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Poder, política e Iglesia en el s. XIV a través de la vida del conquense Gil de Albornoz

Nacido en una familia de ganaderos que hizo fortuna y ascendió en la escala social, el eclesiástico llegó a cardenal y fue arzobispo de Toledo

Retrato de Gil de Albornoz, copia del que se conservaba en la catedral de Toledo, obra de Matías Moreno, Museo del Prado. / Wikipedia

Cuenca

En el espacio El archivo de la historia que coordina Miguel Jiménez Monteserín y que emitimos en Hoy por Hoy Cuenca, nos adentramos esta vez en un personaje de la historia de Cuenca cuya trascendencia llega hasta nuestros días sobre todo por su valor humano, el cardenal Gil Álvarez de Albornoz.

Poder, política e Iglesia en el s. XIV a través de la vida del conquense Gil de Albornoz

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MIGUEL JIMÉNEZ MONTESERÍN. No es fácil esbozar la trayectoria de un personaje singular nacido en esta ciudad nuestra hace siete siglos. La pregunta que surge inmediatamente concierne al interés que pueda tener para nosotros hoy rememorar a un personaje del medievo, fuera de halagar un vago orgullo afianzado en el paisanaje remoto con una polvorienta gloria local. Algo válido para todo tiempo y lugar es que el conocimiento histórico no tiene por qué ser ejemplar, ni la biografía tampoco. De otro modo frecuentaríamos el género hagiográfico. Cada relato biográfico ha de destacar sobre todo la capacidad de comprensión de su tiempo que alguien ha tenido, junto a su obligado correlato de protagonismo dependiente en él.

Dicho esto, intentaremos recuperar el perfil humano de alguien tan alejado de nosotros en el tiempo y la circunstancia vital como don Gil Álvarez de Albornoz, cuyo brillo le viene sobre todo de la manifiesta cualidad de intérprete y protagonista de su siglo, con aciertos y errores, y en cuya trayectoria humana no cabe duda arrojan los atinos un balance claramente positivo sin duda. Harto compleja fue la trayectoria de nuestro cardenal, considerados los vínculos familiares y la ejecutoria individual llevada a cabo luego desde ellos. Confusa la circunstancia de su siglo, el de las grandes quiebras englobadas en el caos de la peste negra, la violencia generalizada o la angustia por la muerte apremiante, pero que también conoce el nacer literario de las lenguas modernas en un contexto artístico de amplia y plural difusión denominado “del gótico internacional”.

Quizás debemos contextualizar en primer lugar la situación social europea en el siglo XIV sobre todo con las dramáticas consecuencias de las distintas plagas de peste negra. La peste negra es un acontecimiento que desborda la propia significación de los términos con que se le designa. Mal alimentados los europeos, quizá por haber llegado a ser demasiado numerosos, sobre todo en las ciudades, al mediar el siglo XIV, el contexto de las estructuras agrarias de producción se deteriora de día en día sin beneficio para nadie dando lugar a una imparable contracción económica. La sociedad del viejo continente pierde presión demográfica y por esa vía abierta se debilita con la pérdida indiscriminada de efectivos humanos útiles y la desorganización consiguiente de las estructuras familiares y productivas.

Capilla de los Caballeros de la catedral de Cuenca, lugar de enterramiento de los padres y el hermano de Gil de Albornoz.

Capilla de los Caballeros de la catedral de Cuenca, lugar de enterramiento de los padres y el hermano de Gil de Albornoz. / Manuel de Corselas (Wikipedia)

Los hombres huyen de las ciudades al campo. Abandonan tierras poco rentables, huyen aterrorizados ante la muerte inminente. Sin embargo, no es siempre fácil huir. Deseando escapar a la muerte negra, las gentes se topan con la guerra, su cómplice entonces. Hambre y peste vienen a coincidir con una guerra larga, muy larga, generalizada a todo el occidente en episodios diversos, bien por causa de las alianzas establecidas con los principales contendientes, bien debido al debilitamiento de los poderes legítimos que reyes, emperadores y papas habían venido ostentando. A lo largo de más de cien años, entre 1338 y 1453, dos protagonistas principales, Inglaterra y Francia, medirán sus fuerzas. Las alianzas diplomáticas trasladarán a otros lugares el duelo, cuyas diversas causas, hay que buscarlas sobre todo en la disputa por los límites de las posesiones territoriales inglesas en Francia y el alcance de la soberanía británica en tales posesiones. Durante cien años y más la guerra vino a ser por doquier el lúgubre horizonte cotidiano. Tropas regulares, bandas de soldados desligados de quien antes les llamara al combate, todos hacen cundir el desorden y la inseguridad y se aúnan a la hora de arruinar a los campesinos, pobres o ricos.

