Mujeres perdedoras: el burdel de Cuenca al comienzo de los tiempos modernos
Desde lo estipulado en el Fuero de Cuenca a las medidas tomadas por Felipe II
Cuenca
En el espacio El archivo de la historia que coordina Miguel Jiménez Monteserín, y que emitimos los jueves en Hoy por Hoy Cuenca, hablamos en esta ocasión de la prostitución. No se trata de debatir acerca de la antigüedad del comercio sexual, más teniendo en cuenta que podemos considerar la prostitución como una habitual derrota femenina en un negocio manejado mayoritariamente por hombres.
Mujeres perdedoras: el burdel de Cuenca al comienzo de los tiempos modernos
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MIGUEL JIMÉNEZ MONTESERÍN. No cabe ninguna duda de que ofrecer una compensación de cualquier signo por el placer obtenido es una práctica cuyos orígenes pueden rastrearse en épocas muy lejanas y en muy diferentes lugares. Sus circunstancias y características han sido diferentes en cada época y sitio. Marcadas siempre por la cultura vigente, la moral y el derecho las han regulado de manera muy distinta, por más que no quepa casi nunca otorgar equidad a la posición atribuida a hombres y mujeres en los tratos, trasunto inequívoco de las relaciones vigentes en el resto de las situaciones sociales. Una premisa necesaria ha de señalarse por ello: la habitual derrota femenina como elemento clave de un negocio en el que, a pesar de las apariencias y sin entrar en otras consideraciones, ni antes ni ahora recibirían las mayores ganancias sus principales protagonistas, sometidas a la plural violencia masculina.
Bien insatisfecho de su pesquisa suele hallarse quien, valido de fragmentarios testimonios de archivo, intente poner rostro individual y propio a alguna de tan inequívocas perdedoras como la inmensa mayoría de las prostitutas fueron durante los siglos de la modernidad hispana. Vacila además el historiador al decir esto, porque no es seguro tampoco el tiempo del verbo a emplear al acometer la tarea. Fueron…, son…, serán… Difícil se hace eludir el manido tópico de la máxima antigüedad del oficio puteril, tan vano como falso a la vez. Se impone entonces la necesidad de señalar primero lo cambiante de su aspecto al compás de las razones ideológicas y sociales que presidieron cada momento del pasado. Sobran desde luego las razones para considerarlas en cualquier caso perdedoras siempre, por ser mujeres de ordinario pobres, abocadas a ejercer un oficio vil y deshonroso en un mundo cruel, regido y ordenado sin excepción por hombres. De manera deliberada evitamos considerar ahora la escasa libertad de elegir compañero de vida que a las mujeres cupo otrora. Bien cierto y sabido es que, acumulados y trabados, los más diversos intereses materiales y sociales, encauzados por la familia o el grupo, durante siglos estorbaron, por principio, a muchas y también a muchos el poder escoger pareja.
Dejando pues aparte el matrimonio y su espinoso devenir común, nuestra mirada se dirige a los márgenes sociales sometidos a bien crueles normas, escritas o no. De mujeres sin amparo familiar, huérfanas, violadas y deshonradas, abandonadas del marido, viudas, venidas de otra etnia o cultura, sometidas siempre de diversa manera a los varones hablamos. El infortunio las más veces, guiado de los hoscos cauces sociales otorgados al goce sexual por normas culturales y cambiantes valores morales de varonil impronta siempre, hizo en el pasado, tal y como hoy sigue haciendo sin duda aún, cruda mercancía de muchos cuerpos femeninos. Destinados a satisfacer con harta sordidez a menudo la no menos miserable demanda de sus servicios sexuales formulada por hombres dispuestos al trato, solos, incapaces de emparejarse por ausencia, desarraigo, demasiada juventud o insalvable falta de medios para matrimoniar, sin descontar el atractivo de la novedad de la carne y el señuelo del placer comprado y sin normas.
