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El Tesoro de la Lengua de Covarrubias se escribió en Cuenca y recoge el habla conquense

El que fuera canónico de la catedral publicó estando cuando vivía en la ciudad el 'Tesoro de la lengua castellano o española'

Portada de la primera parte del Tesoro de la Lengua de Covarrubias. / Archivo de Miguel Jiménez Monteserín

Cuenca

Sebastián de Covarrubias y Horozco (1539-1613) fue lexicógrafo, criptógrafo, capellán del rey Felipe II, canónigo de la catedral de Cuenca y escritor español, célebre sobre todo por su Tesoro de la lengua castellana o española. En el espacio El archivo de la historia que coordina Miguel Jiménez Monteserín, y que emitimos los jueves cada quince días en Hoy por Hoy Cuenca, hemos conocido su trayectoria y su creación literaria.

El Tesoro de la Lengua de Covarrubias se escribió en Cuenca y recoge el habla conquense

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MIGUEL JIMÉNEZ MONTESERÍN. Sebastián de Covarrubias vino al mundo el día siete de enero del año 1539 en la parroquia de San Lorenzo de la ciudad de Toledo, donde hacía tiempo radicaba la familia. Gozaba ésta de cierto acomodo material y en ambas ramas de ella hubo intelectuales y artistas célebres.

Ilustración de Sebastián de Covarrubias.

Ilustración de Sebastián de Covarrubias. / Archivo de Miguel Jiménez Monteserín

El padre, Sebastián de Horozco (h.1510-1579), pertenecía a una estirpe de vizcaínos afincados en Yepes a mediados del siglo XV. Aunque hijo y nieto de reputados maestros canteros, dirigió pronto sus pasos hacia las aulas de la universidad de Salamanca. Allí se graduó de bachiller en Cánones el año 1527 y en 1534 obtuvo la licenciatura. Dos años antes se había casado con María Valero de Covarrubias (¿?-1560), hija del afamado bordador de origen burgalés, al servicio de la catedral primada, Marcos de Leiva Covarrubias. Hermano de éste fue el genial arquitecto real Alonso de Covarrubias (1488-1570), autor, entre otras obras singulares, de la capilla de los Reyes Nuevos en la misma catedral y de la portada de San Juan de los Reyes, encargado de reedificar el alcázar en la misma ciudad imperial y el palacio de los arzobispos en Alcalá, tracista de la sacristía de la catedral de Sigüenza y en Valencia del convento e iglesia de San Miguel de los Reyes. Casado con María Gutiérrez de Egas, nieta, hija y hermana de arquitectos también, de esta unión nacieron los ilustres juristas Diego (1512-1577) y Antonio (1523-1601) de Covarrubias. Colegiales de San Salvador, en Salamanca estudiaron también estos dos hermanos y allí obtuvieron una sólida formación, primero en humanidades clásicas y luego en ambos derechos, civil y canónico, cuyo doctorado alcanzaron. Catedráticos en el estudio salmantino, fueron después de manera sucesiva oidores en la Chancillería de Granada. Diego fue obispo de Ciudad Rodrigo (1560), Segovia (1564) y Cuenca, aunque no llegó a tomar posesión de esta sede. Por orden de Felipe II asistió con Antonio en 1562 a la última sesión del concilio de Trento. También pertenecieron los dos al Consejo de Castilla que Diego presidió entre 1572 y 1577. Debido a su sordera, Antonio hubo de abandonar el cargo de consejero y terminó sus días como canónigo y maestrescuela de la catedral de Toledo.

Pese a que no parezca demasiado relevante el dato, ha querido algún estudioso subrayar cierta conexión judeoconversa a la familia Horozco en la persona de María de Soto, madre de Sebastián. Sin embargo, al margen de lo endeble del apoyo documental del aserto, aun siendo éste cierto, queda fuera de duda el éxito profesional y social que sus nietos Sebastián, Juan y Catalina de Covarrubias Horozco alcanzaron, acrecentado aún en los descendientes de ésta.