Estamos hablando de un tiempo de exaltación religiosa casi exagerada y tremendista. Corazones y conciencias se ven invadidos por la angustia derivada del morir inminente. La exaltación religiosa, exagerada, espectacular y tremendista, encauza el miedo al presente y la incertidumbre futura. La angustia religiosa es un hecho indiscutible. Aquellas gentes tuvieron una conciencia mucho más agudizada que antes de los vicios, agravados quizá, de la institución eclesiástica. Las desgracias ocasionadas por el tiempo, las guerras y las epidemias, la crisis social perturbadora del orden tradicional, les han hecho vivir de manera más obsesiva y acuciante el problema de la salvación. Patetismo y ternura, muerte y vida se conjugan en las representaciones artísticas que sirven de espejo a las ansias sentidas por los europeos del trescientos.

¿Es cierto que el cardenal Gil de Albornoz pidió que se dijeran cincuenta mil misas? El cardenal deja mandada la celebración de cincuenta mil misas en sufragio suyo con su dotación oportuna y ordena que en su gran mayoría las celebren franciscanos y dominicos, cuya austeridad y vida ejemplar estimaba les haría mejores valedores ante el Altísimo que no los corruptos clérigos seculares, movidos sólo por la ambición de acumular depauperados beneficios.

Es un tiempo en el que los poderes públicos se ven de diversas maneras acorralados. Pontífices contestados primero y luego discutidos y odiados, emperadores repletos de proyectos políticos pero ignorados, monarquías occidentales de continuo inquietas en manos de viejos, menores o personajes perturbados, y a lado, un enorme caleidoscopio de podestás, príncipes y capitanes que sólo tienen en común lo breve de su poder y lo irrealizable de sus ambiciones.

Casa de la familia Albornoz y Luna en Cuenca, donde Gil de Albornoz pasó su infancia.

Casa de la familia Albornoz y Luna en Cuenca, donde Gil de Albornoz pasó su infancia. / Manuel de Corselas (Wikipedia)

A todo esto, en ese siglo XIV, el papado no estaba en Roma sino en Aviñón. Diversas causas explican el hecho de que los papas residieran tanto tiempo (1309-1367) en Aviñón. El traslado de la curia fue casi accidental. Elegido papa el arzobispo de Burdeos con el nombre de Clemente V (1305-1314), demoró el pontífice su viaje a Italia a instancias del rey Felipe IV. La dilación se prolongó después debido a la preparación del concilio de Vienne (1311-1312). Luego, el emperador Enrique VII invadió Italia. Desde ese momento, la Curia se vio inmovilizada por tres amenazas ejercidas sobre ella: había revueltas en Italia, algunos estados pontificios se rebelaban y en la misma Roma existían movimientos contra el papa; la administración pontificia necesitaba el apoyo de Francia porque el Imperio e Italia le eran hostiles. En consecuencia, esta curia iría instalando, poco a poco, su gobierno complejo y su lujosa corte en un palacio fortificado, situado dentro de Aviñón, una ciudad rodeada de murallas. Pese a todas estas presiones, la prolongada estancia del papa fuera de Roma era desventajosa. En el plano político, el papado carecía de la seguridad y de los recursos financieros que le proporcionaban los territorios que gobernaba. Caía además bajo la peligrosa influencia de Francia, de la que nunca logró desembarazarse.

