Cuenca era una "ciudad inexistente" en 1920 según un relato periodístico
El periodista y político Marcelino Domingo hizo un retrato minucioso de la realidad de la ciudad y de su presencia y conocimiento en el resto de España
Cuenca
“¿Es Cuenca una ciudad?”, se preguntaba Marcelino Domingo en el artículo “La ciudad inexistente”, publicado en el semanario “La Esfera” del 14 de julio de 1920 en la sección “Por tierras de España”, ilustrado con una impresionante fotografía del puente de San Pablo y las Casas Colgadas de fondo, realizada por el famoso publicista Luis Nueda. Esta semana, en Páginas de mi Desván, en Hoy por Hoy Cuenca, José Vicente Ávila recupera ese texto poco conocido, de Marcelino Domingo, maestro, periodista y varias veces ministro durante la República, que pudo comprobar, según sus palabras, “la realidad tangible de Cuenca”. Un artículo que debió llamar la atención por ese título de “ciudad inexistente”.
Cuenca era en 1920 una “ciudad inexistente” según un relato de Marcelino Domingo
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Marcelino Domingo Sanjuán, nacido en Tarragona en 1884, maestro y periodista, fue el fundador del Partido Republicano Radical Socialista, tras haber militado en otros partidos catalanistas.
Diputado en Cortes por Tortosa, Tarragona y Barcelona, en el primer bienio de la República fue durante ocho meses ministro de Instrucción Pública y Bellas Artes, pasando a titular de Agricultura, Industria y Comercio hasta septiembre de 1933. Tuvo en su gabinete como secretario a Alicio Garcitoral, que sería gobernador civil de Cuenca en 1931.Volvió a ser ministro de Instrucción Pública y Bellas Artes en 1936, falleciendo en Toulouse el 2 de marzo de 1939 a los 54 años de edad. A mediados del año 1920 visitó Cuenca en calidad de periodista, como lo hizo con otras ciudades, pues por entonces colaboraba con “La Esfera”, de publicación estatal, y el “Diario de Tarragona” que impulsó, entre otros medios.
Según se desprende del artículo publicado en “La Esfera”, semanario de 32 páginas que publicaba algunas páginas a color, entre ellas la portada con cuadros famosos, Marcelino Domingo debió visitar Cuenca entre mayo y junio de 1920. Su texto aparece junto a una descriptiva fotografía del publicista Luis Nueda, autor por cierto de los volúmenes “Mil libros”. En esa imagen podemos ver en primer plano un refulgente puente de San Pablo, inaugurado 17 años antes, con unas Casas Colgadas pidiendo su restauración, y un edificio --ya inexistente esto sí--, en la bajada del postigo. Domingo debió realizar el viaje en tren, como se observa tras su lectura, en la que pone el dedo en la llaga, contando como si fuese toda una aventura el viaje de Madrid a Cuenca a través del ferrocarril. Nada menos que ocho horas duraba, de ahí que se fuese preguntando si Cuenca aparecería al final del trayecto, que no iba a ninguna otra parte. Escribía Marcelino Domingo:
“De Madrid con dirección a Cuenca salen al día varios trenes: un mercancías, un mixto y un correo. El más rápido de los tres es, naturalmente, el correo. El correo de Madrid a Cuenca no es un tren que sale de Madrid y pasa por Cuenca y sigue. No. Es un tren que nace en Madrid y muere en Cuenca. Es decir, un tren creado con el único y exclusivo fin de transportar correspondencia y viajeros a Cuenca…
¿No va a creerse que este tren directo es un tren de rapidez extraordinaria, que se detiene un momento en las estaciones y cruza en un momento el espacio que va de estación a estación? Va a creerse esto al coger el tren. Pero al estar en él, y marchar y advertir que pasa una hora y otra y otra; que en llegar a Cuenca desde Madrid se tarde ocho horas, pregúntase con inquietud…
¿Y Cuenca? ¿Existirá Cuenca? El viaje a Cuenca, ¿no será una fantasía? ¿No será un viaje al reino de la ilusión? ¿No será la ruta hacia lo inexistente? A pesar de un tren correo que anda veinticinco kilómetros por hora, Cuenca existe. Y su existencia también ennoblece el nombre de Cuenca.
No cabe duda de que el periodista Marcelino Domingo, que ya ejercía como político, estaba reivindicando el problema de la comunicación de Cuenca no sólo con Madrid, sino con el resto de España. De ahí, que al inicio de su artículo comenzase con la interrogante:
“¿Es Cuenca una ciudad? Nuestra primera labor ha sido comprobar con los sentidos la realidad tangible de Cuenca.
