El legendario cuento de las perdices: Una cena, un mago de Toledo y un deán
Recogido en el siglo XIV en 'El Conde Lucanor', esta narración encierra una gran enseñanza ilustrada con una historia divertida y que se repite con múltiples ejemplos a lo largo de la historia
Cuenca
En el espacio Misterios Conquenses que coordinan Sheila Gutiérrez y Miguel Linares, y que emitimos los martes en Hoy por Hoy Cuenca, rescatamos esta vez un cuento clásico que ya incluyó, con el número XI el infante don Juan Manuel en El Conde Lucanor, un libro del siglo XIV. En esta ocasión la rescatamos de la página web de Leyendas de Toledo.
El legendario cuento de las perdices: Una cena, un mago de Toledo y un deán
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En Santiago de Compostela había un deán que deseaba aprender el arte de la nigromancia y un buen día escuchó hablar de don Illán, un conocido mago de Toledo que era el que más conocimientos poseía sobre esta práctica en aquella época. Decidió marchar a esta ciudad castellana en busca del mago, ya que sólo con él podría aprender todas las técnicas y convertirse en lo que más anhelaba.
Nada más llegar puso en marcha su plan, preguntó dónde podría encontrar a aquel hombre y tras algunas averiguaciones se dirigió a su casa.
Llamó a la puerta y allí encontró al mago leyendo en una habitación muy apartada del resto de las estancias. Abstraído en su lectura Don Illán se percató de su presencia, quien lo recibió con mucha cortesía y amabilidad. Pero antes de que el principiante nigromante articulara palabra para demostrarle su gratitud ante tal acogida, le dijo que no quería que le contase los motivos de su visita, no necesitaba saberlo hasta que hubiesen comido
Le invitó a que le acompañara a la mesa, se sentaron y le hizo saber que se alegraba mucho con su llegada. El deán estaba un poco confundido, era él el que estaba agradecido por aquella acogida. ¿Cómo alguien podía ser tan hospitalario con un total desconocido? Si ni tan siquiera sabía el motivo de su visita, ni de su procedencia y algo mucho más importante para la época, desconocía sus intenciones.
Después de comer, el deán le explicó la razón de su llegada, rogándole encarecidamente que le enseñara aquella práctica, pues tenía deseos de conocerla a fondo. Don Illán intentó ir un poco más allá en el objetivo y motivo de aquel aprendizaje, y le preguntó que siendo ya deán y una persona muy respetada, podría aspirar a alcanzar más altas dignidades dentro de la Iglesia, que era lo más deseado entre sus hermanos y no dedicarse a algo tan oscuro. También le advirtió de su ambición y le dio un consejo que jamás debería de olvidar. Le dijo que las personas que prosperan demasiado rápido o son demasiado ambiciosos, cuando consiguen todo lo que desean, suelen olvidar rápidamente los favores que han recibido. Motivo por el cuál se estaba pensando muy mucho de ayudarle en su petición.
Temía y lo hacía por experiencia, que cuando hubiese le hubiese instruido en la nigromancia y hubiera aprendido aquellas técnicas y prácticas, se olvidaría no sólo de los favores recibidos, que todos nacemos sin saber, sino que también se olvidaría de las personas que le hicieron llegar a ese conocimiento y experiencia.
El deán sorprendido al escuchar aquellas duras palabras no dudó en asegurarle que por muy alto que llegara, por muchos logros que consiguiera siempre actuaría con mucha dignidad, respeto y humildad. Que cuando su ego se inflara recordaría aquellas palabras. Y que siempre estaría ahí para escucharle, seguirle y hacer lo que él le mandase y pidiese sin hacerse preguntas ni tener prejuicios. Aceptó con la vaga esperanza de que sus sospechas no se cumplieran.
El mago le dijo que su aprendizaje debería hacerse en un lugar apartado, y que por la noche le mostraría dónde había de retirarse hasta que el término de aquella enseñanza. Don Illán llamó a una criada, a la que pidió que les preparase unas perdices para la cena, pero que no las asara hasta que él se lo mandase. La noche llegó, era el momento de saber dónde permanecería durante el tiempo que durara el proceso y cogiéndolo de la mano, llegaron a una escalera de piedra labrada con un gusto exquisito, bajaron y bajaron. Tanto que al deán le parecía que el río Tajo tenía que pasar por encima de ellos. Al final de la escalera encontraron una estancia muy amplia, era como un salón muy decorado, con un estudio lleno de los libros que necesitaría para su aprendizaje.