Apuntado el entorno histórico, volvamos al personaje don Gil de Albornoz: miembro de un linaje castellano rampante camino de afincarse en la nobleza nueva, eclesiástico universitario en quien la institución dejó su huella, cortesano influyente, hombre de Iglesia celoso de la reforma y de gobierno autor de iniciativas duraderas, mecenas que corona su vida con una fundación al servicio de sus ideales de vida. ¿Quiénes eran los Albornoz y de dónde les venía el apellido? En primer lugar, caballeros ganaderos de Cuenca, vinculados de antiguo al régimen gubernativo de la ciudad a través de las alcaldías electivas. Alvar Pérez - juez en 1249 - sería el abuelo que evoca la lauda sepulcral de García Álvarez, padre de nuestro hombre. Propietarios de tierras en la Mancha conquense, en el lugarejo de Albornoz, perteneciente hoy al municipio de Villarejo de Fuentes y también en Cervera. Financieros vinculados con la administración de la orden de Santiago -arrendatarios de la encomienda de Huélamo- y con la economía episcopal de Cuenca a través de préstamos en metálico y la administración de sus rentas. Miembros de la clientela de don Juan Manuel, el omnipotente señor de la llanura manchega, mentor de Fernando IV y tutor de Alfonso XI. Cortesanos rampantes de claros objetivos de ascenso social, aliados de éste último monarca poniendo a su disposición cuantos medios de influencia local habían logrado tener a su alcance en el ámbito conquense. Magnates encumbrados en lo social, lo económico y lo político, fue el padre de don Gil, García Álvarez (+ 1328), capaz de casarse con doña Teresa Luna, hija de un preeminente noble aragonés, corroborando con ello el estilo de vida nobiliario definitivamente adquirido ascendiendo, gracias a la voluntad real, por la pirámide estamental desde la caballería urbana hasta la ricahombría. Este matrimonio les habría ya permitido franquear un escalón importante, pero resulta evidente que fueron los hijos de ambos, Alvar García y Fernán Gómez quienes lograrían triunfar ya notoriamente dentro y fuera del reino, sobre todo a partir del encumbramiento en la jerarquía eclesiástica logrado por su hermano Gil Álvarez, uno de los más universales conquenses.

Prueba del poder ejercido en Cuenca y desde ella por García, el padre de nuestro protagonista, serían los primeros pasos dados en la carrera eclesiástica por su hijo Gil, el futuro cardenal. Éste, nacido en la ciudad del Júcar en 1302, luego de haber recibido una amplia formación inicial en el palacio del arzobispo de Zaragoza y de Tarragona Jimeno de Luna, hermano de su madre, prosiguió después estudios en Francia para recibir hacia 1324, en Montpellier o Toulouse, el grado de doctor en Decretos, es decir, en derecho canónico. Vuelto a Castilla, obtuvo en Cuenca el primer beneficio de provisión capitular, nombrándosele arcediano de Huete, a cuyas rentas, nada desdeñables, llegaría a acumular los emolumentos de otras veinte prebendas mayores y menores en el obispado conquense y en el de Toledo, donde, como San Julián, sería arcediano de Calatrava. Poco tiempo después, unidos prestigio personal e influencia familiar, determinaron al cabildo catedral de Cuenca, que a la sazón luchaba por conservar tal prerrogativa, a elegirle para gobernar aquella diócesis cuando en 1325 murió el obispo portugués don Fray Esteban. Sin embargo, el autoritario Juan XXII, pese a que años antes ya había nombrado canónigo de Toledo al joven Albornoz, no aceptó tal elección capitular, alegando razones de falta de edad canónica (eran 23 o 24 los que a la sazón contaba y se requerían al menos 35), se negó a ratificarla.

Tampoco ayudó mucho que el padre del joven Albornoz, don García, estuviese entre los deudores con la curia pontificia tras la muerte del obispo don Pascual. En la corte pontificia de Aviñón se encontraban muy molestos debido a la reticencia mostrada por los canónigos de Cuenca a la hora de remitirles el dinero procedente de la venta de los bienes dejados a su muerte por el obispo don Pascual (1299-1320), cuya suma, con arreglo a las vigentes normas canónicas, pertenecía en su totalidad a la curia pontificia. García Álvarez, padre de don Gil se hallaba entre los supuestos usurpadores de tales bienes, contra quienes procedían con censuras los curiales aviñoneses, razón por la que no se veía con buenos ojos en la corte papal la propuesta de que éste recibiese la mitra de Cuenca. Ceder a la petición capitular hubiese significado en este caso sufrir una derrota de cara a la autonomía centrífuga de una diócesis, máxime cuando además un poderoso linaje local respaldaba al electo. Hasta Aviñón se llegaría en 1330 el propio don Gil, arcediano de Calatrava, para zanjar definitivamente el pleito, conduciendo el importe de la deuda pactado al cabo entre los litigantes. En 1335 le enviaría Alfonso XI como embajador ante el rey de Aragón, prosiguiendo después esta misión con el papa Benedicto XII, a quien solicitaría autorizase transferir ciertas rentas eclesiásticas al fisco regio con el fin de sufragar los gastos de la inminente campaña antimusulmana emprendida por el monarca castellano, la cual culminaría con la batalla del Salado en octubre de 1340, donde se hallaría presente Albornoz mismo.