Cerciorarnos de que Cuenca no era una entelequia geográfica. Convencernos de que Cuenca era un trozo de tierra española, en la que había hombres con ojos y manos, y casas en donde habitaban estos hombres, y calles en donde estaban enclavadas estas casas. Los sentidos nos han defraudado al desvanecer la duda. Cuenca existe.
La prueba hecha por nosotros puede repetirla quienquiera que posea mediana resistencia para las pruebas. Cuenca forma parte de Castilla-La Nueva y está a unos doscientos kilómetros de Madrid”, señalaba Domingo que ya, en la estación pisaba tierra firme y oteaba un horizonte que le hacía llegar a la conclusión de cómo era aquella ciudad en la que aún no se habían construido, en la parte baja, edificios que le iban a dar un aire de modernidad como la Casa de Caballer, el Hotel Iberia, Correos, el Banco de España o el Casino de la Constancia. Cuenca terminaba en la propia estación del ferrocarril, con el olmo de la Ventilla iniciando el Paseo que llevaba hasta la Glorieta. Marcelino Domingo apenas se sorprende de aquella capitaleja que quería crecer en el llano:
“Cuenca tiene una parte nueva y una parte vieja; la parte nueva desmerece de la vieja; la parte vieja es la bella. ¿Es indispensable aclarar y justificar los adjetivos? La parte nueva la constituye una calle ancha: en ella hay unos focos de luz eléctrica, unas farmacias, unas tiendas de ultramarinos, una casa suntuosa con fachada de escayola y un jardincillo público como los que hay en todas las ciudades y pueblos de España…
Apunta el periodista y político catalán que “lo nuevo, no es lo bello, porque lo bello es lo que sorprende”. Por ello señala más adelante:
“La parte vieja es ya otra cosa. La parte vieja de Cuenca ofrece las perspectivas más originales, los panoramas más hermosos. La euritmia arquitectónica de las hoces del Huécar es sorprendente. El río corre en una hondonada. Una ribera es llana, poblada de chopos altísimos y erectos…
La otra ribera es el talud de una montaña inmensa, en el que una necesidad apremiante y un gusto inconsciente edificaron las viviendas de todo un pueblo. Son casas blancas, pobres, antiguas, que abren sus ventanas en la roca viva (…) Todas ellas, en conjunto, constituyen una visión única. Y ser una cosa única es la sola razón que da derecho a ser.
Es una de las pocas veces que en un texto, entre reivindicativo y literario, se cita la palabra única. Esa frase de “ser cosa única” que cita Marcelino Domingo es como el inicio del slogan de “Cuenca es única”. Resalta igualmente muy interesante la descripción que hace de la catedral, a la que explica se llega tras no pocas dificultades orográficas desde la parte baja de esa ciudad que sí existe:
“Pero Cuenca posee otras pruebas de existencia gloriosa. Una de ellas es la verja del baptisterio; otra de ellas es el tono de luz del interior de la catedral. La catedral de Cuenca se halla enclavada en lo más alto de la ciudad. Para llegar a su puerta hay que pasar toda la parte nueva de la ciudad; ha de atravesarse un puente; ha de descenderse por unas calles que tienen a derecha e izquierda unas casas con escudos señoriales…
Ha de pasarse por bajo de los pórticos donde se cimenta el palacio que hoy ocupa el Ayuntamiento; ha de subirse una ringlera de escalones de anchas y gastadas losas… Traspuesta la cancela, háyase la verja. Es severa y esbelta: su labor es delicada. En el hierro de los barrotes dibujan con formas las líneas más suaves; en el frontón, el hierro reproduce con gallardía insuperable escenas del Paraíso; el remate artístico piérdese en la penumbra. Nosotros sólo podemos compararla con otra verja: la verja oculta en el rincón más silencioso de la catedral de Sigüenza.