Muy poco importa, se nos antoja, que su oficio se encamine a dar placer, pocas veces seguramente a recibirlo; casi nada interesa, en realidad, que sorprendamos, descritas en los libros o representadas en lienzos, escenas en las que hombres y mujeres festejan con más o menos explícito erotismo o que, copiosos, nunca falten en ellas el vino y la buena comida. Son máscaras joviales, elaboradas pantallas retóricas de índole literaria o plástica, tras cuyo disfraz convencional viene a ocultarse la cruda realidad del tráfico interesado, mutuamente falaz. Crudo mercadeo del goce, presidido siempre por la astucia de quien negocia trampeando deseoso de aventajar en la ganancia a la parte opuesta. Fugaz la juventud, frágil la salud, cada vez más exigua vendría a ser al cabo la estima mercantil de los cuerpos ajados o enfermos, fatalmente encaminados hacia una degradación sin excusa.
Encuentros sexuales de soledad y desarraigo la mayoría, en ambientes ingratos, presididos por violencias, extorsiones y engaños de muy diversa índole. Escasamente protegidas de nadie, sometidas siempre, de un modo u otro, a la arbitrariedad rufianesca, degradadas, explotadas en lo económico y en lo físico por personas e instituciones en aras de superiores bienes sociales y morales objeto de precisa elaboración teórica. Vivero cierto de terribles dolencias sus cuerpos. Desprovistas de la más elemental libertad en cualquier terreno, fuese éste sexual, económico o social, bien caras les saldrían, como salen hoy a sus beneficiarias, las ganancias logradas del infame comercio. Ofertar cuerpos femeninos como mercancía destinada a la satisfacción de los hombres es, nadie lo duda, práctica vieja y universal diversamente instituida y hasta santificada incluso a veces. De su circunstanciada realidad histórica en la España Moderna, cumple hablar ahora.
Sobre la historia de este oficio ¿qué apuntaba, por ejemplo, el Fuero de Cuenca, sobre su regulación? Obviando la brutalidad doméstica, velaba el Fuero de Cuenca en el siglo XII por la integridad moral de las mujeres en la dura sociedad de la frontera, sancionando a los varones ajenos a ellas que las insultasen o agredieran, obligándoles además a restituirles la fama. Expuestas al maltrato público, subrayaba en cambio que las prostitutas urbanas carecerían de tal salvaguarda. Extrañas a la comunidad urbana, desarraigadas e infames como los leprosos, podrían ejercer su oficio, dado que no suponía directa amenaza para el orden matrimonial, mientras que sí serían castigadas como delincuentes las torcedoras de voluntades femeninas, consideradas causa próxima de desorden para el linaje o de deshonor para los maridos.
Cualquiera que denostare a la mujer ajena llamándola puta o acémila o leprosa, pague dos áureos y jure además que no sabe que haya tal mal en ella: si no quisiese jurar, salga enemigo. Pero si alguno forzase a una meretriz pública o la deshonrare, no pague nada. XI, 29
Se detallaba, por ejemplo, el castigo para las alcahuetas o celestinas. Riesgo para el honor masculino y amenaza para los matrimonios establecidos, las mujeres que facilitaran las relaciones clandestinas entre hombres y mujeres serían castigadas de manera inexorable:
Cualquier mujer que se probase ser mediadora o alcahueta sea quemada. Si resultara sospechosa y lo negase, sálvese por el hierro. XI, 44.