Gil de Albornoz entregando simbólicamente al papa San Clemente I la capilla del Colegio de España, dedicada a dicho santo.

Gil de Albornoz entregando simbólicamente al papa San Clemente I la capilla del Colegio de España, dedicada a dicho santo. / Manuel de Corselas (Wikipedia)

Vemos que la importancia de la política tenía mucho que ver con los “ascensos eclesiásticos”. La participación de don Gil en la política castellana se hace decisiva al ser nombrado arzobispo de Toledo en 1338, sucediendo en aquella sede a su tío Jimeno de Luna. Primado y canciller de Castilla, figura al lado de Alfonso XI en la intensa labor que el joven rey lleva a cabo. Problemas de administración de justicia, de organización del ejército, de buen gobierno interior han de pasar por las manos del arzobispo. Su presencia en las Cortes castellanas le hace también conocer la realidad interna del país y con toda probabilidad hubo de intervenir en la preparación del decisivo Ordenamiento promulgado por las reunidas en el palacio arzobispal de Alcalá en 1348. Amigo y consejero del monarca en la paz y en las armas participa también en las campañas guerreras promovidas por éste. Nombrado comisario de Cruzada, toma parte, como va dicho, en la batalla del Salado, en el cerco y toma de Algeciras entre 1342 y 1344 y en el fallido sitio de Gibraltar, levantado a la muerte del rey en marzo de 1350.

Los Albornoz se opusieron a Pedro I, ¿por qué y cómo afectó a sus intereses? Varias fueron las razones de los Albornoz para sumarse a la oposición nobiliaria contraria a Pedro I. Dado que durante sus últimos años se había dejado sentir sobradamente en la corte la influencia de la favorita Leonor de Guzmán y de alguno de los ocho hijos que con ella había tenido el rey, llegado aquel momento, tanto los partidarios de la reina María de Portugal como los del legítimo heredero don Pedro procuraron tomar su revancha. Quizá como precaución y, desde luego, dando prueba de la gran confianza que el fallecido monarca había depositado sobre aquellos caballeros, éste había encomendado a los Albornoz custodiar en su casa de Cuenca a Sancho, uno de los referidos bastardos, nacido en 1331, y tal gesto hubo de determinar después la postura adoptada por ellos ante la persecución de que el nuevo monarca hizo objeto en cuanto pudo a sus hermanastros. Alvar García de Albornoz, "un caballero que vivía en el obispado de Cuenca, que era ome muy honrado", según dice la Crónica, copero mayor además del rey, fue enviado en 1352 como embajador a Francia para concertar el matrimonio entre Blanca, hija del duque de Borbón, y el joven monarca de Castilla.

Concluida la operación en un vergonzoso fiasco, cuando, tres días después de la boda, una vez supo Pedro I que la importante suma concertada como dote de su esposa no iba a ser cobrada, la abandonó para reunirse con su amante doña María de Padilla, las desventuras de la repudiada no tardarían en dar argumento a la rebeldía de los enemigos del rey, entre los cuales se contaban los Albornoz de Cuenca por habérseles enfrentado abiertamente también desde el comienzo mismo del reinado. En agosto de 1350, a instancia de los vecinos de la villa de Moya que, como los de Cuenca por aquel entonces, reclamaban se les respetase también la autonomía concejil, Alvar se había visto privado allí del cargo de Justicia otorgado por Alfonso XI.

Por su parte, el arzobispo toledano, incómodo ante el sesgo general que tomaba la nueva política de Pedro I y molesto también a causa de los desaires que ya comenzaba a prodigarle éste, buscó en Aviñón el amparo de la curia pontificia, donde, después de recibir el capelo de cardenal en diciembre de 1350, trabajaría en pro de la alianza entre Castilla y Francia propugnada por el papa Clemente VI, aconsejando al rey, de acuerdo con él, aceptar el frustrado matrimonio que acabamos de referir.

Sepulcro de Gil Álvarez de Albornoz en la capilla de San Ildefonso de la catedral de Toledo (España).