La verja y la luz, hemos dicho. Sí. Y la luz. Rodín escribió que “el incomunicable secreto del arte gótico consiste en saber modular la luz y las sombras. Así es. La catedral de Cuenca, que es del estilo gótico primitivo del siglo XIII, está hoy afeada por una serie de altares del gusto eclesiástico del siglo XIX; por una pintura infecta dada a todas las naves; por unos osarios de mármol con esculturas modernas…
Pero es de recuerdo imborrable por la verja y por el tono de luz que tiene una parte de ella; aquella parte que se extiende detrás del altar mayor. Es una luz blanca, clara, con penumbra en las que revive todo el misterio del cristianismo”, escribe Marcelino Domingo, que entre esas luces y sombras que aprecia en el interior catedralicio, concluye con rotundidad en un final de crónica costumbrista, su descubrimiento de aquella Cuenca sorprendente y levítica de 1920:
“Cuenca existe. Nos lo atestiguan estos sacerdotes que se encuentran en todas las calles. Nos lo prueba este entierro que hemos visto en pleno día con el ataúd al hombro de cuatro hombres y con el muerto al descubierto. Cuenca existe como panorama luminoso, como perspectiva esplendente, como símbolo de una nación que aún alberga a sus hombres en el hueco de las montañas...
Pero ¿existe Cuenca como ciudad? Porque ciudad es equivalente a civilización. Y la civilización no existe allí donde existen hombres y piedras, sino allí donde una constante dinamicidad de las cosas y de los espíritus logra que los más altos ideales alcancen cada día un lugar tangible en la realidad”…
Venía a corroborar Marcelino Domingo en “La Esfera” la realidad tangible de Cuenca, ciudad que seguía teniendo en la prensa el soniquete de si existía o no, y precisamente el mismo semanario nacional, publicaba en 1922, dos años después, a doble página, con el título de “Cuenca la ignorada”, cinco impactantes imágenes de las hoces, con un bello texto en el que se decía:
“De las viejas ciudades españolas que conservan en sus piedras centenarias las huellas de la historia y los encantos de la tradición, Cuenca es una de las más injustamente ignoradas, de las que yacen entre mayor suma de desconocimientos por gran parte de los españoles.
En este desdén, en este descuido, en este encogimiento de hombros que los españoles sienten hacia sus ciudades y que es nota característica de nuestro pueblo, Cuenca, la ciudad escondida y bellísima, es una de las que más absurdamente sufren aquel desvío y aquella incomprensión…”
Pero es que siete años más tarde, en 1927, aparecen de nuevo en “La Esfera” cinco fotografías en color sepia, dos de ellas a toda página, bajo el titular de “Las bellas perspectivas de Cuenca la ignorada”, con tres interrogantes en el comienzo de las 22 líneas a doble página:
“¿Olvidada, ignorada, postergada?... Acaso los tres adjetivos, en realidad, correspondan a esta admirable ciudad de España, sobre la que durante mucho tiempo se han tendido nieblas de olvido, de ignorancia y de postergación. Se han tendido… Quisiéramos que esta frase sólo pudiera ser escrita así, en pretérito perfecto: “Se han tendido y no se tienden…”
“Su Catedral, sus Hoces célebres, su Ciudad Encantada, sus Casas Colgadas, son otros tantos lugares de maravilla que suspenden la vista y hacen pensar en cómo tal belleza ha podido ser ignorada de los españoles mucho tiempo”…, para concluir afirmando ante las bellezas gráficas: “La situación de Cuenca es espléndida…”.
Marcelino Domingo tuvo como secretario a Alicio Garcitoral, que fue gobernador civil de Cuenca en los comienzos de la República desde finales de agosto de 1931 y hasta mediados de enero de 1932, es decir durante cinco meses, aunque en ese período le dio tiempo a conocer muy bien la capital y provincia, que reflejó en su novela política y social titulada “El crimen de Cuenca”, con edición restringida en 1932, que le costó el puesto de director general, por enfado de algunos ministros socialistas, y reeditada dos veces. Al hilo de las conocidas coplas de Luis Esteso del “famoso crimen” entre comillas, Garcitoral denuncia la situación que había en la provincia de Cuenca, abandonada a su suerte y a los desmanes de los caciques, lo que le obligó a Alicio a dimitir en enero de 1932. Para este joven gobernador el “crimen de Cuenca” era la situación que vivía la provincia, así descrita por él:
“Trescientos ayuntamientos. Trescientos cincuenta mil habitantes. Analfabetismo: sesenta y cinco por ciento. Pueblos sin telégrafo ni teléfono: doscientos setenta y cinco. Pueblos totalmente incomunicados: ciento setenta. Tres latifundios. Ausencia de minifundios. Pobreza de la tierra. Riqueza forestal sin salida. Carencia de industria. Cien guardias civiles. Cojera en todos los servicios. La capital, 17.000 habitantes…”
El joven gobernador Alicio sabía que no eran tiempos para la lírica, pero escribía que “la capital es la verdadera Ciudad Encantada. Esta y no otra es la ciudad encantada, que yo la llamaría también ciudad única, porque es única en España…”