¿Cómo afectaba la necesidad de aportar una dote para el matrimonio a la hora de casarse antes o después, o con una o con otra? Sabemos que en Castilla y Aragón sobrevinieron durante los siglos XIV y XV catástrofes productivas y demográficas semejantes a las conocidas de antiguo para otros países de la Europa Occidental, pero no parece que hayamos logrado aún averiguar demasiado acerca de la incidencia social de las mismas en lo concerniente a la redistribución social de los patrimonios o, atendiendo a lo que ahora nos importa, en cuanto a las variaciones experimentadas por el régimen matrimonial. Como en aquellos, tales dificultades parecen haber conducido al deterioro y lenta sustitución del sistema antiguo y medieval de la familia extensa y el linaje, en virtud, sobre todo, de un continuo retraso en la edad de los contrayentes. Esta generalizada observancia terminaría por implantar durante los tiempos modernos un nuevo modelo matrimonial y familiar del cual sería pieza clave una etapa de soltería más prolongada fundamentalmente entre los varones, obligados a esperar más tiempo antes de poder constituir su propio patrimonio mediante el ahorro de su jornal o por muerte de sus padres. El cambio de pauta matrimonial no hay duda de que, por razones igualmente económicas, entre las que se destacaría la previsible dificultad que los padres tendrían para dotarlas, también afectó a las mujeres, retrasando con ello su primer casamiento. En consecuencia, quizá también fuese preciso moderar en tierras peninsulares la violencia social nacida de las frustraciones sufridas por aquellos jóvenes cuya escasa fortuna personal les apartaba de semejante competencia, por lo que se veían privados de mujer propia durante una larga etapa de sus vidas. Cabe incluso que a alguna autoridad pareciese conveniente tolerar el mal menor de admitir legalmente, a pesar de su carácter pecaminoso, las relaciones sexuales venales con mujeres públicas a fin de prevenir una peligrosa difusión de las prácticas homosexuales entre los jóvenes solteros. Conviene recordar que la determinación de crear un burdel público adoptada por las autoridades florentinas a comienzos del siglo XV fue adoptada bajo la expresa consigna de luchar contra la homosexualidad juvenil masculina.
En casi todas las ciudades importantes de Castilla y Aragón se abrió una mancebía pública a lo largo del siglo XV, sometida al patrocinio y control de las autoridades municipales. En la mayoría de los casos la iniciativa partió con toda probabilidad de cada regimiento local, buscando regular mejor con ello la convivencia ciudadana. Sin que les fuesen del todo ajenas las señaladas quiebras económicas registradas en el campo durante los siglos bajomedievales, un buen número de hombres y mujeres desarraigados debieron encaminar sus pasos entonces hacia las ciudades en busca de sustento. Tal situación, unida a las crisis políticas coetáneas que por diversos motivos sacudieron a los diferentes reinos hispanos, pudo quizá hacer surgir un ambiente de mayor licencia en las costumbres sexuales, que se concretaría, sobre todo, en la prostitución libre. La pobreza empujaría a muchas mujeres sin medios de vida ni perspectiva de matrimonio a buscar ganancia al precio de sus encantos, uniéndose unas veces pasajeramente con algún hombre más o menos acomodado, dispuesto a mantenerlas como concubinas. En otras ocasiones se ofrecerían a satisfacer las necesidades sexuales de cuantos varones, muchas veces también obligadamente solteros ellos mismos, se lo demandasen.
¿Dónde se ubicaban estas mujeres para ejercer su oficio? Las putas, así las transeúntes como las de asiento urbano más o menos estable, ejercerían su oficio en cualquier punto de la ciudad. Ello acarrearía múltiples inconvenientes a la vecindad de sus casas, dado que, cohorte obligada de las prostitutas eran los rufianes, de continuo en el punto de mira de los legisladores. Hombres de ínfima estofa, rodeados casi siempre de otros marginales de no mejor laya, dispuestos todos a saldar, casi siempre violentamente y por sí mismos, cualesquier diferencias que les enfrentasen entre sí o con los esporádicos clientes de las rameras protegidas suyas. La violencia callejera pues, mucho más que el escándalo ante la ostensión que de sus prendas y encantos hiciesen las meretrices, llevaría a procurar delimitar unos espacios a propósito para la transgresión tolerada, donde a cuantos ciudadanos quisieran fuese posible dar rienda suelta a casi todas las pasiones sin mayor deterioro de la convivencia.
¿Qué propuso exactamente San Vicente Ferrer para que las prostitutas ejercieran su profesión? No conviene olvidar tampoco el influjo, pasajero y todo, que las razones morales aducidas por predicadores de la talla y autoridad popular de un San Vicente Ferrer tendrían desde principios del cuatrocientos a la hora de decidir la reclusión de las putas en burdeles señalados. Para el dominico valenciano lo importante era, de igual modo que para los legisladores, luchar contra el adulterio. Instaba por ello a las autoridades locales a que ordenasen mejor la convivencia en ciudades y pueblos, impidiendo a las meretrices ofrecerse en cualquier sitio público, con el fin de estorbar algo la múltiple tentación que encarnaban.