Sepulcro de Gil Álvarez de Albornoz en la capilla de San Ildefonso de la catedral de Toledo (España). / Manuel de Corselas (Wikipedia)

En tales circunstancias consideraron los Albornoz la oportunidad de adoptar la rebeldía como toma de postura frente el rey Pedro I, amparándose para ello en los recursos que su propia zona de influencia pudiera prestarles. La poderosa fortaleza conquense sería su principal baluarte, pero, logrado el apoyo de los eclesiásticos, decidieron servirse también para sus propósitos del castillo de Pareja, propiedad asimismo de la mitra de Cuenca, recibiéndolo en encomienda del cabildo, por hallarse entonces ausente de la sede el obispo don García II (1342-1359).

Cuenca, Moya, Cañete y Requena, acompañarían a Toledo en su alzamiento junto a otras ciudades de ambas Castillas y cuando, luego de feroz lucha, cayó la ciudad del Tajo el 19 de mayo de 1355 y tras ella las demás, aún resistiría Cuenca, prevalida de sus inexpugnables defensas, al sitio que el rey le puso. Desde el real de Jábaga, donde permaneció por espacio de quince días en junio, "trajo sus pleytesías con Don Alvar García e con don Ferrand Gómez su hermano, porque la ciudad es muy fuerte e non la podía cobrar por fuerza" y en virtud de tal acuerdo, cesaron en sus hostilidades los de Cuenca sin permitir por eso entrar en la ciudad a don Pedro. Un perdón general, semejante al concedido en octubre a Toledo, zanjaba un mes más tarde el agravio infligido al rey por los conquenses. Sin embargo, ni éste, ni tampoco la especial intervención pontificia hecha en favor suyo evitarían que, al año siguiente, emprendiesen los Albornoz de Cuenca, con Alvar García y Fernán Gómez al frente, el camino del destierro a Aragón y le fuesen incautados además al cardenal don Gil los bienes y rentas que poseía en Castilla. En el reino vecino, además de seguir contando con la protección pontificia y hallar amparo entre sus parientes los Luna, los miembros del linaje Albornoz se mostrarían, como ellos, abiertamente adictos a la causa del conde de Trastámara, de cuyo partido vendrían a ser desde entonces firmes puntales, en Castilla.

Y a todo esto, don Gil no olvida sus obligaciones pastorales. Siguiendo la línea marcada por el concilio reunido en Valladolid en 1322 por el cardenal legado Guillermo Peyre de Godin, reúne sínodos en Toledo y Alcalá, 1339, 1345, 1347, en los que intenta mediante más rigurosas sanciones penales urgir la observancia de la disciplina canónica entre un clero ignorante, codicioso y casi universalmente incumplidor de la norma del celibato.

Allá, en Talavera, en la calendas de abril

Llegadas son cartas del arçobispo don Gil,

En las quales venía el mandado non vil,

Tal que, si plugo a uno, pesó a más de dos mill.

(…) Cartas eran venidas que dizen de esta manera:

que clérigo nin cassado de toda Talavera,

que non toviesse mançeba, cassada nin soltera;

qual quier que la toviese descomulgado era.

(…) Adó estavan juntados todos en la capilla,

levantó se el deán a mostrar su manzilla,

diz: “Amigos, yo querría que toda esta quadrilla

apelláse,os del papa antel rrey de Castilla.

“Que maguer que somos clérigos, somos sus naturales;

servimos le muy bien, fuemos le siempre leales;

demás, que sabe el rrey que todos somos carnales;

querer se ha adolesçer de aquestos nuestros males.

Juan Ruíz, Libro del Buen Amor

Podemos decir de Gil de Albornoz que fue un promotor de la cultura y del conocimiento. Promulga disposiciones tocantes a la promoción cultural de los aspirantes a las sagradas órdenes, prohibiendo que alguien recibiera el sacerdocio sin “saber explicarse por escrito” y urgiendo a que en el plazo de seis meses se eligiera uno de cada diez beneficiados en catedrales y colegiatas para enviarlos a estudiar teología, cánones y artes liberales en alguna universidad. Extendiendo a sus obispos sufragáneos de Cuenca y Sigüenza aquellas disposiciones intentaría mejorar por ende la asistencia religiosa a los fieles.

