'A los que no saben mentir', por Pepe Belmonte

Murcia

Decepcionante José Luis Ábalos, el ministro de Transportes del gobierno de España y Secretario de Organización del PSOE.

Hasta ayer mismo, este señor lustroso y bien barbado tenía fama de tipo serio, de hombre de Estado que sabe lo que lleva entre manos.

No ha habido modo de que explique, de forma medianamente coherente, qué hacía en Barajas, en la zona VIP de la Terminal 2, con la vicepresidenta del gobierno de Venezuela, Delcy Rodríguez.

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Sus diversas y variadas versiones no hacen sino ratificar que, hasta ahora, no ha contado toda la verdad y sólo la verdad a los españoles, aunque presuma del apoyo incondicional del presidente del gobierno, cómplice de sus mentirijillas.

Resulta obvio que Ábalos no ha querido incomodar a sus nuevos socios de gobierno, a los de Unidas Podemos, que tanto cariño le tienen a la nación hispanoamericana y a su curioso y extravagante mandatario, Nicolás Maduro, que de educación y de buenas maneras sabe lo justo.

París, como dijo cierto rey, bien vale una misa. Y para aferrarse a su poltrona en el gobierno vale la pena recurrir a una buena trola.

Pero lo peor de todo no ha sido la manera tan poco elegante de proceder del ministro Ábalos, créanme. Lo más llamativo ha sido el haber manifestado públicamente, con una cara de ira que nunca le habíamos visto ni en público ni en privado, que él ha venido a la política para quedarse. Que es como decir, con toda su soberbia, de manera engreída y vanidosa, que en este país no hay Cristo capaz de moverlo del sillón que ocupa.

La mentira –así lo dejó dicho Paul Auster en el guion de la película Smoke – es todo un arte. Pero –me permito añadir– un arte para el que hay que valer y tener unas ciertas habilidades.

Ábalos, hombre de buena fama y buen cartel hasta ahora, desde hace unos días ya no es lo que era ni se le mira de la misma forma.

En política, que es el lugar en donde más y mejor anida la mentira, no se perdona a los que no saben mentir, y se les castiga con el desprecio y el olvido.

Pepe Belmonte