Identificar, instalar, ordenar y reglamentar, he aquí los propósitos básicos que los teóricos transmitieron a las autoridades en lo tocante a la prostitución, en estrecha consonancia con otros problemas sociales planteados en el momento. Cuando en el transcurso del siglo XV se intentaba en España homogeneizar la sociedad cristiana sobre la base de una uniformidad de creencias que garantizase completamente la fiabilidad de los lazos sociales referidos a una instancia suprema de carácter trascendente y ello llevaba en un primer momento a recluir, cuando no a perseguir, a los no cristianos, judíos y musulmanes, que todavía quedaban en el seno de aquella, el hecho de segregar a las prostitutas de la convivencia común podía entrecruzarse a veces con la delimitación "confesional" establecida en el espacio urbano.
Decía el dominico valenciano:
"Una mala compañía es que los judíos, los cristianos y los sarracenos vivan en la misma casa. Y, por cierto, si quereis dar a ganar, debeis darlo a los cristianos antes que a los infieles. (...) Por eso, regidores, debéis proveer en lo que toca a los judíos y sarracenos, como dije de las putas: estableced un lugar concreto para que allí vivan y no tengan trato con los cristianos."
Crear mancebías públicas significaba pues, en principio, evacuar el problema, incluso en un sentido puramente geográfico, dado el designio gubernativo de trasladar a las prostitutas hasta los arrabales de las ciudades. Obligado era luego promulgar ordenanzas por las que se gobernasen los ocupantes y usuarios del burdel. Así, al confinar a un sitio concreto el ejercicio venal de la sexualidad se pretendía obtener un doble resultado, ya que al sacar a las prostitutas del vecindario, al mismo tiempo se apaciguaría en parte el tenso ambiente de violencia que sabemos reinaba en muchas ciudades en el Cuatrocientos, de la cual no sería la sexualidad un ingrediente menor.
¿Qué podemos conocer a través de la novela de La Celestina acerca de este oficio? Resulta muy sugerente el análisis que María Eugenia Lacarra hace de ciertos pasajes de La Celestina, viendo en el personaje a la antigua dueña de un burdel "particular", a quien no quedaría otro remedio para sobrevivir que transformarse en alcahueta, conservando aún en su casa como única pupila a Elicia, luego de la promulgación en Salamanca de las disposiciones monopolistas dictadas en 1498 por los Reyes Católicos a instancia del Concejo de la ciudad, las cuales, sin embargo, parece eludir de momento Areúsa:
"Bien parece que no me conociste en mi prosperidad, oy ha veynte años. Ay, ¡quién me vido y quién me vee agora!. No sé cómo no quiebra su coraçon de dolor. Yo vi, mi amor, a esta mesa donde agora están tus primas assentadas, nueve moças de tus días, que la mayor no passava de deziocho años y ninguna havía menor de catorze." Auto IX, cena 4ª
No conviene, sin embargo, creer que a lo largo del siglo XV, ni tampoco después, haya tenido lugar una absoluta ordenación de la prostitución. Normativizada y todo, nunca debió reducirse por completo su ejercicio al estrecho recinto señalado a la Putería por las autoridades urbanas, ni tampoco los rufianes dejaron de provocar cuestiones y querellas, puesto que no faltan los documentos que subrayan ambos hechos. A comienzos del Cuatrocientos, en medio de la ardua lucha de bandos de que era teatro la ciudad de Cuenca, se había denunciado al Rey la connivencia delictiva que su alguacil tenía con
"rufianes e omes malos, que teníen e tenían mancebas públicas en las mancebías, de lo que se seguía daño a la dicha cibdad de muchos cohechos e hurtos e robos e maleficios que facían.”
En 1437 se decía:
"E después desto, en las dichas casas, requirieron los dichos Lope Vázquez e Regidores al dicho Alcalde e al dicho Alguacil, que por cuanto se decía que en la dicha cibdad había venidos rufianes que tenían mancebas públicas en el burdel, que sopiera la verdad el dicho Alcalde, e sabida, que mandase al dicho alguacil que los prendiese a ellos e a ellas, et que procediese contra ellos por la vía e forma de las Ordenanzas del Rey."