La Universidad de Salamanca

El ambiente, sin duda culto y refinado, de su casa en Toledo debió facilitar a Sebastián de Covarrubias el aprendizaje de las primeras letras y los rudimentos del imprescindible latín, clave de cualquier estudio superior. El padre ejercía de letrado al servicio del Ayuntamiento, la Santa Hermandad y el Santo Oficio, sin dejar por ello quieta la pluma, aplicado a escribir teatro, poesía y diversas crónicas, aunque ninguna de estas obras pudo ver impresas en sus días. En edición reciente se presentan aquí algunas de ellas.

En Salamanca era racionero de la catedral un Juan de Covarrubias (¿?-1569), tío de su madre, y en casa de este clérigo residiría mientras fue estudiante. Bachiller en Artes primero, obtuvo luego grados en Cánones y Teología, en cuya facultad aparece matriculado desde el curso 1565-1566. Del todo inserto en aquél agitado mundo académico, debió concluir sus estudios hacia 1573 y en este año consta haber defendido diversas tesis en actos públicos, presidiendo en ellos el catedrático de griego León de Castro (1513?-1585), enemigo y delator de Fray Luis de León (1527-1591) al Santo Oficio en 1571. Enemigo acérrimo de los “hebraístas”, Castro basaba su denuncia en que el agustino de Belmonte prefería la lectura de los textos originales de la Biblia en hebreo, considerándola más veraz desde el punto de vista filológico que la traducción Vulgata realizada por San Jerónimo que, según había dictaminado el concilio tridentino en 1546, debía tenerse por auténtica.

Segunda parte del libro del Tesoro de la Lengua.

Segunda parte del libro del Tesoro de la Lengua. / Archivo de Miguel Jiménez Monteserín

Covarrubias asistiría a las lecciones de Fray Luis, catedrático de Teología según el método expositivo de Durand de Saint Pourçain (1270-1334), desde 1565 hasta su prisión y proceso inquisitorial (1571-1576). No dejaría resquicio de duda la ortodoxia del joven clérigo, nombrado comisario del tribunal inquisitorial de Valladolid en la ciudad del Tormes.

Por resignación canónica, sucedió a su tío Juan en la ración que éste disfrutaba en la catedral salmantina, quizás en 1564. Luego, tres años después, recibió el orden sacro en Pedraza de manos del primo de su madre don Diego de Covarrubias, obispo de Segovia desde 1564.

A la sombra de este influyente personaje se mantuvo primero en Segovia y más tarde en la Corte. Falto de ambición o quizá por estrategia familiar, nombrado arcediano de Cuéllar, cedió esta prebenda a su hermano Juan, futuro obispo. Las prendas intelectuales acreditadas y el parentesco con su tío don Diego, presidente del Consejo de Castilla desde 1572, pudieron señalarle como preceptor idóneo para el príncipe de Asturias, hijo de Felipe II y Ana de Austria, don Fernando (1571-1578), pero no llegó a obtener el puesto.

Canónigo de Cuenca

Cuando, en septiembre de 1577, falleció su tío y protector, don Diego de Covarrubias, obispo electo de Cuenca, la carrera de Sebastián parecía estancada. Tenía un beneficio en Guillena de la diócesis hispalense, una pensión sobre la ración de la catedral salmantina que antes poseía y otra pensión sobre los ingresos de la mesa episcopal de Córdoba. A comienzos de 1578 fue nombrado capellán real, título que mantuvo hasta 1581. De inmediato, valido seguramente de las buenas relaciones establecidas en la corte hispana, obtuvo una carta de recomendación de Felipe II para la curia de Roma.

También en enero había muerto el canónigo conquense Alfonso González de Cañamares de Teruel (1526-1578) y, en consecuencia, podía el papa Gregorio XIII Buoncompagni (1572-1585) disponer de su prebenda en favor de quien quisiese. Por bula otorgada el 15 de marzo de 1578 recibió Sebastián aquella canonjía. En mayo del año siguiente permanecía aún en la corte romana y desde ella otorgó poder para que, en su nombre, Luis Barba, arcipreste de la catedral, tomase posesión de su silla coral, acto que éste verificó el 27 de julio.