Se encontraban en el lugar donde permanecería según se temía una larga temporada. Le invitó a sentarse y cuando estaban eligiendo los libros que iba a necesitar, el orden en que debería leerlos, entraron dos hombres por la puerta y dieron al deán una carta de su tío, el arzobispo, en la que le comunicaba que estaba enfermo y que fuese a verlo de inmediato si deseaba llegar antes de su muerte.
Al deán esta noticia le causó una gran pena, no sólo por la grave situación de su tío sino también porque pensó que habría de abandonar su aprendizaje.
Pero decidió no dejarlos y envió una carta a su tío, demorando su regreso.
Al cabo de tres o cuatro días, llegaron otros hombres con una carta en la que se le comunicaba la muerte de su tío y de la reunión que estaban celebrando en la catedral para buscarle un sucesor, que todos creían que sería él con la ayuda de Dios; y por esta razón no debía ir a la iglesia, pues sería mejor que lo eligieran arzobispo mientras estaba fuera de la diócesis que no presente en la catedral.
Unos día más tarde llegaron dos escuderos, besaron la mano al deán y le comunicaron que había sido elegido arzobispo. Al enterarse, don Illán se dirigió al nuevo arzobispo y le dijo que agradecía mucho a Dios que le hubieran llegado estas noticias estando en su casa y le rogaba que concediese su vacante como deán a un hijo suyo. El nuevo arzobispo le pidió que le permitiera otorgar el deanazgo a un hermano suyo prometiéndole que daría otro cargo a su hijo, y que debieran ir a Santiago. Y así lo hicieron, viajaron hasta Santiago donde los recibieron con mucha gratitud ante su visita.
Vivieron allí durante algún tiempo, pero un día enviados del papa entregaron una carta para el arzobispo en la que se le concedía el obispado de Tolosa y le autorizaba, además, a dejar su arzobispado a quien quisiera. Cuando se enteró don Illán, echándole en cara el olvido de sus promesas, le pidió encarecidamente que se lo diese a su hijo, pero el arzobispo se lo otorgó a un tío suyo, hermano de su padre.
Don Illán resignado y encima agradecido por su estancia, tuvo que escuchar una vez más como volvió a prometerle que sería a la siguiente oportunidad y le pidió que les acompañasen a Tolosa.
Estuvieron allí dos años, al cabo de los cuales llegaron mensajeros del papa con cartas en las que le nombraba cardenal y le decía que podía dejar el obispado de Tolosa a quien quisiese. Entonces aquel padre apenado, le dijo que ya no debía poner más excusas para dar aquella sede vacante a su hijo. Pero el cardenal le rogó que consintiera que otro tío suyo, anciano muy honrado y hermano de su madre, fuese el nuevo obispo; y, como recompensa le acompañaran a Roma, donde podría favorecerlos.
Don Illán y su hijo eran tan buenos que accedieron de nuevo a la petición del nuevo cardenal y partieron con él hacia la corte romana. Aquel padre desesperado viendo como pasaban los años, seguía rogando a diario al cardenal que diese algún beneficio eclesiástico a su hijo. Murió el papa y todos los cardenales eligieron como sustituto a aquel deán que un día tocó la puerta de un mago. Entonces, don Illán se dirigió al nuevo papa y le dijo que ya no podía poner más excusas para cumplir lo que siempre le había prometido. También le dijo que no le sorprendía su actitud ya que desde la primera vez que hablaron supo que aquel consejo que un día le dio, no serviría de nada.
El papa, cuando le oyó hablar así se enfadó mucho y le contestó que, si seguía insistiendo, le haría encarcelar por hereje y por mago, pues bien sabía él, que era el papa, que en Toledo todos le tenían por sabio nigromante y que había practicado la magia durante toda su vida.
El que un día fuera uno de los mejores magos, tomó la decisión que debía haber tomado hacía mucho tiempo y con lágrimas en los ojos se despidió de él, ni siquiera le quiso dar comida para el camino. Don Illán, entonces, le dijo al papa: -No tengo nada para comer, tendré que echar mano a las perdices que mandé asar la noche que llegaste.
Tras pronunciar estas palabras se encontró de nuevo a aquel ególatra papa convertido en deán de Santiago. Todo estaba tal cual como cuando llegó, la vergüenza y el no saber qué era lo que había ocurrido le dejaron sin palabras.
Don Illán lo miró y le dijo que podía marcharse por donde había venido, pues ya había comprobado lo que podía esperar de él, y que daría por mal empleadas las perdices si lo invitase a comer.