La institución de las mancebías públicas requirió prolijas justificaciones teóricas, pero, en el orden puramente práctico, resulta evidente haber contado principalmente en favor suyo, junto al ingrediente añadido por ellas a la paz social y la estabilidad familiar, el provecho económico que procuraban a personas e instituciones de muy diversa condición. Gestionadas unas veces por alguien nombrado directamente por el concejo y otras sencillamente arrendadas al mejor postor como otro cualquier "bien de Propios", tal régimen excluía de ellas, al menos en teoría, a los rufianes protectores de las prostitutas.
Los prostíbulos tutelados por los Concejos debían acoger sin excepción a todas las prostitutas residentes en cada ciudad y a cualesquier otras que hasta ella llegasen, prohibiéndose que anduvieran por las posadas y mesones y hasta que comiesen o cenaran en tales sitios. ¿Qué se decía de esto en Cuenca el año 1494?
"(...) los dichos señores Concejo dijeron que ordenaban e ordenaron, mandaban e mandaron que, por cuanto les es fecha relación que las mujeres del partido que estan e vienen a esta cibdad no guardan ni cumplen la ordenanza que está fecha, por la cual está defendido que ninguna sea osada de comer ni cenar en mesón ni en casa alguna del barrio donde están puestas a ganar dineros que es en el arrabal de la Puent Seca de la dicha cibdad, por evitar rufianerías e encubiertas que entre ellos y ellas pasan, por donde se encubren los rufianes por sus convites, de la cual se han recrecido ruidos y se han llevado ciertas mujeres, que por mayor abundamiento ordenaron y mandaron que d'aquí adelante ninguna mujer pública sea osada de comer ni cenar fuera dela casa e mesón que está señalado por la ciudad para habitación de las dichas mujeres del partido,(...)"
Las mancebías, organizadas a modo de barrios cerrados, se encontraban sometidas a la autoridad de un "Padre" o una "Madre" nombrados unas veces por el respectivo Concejo y otras por los dueños particulares o los arrendatarios del burdel. Tales personajes, en posesión incluso de algún prestigio social, venían a ser, de hecho, sustitutos legítimos de los perseguidos rufianes. El mantenimiento del orden tocante a mujeres y parroquianos en el interior del recinto de la mancebía dependería de ellos y de los alguaciles, prohibiéndose, a tal efecto que los clientes portasen armas en ella.
"Item, que la persona que tuviere la dicha mancebía pueda traer armas para la defensión de las mujeres del partido e de su persona, con que no mate ni fiera. Item, con condición que la persona que toviere la dicha mancebía, que pueda detener e prender a la persona o personas que ficieren algund dapno o desaguisado a las mujeres que estovieren en la dicha mancebía, o ficieren delito, fasta tanto que la justicia de la dicha cibdad vaya para que gelo entregue, sin que la faga daño". Condiciones del arrendamiento de la Mancebía de Cuenca, (3-VI-1513).
A su cuidado quedaría también más adelante velar por que las prostitutas declaradas enfermas por el cirujano en su visita periódica abandonasen el burdel para ir al hospital. El tamaño de cada putería solía ser lógicamente proporcional al de las ciudades donde radicaban. Unas veces consistían en un simple mesón más o menos aislado y convenientemente cercado.
"Este dicho día [6-XII-1494] los dichos señores Concejo dijeron que, vistos los inconvinientes y daños que se recrecían de cada día de estar abierta y no cerrada la putería pública que tiene Bernaldina Rodríguez, mujer de Juan López de Marquina e sus fijos, en especial, que algunas malas personas y rufianes, estando durmiendo las mujeres públicas en sus boticas, por fuerza e contra su voluntad se las han llevado e llevan de cada día e por otros muchos eçesos que se façen en la dicha mançebía, a causa de no estar cerrado donde las dichas mujeres están, por ende, que ordenaban e mandaban e ordenaron e mandaron, que la dicha Bernaldina Rodríguez e sus fijos tapien y çierren e çerquen y fagan corral en la dicha su mancebía, por manera que las mujeres que allí estuvieren puedan estar seguras y se pueda cerrar el dicho corral con su puerta y de noche no les sea fecha fuerza ni agravio,(...)"