Instalado en Cuenca en septiembre de 1579, comenzó su ordinaria vida canonical, asistiendo con asiduidad al coro y ocupándose en los diferentes negocios capitulares de índole administrativa o económica que, atenta su formación jurídica, le iban siendo encomendados, como la visita de las dehesas propias de la mesa capitular, la supervisión de los repartos de las rentas de ella entre los demás prebendados, la inspección de las cuentas de las capellanías que administraba el cabildo catedral, etc. De 1593 a 1596 fue obrero o administrador del templo catedral, de cuyas resultas sufriría algún quebranto su personal patrimonio.

Dotado de alta sensibilidad artística, hubo de entender en las representaciones teatrales del día del Corpus e intervino también en el nombramiento de músicos para el coro de la sey conquense. Reconocido intelectual, en 1590 le fue confiado el arreglo de la biblioteca capitular, desalojada en aquellos días del local que hasta entonces había ocupado, transformado en capilla “Honda”.

En julio de 1580 acompañó al obispo de Cuenca don Rodrigo de Castro (1578-1581) a Barcelona para recibir y acompañar hasta Madrid a la emperatriz María de Austria (1528-1606), hermana de Felipe II y viuda del emperador Maximiliano II. A Toledo fue con otros canónigos a dar el parabién del cabildo al obispo electo Gómez Zapata (1582-1587). De su sucesor, Juan Fernández Vadillo (1587-1595), sería albacea testamentario y de nuevo cumplimentaría en Madrid al siguiente prelado Pedro Portocarrero (1596-1600).

En 1585 estuvo en Valladolid para asistir a un pleito de la catedral en la chancillería y a la ciudad del Pisuerga volvería tres años después a casa de su hermana Catalina. Hombre piadoso al uso del tiempo, en octubre de 1586 obtuvo permiso para ir en romería al monasterio de Guadalupe. También se ocupó de instituir sendas memorias funerales para su tío Diego y el obispo Fernández Vadillo en agradecimiento a la protección y ayuda recibida de ambos.

En junio de 1601 le nombró Maestrescuela de Cuenca el Papa Clemente VIII Aldobrandini (1592-1605) y el tres de marzo de 1602 tomó posesión de la dignidad. En enero había sido nombrado consultor del tribunal de la Inquisición de Cuenca, en el que actuó hasta 1609. En 1606 fue designado capellán mayor de la Capilla del Espíritu Santo, lugar de entierro de los marqueses de Cañete, con cuya familia mantenía excelentes relaciones.

Se le aumentaban ya los achaques de salud, quizá agravados por las agrias disputas mantenidas con los demás canónigos a causa de su prolongada estancia en Valencia. Por ello y también para afianzar sólidamente la brillante carrera que aguardaba al sobrino Juan de Alarcón y Leiva (1589-1675), autorizado por bula de Paulo V, con la condición de que en los dos años siguientes obtuviera éste la licenciatura o el doctorado en cánones y recibiese las órdenes sacras, le nombró coadjutor de sus dos prebendas de la catedral conquense, de las que éste tomó posesión en mayo de 1607.

A vueltas con los moriscos

Los moriscos eran los descendientes de los musulmanes de España, convertidos de manera obligada al catolicismo, principalmente después de 1502, a iniciativa del cardenal Cisneros. Sus núcleos de población se encontraban sobre todo en las tierras del reino de Granada, conquistado en 1492 por los reyes de Castilla. Además, ocupaban también numerosos núcleos rurales dispersos por una amplia franja de la zona más fragosa del Levante peninsular y el interior de Aragón, donde, como colectivos homogéneos, habían permanecido fieles a su religión y costumbres en medio de los cristianos hasta la culminación en 1525, por orden de Carlos V, del proceso de bautismo forzoso de tales mudéjares.

Lo superficial de las conversiones justificaría la actuación contra los moriscos de los tribunales inquisitoriales de Granada –instalado en 1526- y Valencia. Sin embargo la Inquisición fue menos severa con ellos que con otros cristianos nuevos o viejos. La razón era que los moriscos, sometidos a una explotación de tipo colonial por parte de los nobles propietarios de la tierra, vivían bastante al margen de la sociedad cristiana. Más que un problema religioso, suponían un problema social a causa de su escasa integración en más amplios espacios de convivencia.

