El color del verano

Córdoba

 Caminar por un camino o una carretera es uno de los placeres que se pueden disfrutar en los largos días del verano. El espíritu se expande al mirar los campos, los diversos horizontes en la puesta de sol, con sus colores cambiantes.

La vista se enrosca en lo cercano, pero también en lo lejano. Llegábamos, cada tarde, desde la Pizarra hasta el antiguo Ventorro del Madroño, donde todavía se puede ver la rampa, de piedra, por la que los aceituneros descargaban las aceitunas que iban a ir al molino. Los ventorros eran albergues a media jornada entre el tajo y el pueblo, donde reponer fuerzas o pasar la noche, cuando los trayectos se hacían en carros o bestias de carga.

Mitad posadas y mitad expendedurías y molinos, el Ventorro del Madroño es ahora un viejo caserón carcomido por la desidia. Con un gran patio, en la encrucijada de dos caminos: el de Obejo, bien asfaltado desde hace veinte años, y el de Los Puntales. Debe de ser este un lugar mágico, de esos en los que confluyen energías poderosas y diversas. Porque si miras desde allí, el horizonte que te rodea no es una línea, es un conglomerado de masas de diferente dibujo, espesor y altura, con todas las gamas del verde. Olivos y encinas se reparten cerros y llanuras, que en la lejanía los ojos divisan tan apretados como superpuestos.

Llegar cada día hasta allí ha sido hazaña y gloria, libertad y virutas de un ensueño real, entre la rememoración y la amenaza del hoy.