¿Qué eran las boticas?
En ocasiones formaban un conjunto de pequeñas estancias llamadas "boticas", escuetamente amuebladas y aisladas también tras de una tapia, donde las prostitutas recibirían a sus clientes.
Las residentes en el burdel debían permanecer en él, sin vagar fuera, comiendo, si no querían adquirirlo por sí mismas, de lo que, al precio justo de la tasa, les proporcionasen sus encargados. Ahora bien, a la vista de las previsiones contenidas en las Ordenanzas por las que durante el siglo XVI se rigieron la mayoría de los burdeles y algún otro testimonio acorde, parece que las prostitutas allí confinadas sufrieron frecuentes extorsiones de los responsables de aquellos, a consecuencia de las deudas contraídas en forma de préstamos en dinero o ventas al fiado de ropas o alhajas, lo que las colocaba en una situación dependiente muy difícil de romper. En las Ordenanzas de la mancebía de Sevilla de 1561, cuyo tenor general vino a servir después de reglamento para la mayoría de las del Reino, se prohíbe expresamente recibir en empeño una mujer:
"ni sobre ella ni sobre su cuerpo pueda dar ni prestar dineros algunos directe ni indirecte, por ninguna vía ni forma que ser pueda, aunque ella propia lo consienta y aunque la tal mujer los pida prestados para curarse, ni para otra necesidad que sea y tenga, (...)”
La auténtica "ley de bases" de las mancebías castellanas se promulgaría en la pragmática de 10 de marzo de 1571, donde se establecían unas normas uniformes de funcionamiento para todos los prostíbulos del reino. Los beneficiarios materiales de aquella situación de tolerancia legal hacia un supuesto mal menor social fueron muy diversos. En unas ocasiones, los municipios arrendaban el uso del burdel edificado por ellos mismos a los "Padres de la mancebía", bajo ciertas condiciones de prestación de servicio.
"Este día [11 de abril de 1514] en el dicho Concejo paresció presente el dicho Francisco de Culebras e dijo que por cuanto la dicha mancebía e putería, propio de la dicha cibdad, le estaba rematada, (...) decía quel tomaba e tomó a censo perpetuo ynfinteosyn, perpetuamente, para él e para sus hijos e e herederos e subcesores, de los dichos señores, Concejo, Justicia, Guarda y Regidores, la dicha putería, propio de la dicha cibdad, con cargo de censo ynfinteosyn de los dichos mil e quinientos e diez maravedís, pagados por tercios de cada año, e primera paga desde San Juan de Junio,(...)"
Otras era un particular quien recibía autorización de la Corona para levantarlo y explotarlo. Podía un concejo rescatar el monopolio concedido a tal particular, mediante indemnización y dar luego a censo a algunos "inversores", comprometidos a edificar el burdel, la explotación de éste. Cabía también al concejo arrendar simplemente a un determinado mesón el monopolio de residencia en él de las prostitutas de la ciudad, tal y como se hizo en Cuenca en 1494, al "eceptar" el Concejo al de Bernaldina Rodríguez de la prohibición de residir en mesón alguno las prostitutas. Esto causó la protesta del Cabildo y Cofradía del Hospital de San Jorge de aquella ciudad, quienes alegaban sufrir un gran menoscabo en sus ingresos al habérseles prohibido seguir ofreciendo
"un mesón en esa dicha ciudad, en los arrabales della, donde se acogen las mujeres públicas, e que aparte tienen una boticas para las dichas mujeres, de la cual renta dis que se compran ropas e camas e otras cosas necesarias para los pobres del dicho hospital, (...)"
Diferentes personas o instituciones podían ser además titulares de algunas de las "boticas" existentes en el interior del barrio de la mancebía. Así, hospitales -como hemos visto -, cabildos catedrales y hasta conventos de monjas nutrirían a la sazón y sin aparente escrúpulo sus ingresos con una porción del producto de tan torpe lucro. En la capital de la Cristiandad se daba el caso, un tanto paradójico, de que la administración papal tan solo reconocía el derecho de testar a las prostitutas que a su muerte dejasen una cuarta o quinta parte de sus bienes al monasterio de Santa María Magdalena, fundado en 1520 para recogimiento de las mujeres públicas arrepentidas que estuvieran en condiciones de profesar en él como religiosas.