Un catecismo dirigido a los párrocos para apoyo de la catequesis y la predicación tradicionalmente atribuido a él como autor, debió circular por la archidiócesis toledana y su provincia eclesiástica a partir de 1345. Era un resumen de otro anterior publicado en latín por su antecesor, el infante don Juan de Aragón, en 1328, añadido con la instrucción redactada en el ya citado concilio de Valladolid de 1322 y distintos fragmentos del que el obispo de Cuenca don Bernal Zafón había promulgado en el sínodo de 1344.

Partidario en suma el linaje Albornoz, junto a otros de los más poderosos de Castilla, de fórmulas monárquicas menos autoritarias que les otorgasen a ellos una mayor participación en el ejercicio del poder político, la muerte de Alfonso XI y la subida al trono de su hijo Pedro I, el Cruel o el Justiciero, según la óptica adoptada al considerar sus actos, condujeron al arzobispo toledano al exilio en la corte pontificia aviñonense y desde ella a los caminos de Europa, cobrando con ello su ejecutoria personal una dimensión de muy mayor alcance histórico. Nombrado entonces por Clemente VI (1342-1352) cardenal del título de San Clemente, actuó de penitenciario pontificio entre 1352 y 1353. Inocencio VI (1352-1362) le encomendará la recuperación de los territorios pertenecientes al patrimonio de San Pedro en Italia, nombrándole legado y vicario papal allí en agosto de 1353.

Hay que destacar también que su experiencia como gobernante y organizador, y su condición de guerrero, le señalaron como el más idóneo entre los prelados de la curia aviñonesa para mandarlo a Roma, donde no sólo eran necesarios los conocimientos militares, sino también, quizá en un grado mayor, la habilidad y la diplomacia.

Esta primera legación obedeció sin duda, tanto al reconocimiento de las cualidades personales de don Gil, como a la fama obtenida de sus actuaciones en la política y las armas castellanas. La amplitud de los poderes concedidos por el papa contrasta frente a la escasez de medios con que cuenta Albornoz para dominar el caos anárquico de los territorios pontificios. Contraste y paradoja. En nombre del papa lucha el cardenal Albornoz contra la nobleza gibelina que le disputa autoridad y poder en sus dominios italianos, mientras en Castilla su familia se opone con las armas al rey Pedro y donde los suyos terminarán beneficiándose del golpe de estado del conde de Trastámara en 1369, dando paso con ello a una fórmula monárquica bien restrictiva para el poder regio.

Desde mediados de siglo, la idea de la vuelta a Roma fue ganando terreno, a lo que contribuyó la situación cada vez peor de los estados de la Iglesia, no menos que el hecho de que la hasta entonces tan pacífica residencia de la Provenza se vio amenazada por las bandas de mercenarios que devastaban el país. A fin de estar a cubierto de sus ataques y saqueos, el año 1357 se rodeó Aviñón de un gran circuito de fuertes murallas y fortificaciones y se obligó incluso a los clérigos a pagar y prestar servicios al efecto. Por lo general se logró, mediante acuerdos financieros, el alejamiento de tales bandas o bien incorporarlas, como tropas mercenarias, a los ejércitos pontificios de Italia. Como queda dicho, poco después de su elección, se decidió el papa Inocencio VI a enviar una personalidad enérgica, cual era el cardenal de San Clemente Gil Álvarez de Albornoz. En agosto de 1353 dejó éste la curia, provisto de poderes casi ilimitados. Trece años, casi sin interrupción, pasaría en Italia y, a pesar de la ocasional incomprensión política puesta manifiesto por los papas y el escaso apoyo recibido de la curia aviñonesa, merece ser considerado al cabo como el segundo fundador de los estados de la Iglesia. La reorganización empezó por el llamado Patrimonio de San Pedro propiamente dicho, el núcleo central. Se ocupó después del ducado de Espoleto y luego se aplicó a las Marcas y a la Romaña, donde sólo tras varios años de esfuerzos se obtuvieron resultados.

