce que selló con símbolos cabalísticos, obligándoles a trabajar para él. Ya en el Antiguo Testamento se menciona que el majestuoso Arcángel Miguel le dio al rey Salomón un anillo “inscrito con un sello mágico y llamado el Sello de Salomón”, que aparentemente le daría el poder de controla demonios.

Misterios de la Historia: La obsesión por los Contenedores de Demonios

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Sería una de las primeras referencias históricas sobre el uso de lo que se ha dado en llamar “contenedor sobrenatural”, y que puede que sea también el origen de la caja Dybbuk del judaísmo, un objeto –aunque también puede ser un ser vivo– que serviría como envase para encerrar a un ser sobrenatural –por lo general uno o varios demonios– y que no puedan hacer ningún mal. Entre los siglos III y IV de nuestra era, los caldeos, los zoroastrianos y los judíos solían utilizar cuencos de terracota rodeados de hechizos mágicos que después enterraban boca abajo en las cuatro esquinas de los cimientos de las casas. Se creía que estos cuencos protegían o atrapaban el mal en sus múltiples y espeluznantes formas, como demonios y espíritus malignos.

Pero no es algo particular del judaísmo, el cristianismo o sectas afines; otras culturas tenían objetos similares destinados a espantar o recluir entidades demoníacas, como los “ojos de Dios” de América Central, los Atrapasueños de los nativos norteamericanos, los árboles “heint” de América del Sur, con botellas en las que los demonios, al no poder evitar entrar –no sabemos muy bien por qué– quedaban atrapados; e incluso en el Tíbet se elaboraban trampas para demonios con cráneos de carnero.

En la Edad Media, cuando comienza la salvaje caza de brujas, la obsesión por los demonios –de todo tipo: familiares, etc– se dispara, y también se hacen célebres la trampas demoníacas, consistentes en símbolos que supuestamente atraían la curiosidad de un demonio y luego eran sellados mediante una especie de ciclo infinito.

Pero sería común en la Europa de los siglos XVI y XVII, cuando la brujomanía llega a su cenit, el uso de trampas espirituales conocidas como “botellas de brujas” que servían para capturar espíritus. Dichas botellas se llenaban con pelos, uñas y otras sustancias como sangre u orina –una suerte de señuelo para hacer creer al demonio, algo ingenuo él, que se trataba de una persona real–, y por lo general se cocían –la cocción se consideraba un procedimiento clave a la hora de combatir la magia, en la creencia de que podía revertir el hechizo–; cuando estos seres entraban en la botella la vasija se cerraba herméticamente, acompañada de vidrios y espejos para mantener encerrado al demonio y luego se quemaba, generalmente cerca de un río o un lugar donde fluía la corriente. La mención más antigua sobre este objeto la encontramos en un libro sobre brujería escrito en Inglaterra en 1680, aunque se cree que su antigüedad es mayor.

En la ficción, el “contenedor sobrenatural” es un recurso bastante utilizado. Por citar un ejemplo del gusto de quien esto suscribe cd, en la saga Hellboy de Mike Mignola, demonio Samael permaneció encerrado dentro de la estatua de un santo hasta que fue revivido.

En 2010, un grupo de arqueólogos británico descubrió, en el barrio londinense de Greenwich, enterrada a cinco metros de profundidad, una botella de 23 cm de alto, colocada al revés, esmaltada y con el dibujo del rostro de un hombre barbudo grabado en su superficie. Tras un minucioso estudio, se concluyó que se trataba de una botella de bruja, llamada también “jarra Belarmino”, en honor, o no se sabe si como burla, a San Roberto Belarmino, un jesuita italiano del siglo XVI, azote de protestantes y “martillo de herejes”, una práctica que sería llevada al Nuevo Mundo por los colonos.

El interior de la “botella de brujas” encontrada en Greenwich contenía orina humana con un alto contenido en nicotina, azufre –elemento imprescindible en todo rito contra las fuerzas del averno–, 12 clavos de hierro, 8 alfileres, un trozo de tela en forma de corazón y uñas recortadas. Fue sellada y enterrada boca abajo con un buen puñado de clavos para “infligir dolor a la bruja”; uno de los alfileres se utilizó para perforar el pedazo de tela, a modo de arcaico rito vudú…

Lejos de pensar que esta práctica es algo del pasado, hoy en día hay gente que continúa fabricándolas, principalmente en el ambiente “New Age” del nuevo esoterismo, vendiéndose, incluso, por Internet a golpe de tarjeta. Se elaboran con jarras de cristal y en lugar de orina o sangre, introducen en el recipiente vinagre o vino purificador, añadiéndole agujas y clavos –que, cuentan, disipan la energía negativa– o incluso hojas de afeitar oxidadas, inciensos, flores, cenizas o monedas… Tras su sellado con cera o con lacre suelen ser enterradas en el jardín de la casa o en una maceta, siempre con el cuello de la botella o jarra hacia abajo.

 
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