La práctica pública de la prostitución, antes ignorada unas veces, tolerada otras y tutelada luego por las autoridades municipales, se fue abriendo camino en el mundo hispánico durante la Baja Edad Media en estrecho paralelo con el que, merced a un aval jurídico semejante, anduvo en Francia o Italia por las mismas fechas. Según explicaba el erudito canónigo belga Beyerlinck al acabar el siglo XVI,
"En España, Italia y Francia, en la que incluimos a Bélgica, por decreto de los magistrados, así eclesiásticos como civiles, suelen tolerarse los prostíbulos y los lupanares, relegados a un sitio preciso de la ciudad, con el fin de ayudar a la debilidad de la carne de los adolescentes y los solteros, para que con esta medida se mantengan alejados de las matronas y mujeres casadas. Incluso en España y en Venecia hay médicos y cirujanos con sueldo público para curarlas del contagio venéreo y que no se infecten quienes se llegan a ellas. Y consideran velar no poco de este modo por la quietud y honestidad de las costumbres, que así no se dejen ir a las pasiones libres ni codicien los lechos ajenos."
A lo largo de siglo XVI todavía fueron promulgadas otras leyes reales al efecto de "ordenar" mejor algunos otros aspectos propios de este singular reducto social. Una vez más se trataba de procurar perfilar de modo inequívoco la imagen externa de la mujer venal “para que se las distinga de las honestas, por lo mismo que los judíos, deban llevar algún signo.", como opinaba un jurista salmantino hacia 1574.
En aquella sociedad tan marcada por lo representativo no solo importaba conseguir su identificación plena. Como a cualquier otro miembro de una corporación profesional se les exigía llevar el atuendo propio del oficio ejercido, pero, además y de manera ejemplar, su porte externo debería ser más modesto que el del resto de las mujeres.
"Pues las mujeres impúdicas no solo se hacen daño a sí mismas con su deshonesta vida, sino que con su mal ejemplo arrastran a otras mujeres a la impudicia, las cuales quizá fuesen honestas sin el trato de estas como bien sostienen diferentes autores, diciendo que las mujeres deshonestas anhelan que todas las demás sean como ellas", sostenía el también jurista Antonio de Acevedo por los mismos días.
Sin embargo y, pese a la rotunda demanda formulada por los procuradores de Cortes en 1537, pensamos que debía resultar bastante complicado establecer de modo inequívoco la condición de "mujer enamorada", esto es, amante, concubina o mantenida de alguien a la hora de aplicar la ley:
"Suplicamos a vuestra Majestad ansí mismo que las mujeres enamoradas que conoscidamente son malas de sus personas, no puedan traer ni traigan en sus casa ni fuera dellas oro de martillo ni perlas ni sedas ni faldas ni verdugados ni sombreros ni guantes ni lleven escuderos ni pajes ni ropa que llegue al suelo, porque son excesivos los gastos e oro e sedas que traen, en que casi no son conocidas entre las buenas."
La respuesta de la Corona matizaba que la prohibición.
"no se entienda ni estienda cuando las dichas mujeres enamoradas estovieren en sus casas o en las puertas dellas."
Sabemos que, sin ser obstáculo todo lo prescrito, tampoco albergaron las mancebías en el Quinientos a todas las mujeres que entregaban su cuerpo por dinero. Muchas ejercían fuera de ellas, desde las más encumbradas hasta la de más ínfima estima por su vejez o enfermedad, de cuyo extremo son numerosos los testimonios documentales y literarios. Oportuno parece el evocar aquí a aquellas numerosas "rebozadas mujeres" –esto es con la cara tapada- que en el Toledo de mediados del siglo XVI frecuentaban las orillas del Tajo las mañanas de verano, pidiendo a los hombres "de almorzar con el acostumbrado pago", como nos cuenta el Lazarillo de Tormes en el tratado tercero.