La conducta del legado en la Tuscia romana (la comarca de Viterbo en la Toscana perteneciente al Patrimonio de San Pedro) arroja luz sobre sus métodos: hace la guerra con determinación contra todo oponente, en este caso Giovanni di Vico, prefecto de Roma por derecho hereditario y sobre todo constructor de un señorío que englobaba Viterbo y Orvieto. No hunde al vencido a quien le permite conservar Corneto, pero reserva los derechos del papa concediéndole el señorío a título de vicariato. Da conocimiento de sus intenciones obteniendo el juramento de fidelidad de los señores poniendo de manifiesto los derechos de la Iglesia con relación a los comunes de las ciudades sometidas. Roma antes de la llegada de don Gil se sentía abandonada, copada como estaba por los grandes clanes aristocráticos que, encaramados en sus fortalezas urbanas dominaban los diferentes barrios: los Orsini en el teatro Marcello y en el castillo de Sant Angelo, los Colonna junto a la Columna Trajana, los Sabeli en el Aventino, los Frangipani en el Coliseo, los Annibaldi cerca de Letrán. Con Albornoz terminaría el tiempo de las grandes familias. El senador único de Roma será designado por el papa, aunque de una lista presentada por el commune. Con arreglo al modelo florentino, será asistido de siete reformadores, cuatro prebostes y dos jefes de mesnada que forman un consejo de gobierno y dirigen una compañía de ballesteros, organizada por barrios

Una vez logrado el primer objetivo, la adhesión a la causa papal del arzobispo de Milán Giovanni Visconti, viene luego la paulatina recuperación de las ciudades pontificias sometidas al arbitrio de los nobles locales y sus condottieri, esos caudillos de fortuna que hacían de la guerra y su beneficio inmediato lucrativa ocupación para ellos y sus mercenarios puestos al servicio de quien mejor pagase sus servicios. Siena, Orvieto, Viterbo, Corneto, Cesena luego. En Montefiascone reúne una asamblea consultiva de juristas que, bajo su inspiración directa, redactarán las celebérrimas Constitutiones Aegidianae promulgadas en 1357 para la marca de Ancona, la ley fundamental del estado pontificio después hasta 1816. Ordenadas en seis libros, luego de registrar los documentos que respaldan la autoridad legaticia de Albornoz, se establecen en ellas los poderes de los gobernadores provinciales y demás funcionarios dependientes de ellos, se regulan las causas judiciales de índole espiritual, se establece un riguroso régimen penal y se pone por fin orden en el enrevesado mundo del derecho privado vigente entonces, todo ello amparado por un sistema judicial perfectamente reglamentado en cuanto a la jerarquía de instancias donde acudir.

El cardenal legado se consagró a su tarea militar con arreglo a lo aprendido en la lucha contra los moros andaluces, actuando a la vez como un hombre de estado por completo independiente, extranjero al fin, despreocupado del gusto con que en suelo italiano se buscaban soluciones de equilibrio y compromiso a los problemas políticos. De ahí la oposición de una curia mucho más inclinada a la diplomacia y de una Italia cansada de grandes proyectos y objetivos tanto como de los fastos guerreros. Los éxitos militares se vieron acompañados de fracasos, pactos y negociaciones y no cabe duda de que la eficacia mostrada por el legado llevaría a algunos de los magnates amenazados por sus tajantes actuaciones a conspirar cerca de los medios de la curia aviñonesa con la vista puesta en el relevo como legado del cardenal Albornoz, sustituido al cabo por Androin de la Roche, abad de Cluny en mayo de 1357.

Vuelto a Aviñón, Gil de Albornoz ocupó hasta 1358 su antiguo cargo de la Penitenciaría Apostólica, a la que dotó entonces de un muy preciso formulario para cada uno de sus ámbitos de gestión. El fracaso del nuevo legado, más imprudente y mucho menos experto que su antecesor, decidió a Inocencio VI a sustituirle otra vez por don Gil en septiembre de 1358. Fruto de aquella nueva legación fue la recuperación de Bolonia en 1360. Nuevas intrigas de los Visconti propiciarán el retorno del legado de la Roche. Albornoz está cansado y pide al papa volver a Aviñón. Urbano V (1362-1370), después de prodigarle subidos elogios, le nombra entonces legado para Nápoles, adonde nuestro cardenal se dirige en agosto de 1365. Como siempre, en medio de dificultades bélicas inmensas, carente de recursos materiales, concita acuerdos y aúna voluntades. Luego de dejar en Nápoles a su sobrino Hernán Gómez de Albornoz, firma en nombre del papa un tratado con ese reino, Florencia, Pisa y otras ciudades: por fin había logrado que el territorio pontificio obedeciese sin reservas al papa.