Sevilla, según la denuncia formulada al Asistente por el misionero Juan de Avila, debía ser en la misma época uno de los lugares donde con mayor lujo y ostentación ofrecían sus encantos las busconas callejeras, haciendo cundir su mal ejemplo entre las mujeres honradas:
"Las mujeres cantoneras es razón que no estén mezcladas con las buenas; y es mejor que se les diputen tres o cuatro callejuelas donde estén, que no todas juntas en una, y no se debía consentir que saliesen muy acompañadas ni muy ataviadas; porque es grave escándalo la prosperidad de éstas para hacer titubear la castidad de las buenas mujeres que padecen necesidad; y si es verdad lo que he oído decir, que a las de la Corte les mandan traer una cierta señal, sería bien hacer lo mesmo en esta ciudad."
Mayor crudeza ofrece la semblanza posible del paraje sevillano de Tabladas, donde predicaba el jesuita Pedro de León a fines del Quinientos, y donde las mujeres públicas más enfermas de bubas, esto es, de sífilis, se entregarían a sus clientes en la vecindad de los cadáveres de los ajusticiados que allí pendían del patíbulo la mayor parte del año.
Hallamos aquí, finalmente una de las principales razones prácticas, además de las de porte ideológico, insertas en una amplia ofensiva moral de amplio alcance, que inclinaron en 1623 a la Junta de Reformación a prohibir completamente la existencia de mancebías y casas públicas de mujeres en todos los pueblos de la Monarquía. A comienzos del siglo XVII la fisonomía social de la prostitución difería bastante del modelo controlado que desde la Casa Pública se había pretendido imponer dos centurias atrás.
Razones diversas habrían conducido al ejercicio clandestino del meretricio a la mayoría de las mujeres que entregaban su cuerpo por dinero. La ardua coyuntura de crisis con la que se inauguró el Seiscientos debió obligar a echarse a la calle en las ciudades a muchas infelices haciendo más dura la competencia. Sometidas ya del todo a sus inevitables rufianes, procuraban escapar a la tutela adicional de las autoridades municipales con el fin de eludir la vigilancia sanitaria que éstas imponían a las pupilas del burdel y asimismo evitaban el pago de los derechos que, por residir en él, debían satisfacer a los llamados Padres. Esta realidad terminaría por imponerse, tal y como lo demuestran los tratadistas, y a ella pareció amoldarse el nuevo discurso moral elaborado por estos. No había teólogo que se mostrara tan ingenuo como para desconocer la vigencia por doquier del comercio sexual venal; sucedía simplemente que consideraban una baza importante en la ofensiva antidiabólica del tiempo el haber logrado terminar con la tolerancia oficial del meretricio. En el futuro, el poder sometería la irregularidad moral de los comportamientos sexuales a una mayor discrecionalidad de sus agentes, con lo cual, llegado el caso concreto, sería quizá posible luchar mejor contra ella recurriendo a un mayor número de instrumentos coercitivos.
Harto desprestigiados, sobrarían los prostíbulos avalados otrora por las autoridades civiles, amparadas en un discurso moral que rechazaba el pecado, pero consideraba necesario tolerarlo en aras del “bien común”. No cabrían ya sino las relaciones extramatrimoniales clandestinas, venales o no, culpables ahora sin excusa alguna para hombres y mujeres, así en el fuero interno como en el externo. La ley castigaría como siempre los amancebamientos y procuraría reducir drásticamente al camino de la virtud a las "mujercillas descarriadas" inclinadas a ganarse la vida al precio de sus encantos. El sistema de la tolerancia, con su respaldo de rigores legales y garantías sanitarias, parecía haber fracasado. Perseguidas de nuevo por una sociedad que, por razones diversas, las estimaba una vez más perjudiciales para su equilibrio interno, iniciaron las prostitutas una andadura de clandestinidad doblemente secular que las conduciría hacia una marginación social todavía mayor: su transgresión no sería en adelante tan solo moralmente culpable, dado que la ley penal en vigor la consideraría delictiva a partir de entonces.
Paco Auñón
Director y presentador del programa Hoy por Hoy Cuenca. Periodista y locutor conquense que ha desarrollado...