En junio de 1367 Urbano V retornaría al fin a los estados pontificios, roto el llamado “cautiverio aviñonés” y Albornoz experimentaría la satisfacción de darle la bienvenida en Viterbo, desde donde partiría protegido de fuerte escolta. La solemne entrada en Roma tuvo lugar el 16 de octubre. Ya se había extinguido para entonces la vida de nuestro cardenal. Murió el 23 de agosto en su residencia de Buon Riposo, cerca de Viterbo. El cadáver descansaría, cerca del de su venerado Francisco, en la basílica de Asís hasta tanto cesase la regia indignación contra los de su linaje, como él mismo dice en su testamento. Instaurada la nueva dinastía Trastámara en Castilla desde 1369 y pujantes sobremanera los Albornoz desde entonces, en 1372 fueron trasladados los restos del cardenal de San Eustaquio hasta la catedral toledana, su antigua sede, donde hoy reposan, según él mismo dispuso, en suntuoso túmulo construido en la capilla de San Ildefonso que había fundado.

El final de su vida se empeñó en fundar un colegio para estudiantes pobres, pero murió antes de conseguirlo. Fuera de los cuadros tradicionales de la Iglesia terrestre, el cristiano podía esperar encontrar también guías entre los maestros de las universidades, aquellas, sobre todo, cuya reflexión filosófica o jurídica igualaba por su autoridad a los preceptos canónicos. En Bolonia, París, Orleáns, Oxford, una consulta hecha a los juristas o a los teólogos valía tanto como una decisión pontificia. Este progreso de la autoridad universitaria entre 1300 y 1400 es un rasgo importante de la evolución social. Los intelectuales de oficio no han cesado de intervenir en materia de educación, luego de dogma, de política al cabo. El auge de las clases urbanas tanto como un creciente deseo de saber entre ellas convirtieron a los intelectuales en consejeros y censores naturales de la res publica. Se impuso colocarlos en el mismo nivel que a los nobles: son los “caballeros en leyes” y una elevación material siguió de cerca al alza de su prestigio y se los encuentra aconsejando a todos los príncipes de aquel tiempo. Tal experiencia se hizo idea fecunda en el ánimo de Albornoz.

No pudo verlo en marcha, tan sólo acarició en su alma el proyecto de fundar un colegio –cuyas trazas supervisó aún en vida- para veinticuatro estudiantes españoles pobres, puestos a la sombra de la prestigiosísima universidad boloñesa. Los miembros de su linaje y algunos conquenses presentados a dos becas vacantes por el cabildo catedral de la ciudad tendrían sitio reservado en la institución. Amparado tras sus muros, obtendría allí formación adecuada un grupo de españoles alejados de las continuas calamidades que se sufrían en sus tierras, “difícil condición –según el propio Don Gil- para dedicarse al estudio sosegado de las letras”. Venero de letrados destinados a hacer frente a las necesidades de la nueva sociedad y el nuevo estado en germen con el aval de una depurada formación teológica o jurídica, su modelo organizativo influiría sobre la mayoría de los posteriores Colegios Mayores hispanos. Don Diego de Anaya, obispo de Cuenca (1408-1417) y fundador en 1401 del primero, el de San Bartolomé de Salamanca, manifiesta, “Cuando estuve en Italia pasé a Bolonia, ciudad ilustre de la Lombardía por la academia de todas las ciencias que allí florecía. Vi el colegio que fundó aquel insigne cardenal Gil de Albornoz para los españoles, inflamado del mismo celo en que hoy me abraso, y resolví, no sólo imitar el intento, sino aventajarlo en lo que pudiere”. Heredero universal de su notable fortuna en virtud de su testamento, otorgado en Ancona el año 1364, y puesto bajo el patrocinio de San Clemente mártir, el primer título cardenalicio del fundador, abrió aquél centro (Domus hispanica) sus puertas en septiembre de 1369, apenas dos años después de la muerte de Albornoz. Cuna de numerosísimos hombres ilustres por su ciencia e influencia cultural y política, la proles aegidiana, esta estirpe secular que aún reside y se forma al amparo de aquellos muros, sigue proclamando la imperecedera fama de este hombre cuya excepcionalidad, aquí apenas esbozada, le otorgaría la merecida universalidad que, sin discusión, se le reconoce.

Paco Auñón

Paco Auñón

Director y presentador del programa Hoy por Hoy Cuenca. Periodista y locutor conquense que ha desarrollado...

 
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