La violencia institucional de que fueron siendo objeto de manera progresiva los granadinos les abocó a sublevarse en 1568. Luego de sometidos, muchos de ellos fueron desterrados al interior de Castilla, avivando en esas tierras un problema de inasimilación cultural en sus relaciones con los cristianos viejos casi inexistente antes. Por orden regia obispos e inquisidores vigilarían de cerca el comportamiento cristiano de los “cristianos nuevos de moros” censados por ellos, impedidos de usar, lengua, vestimenta y costumbres propias en virtud de drásticas disposiciones referidas a ello.

En Aragón, donde, gracias a la protección de los nobles, dueños principales del suelo agrícola, hubo una cierta tolerancia – por otro lado, generosamente pagada a la Corona por los afectados- hacia la flojedad del cristianismo morisco, el problema terminó por politizarse al cabo. El temor, más sentido que real, a un levantamiento general de los antiguos musulmanes con el apoyo de turcos y protestantes franceses, acérrimos enemigos de ella, llevaría a la Monarquía a adoptar la solución final de expulsarlos, no sin alguna polémica, en 1609. Se contaría por fin con el acuerdo de eclesiásticos y nobles, defraudados unos por la resistencia de los conversos hacia sus proyectos evangelizadores y codiciosos los otros de la propiedad morisca que así les vendría a las manos.

Previamente se había intentado poner en marcha un último proceso de catequización dotando de más medios materiales a los párrocos nombrados para los lugares en exclusiva moriscos. La iniciativa venía del rey Felipe II y del arzobispo de Valencia, el patriarca Juan de Ribera (1568-1611) después canonizado, quienes contaban además con el apoyo del Papa y se plasmó en un decreto, promulgado en 1595, de cuya ejecución fue encargado Covarrubias un año más tarde. Su cometido sería en sustancia identificar los bienes que antes habían sido de las mezquitas rurales y aplicarlos al sustento de los párrocos en los mismos lugares de moriscos, valiéndose de medios de fuerza incluso, con el apoyo del virrey. Ardua sin duda la tarea, a ella se aplicaría, con dudosos resultados prácticos, por espacio de cinco años durante los cuales permaneció ausente de Cuenca. Al final consideraría el cabildo excesivo el alejamiento de sus obligaciones y procedió a privarle de sus rentas de 1599 y 1600, dando pie a roces y enojosos pleitos al fin saldados con la promoción a la maestrescolía a instancia del rey Felipe III en 1601.

Covarrubias escritor

En Cuenca, donde residió treinta y cuatro años, a decir de su sobrino Francisco de Alarcón, “llegó a juntar una de las insignes y universales librerías de su tiempo” que supo sin duda aprovechar de manera cumplida.

Aunque tardía, lo valioso de la obra publicada por Sebastián de Covarrubias acredita sobradamente su condición de intelectual en sintonía con las inquietudes de su tiempo. Pertenecía, ya va dicho, a una estirpe de escritores. El padre, el tío y el hermano habían ya acreditado su ingenio como autores de obras literarias, jurídicas, teológicas y morales. Quizá perdida una inédita traducción de Horacio, nuestro autor, casi al fin de sus días, ofreció una especie de quintaesencia de sus muchos saberes plasmada en dos obras singulares aparecidas en Madrid en el corto espacio de un año.

En 1610 vieron la luz los Emblemas morales, dedicados al duque de Lerma, con quien se había relacionado en Valencia, cuando el asunto de los moriscos virrey allí entonces don Francisco de Sandoval y Rojas. Seguía la línea marcada por su pariente don Juan de Borja, quien había publicado en Praga el año 1581 unas Empresas morales, y por su hermano Juan, autor de otros Emblemas morales, aparecidos en Segovia, donde era canónigo, el año 1589. Era éste un género, filosófico y literario a la vez, iniciado por el jurista italiano Andrés Alciato (1492-1550) con su Emblematum libellus, aparecido en 1531 y traducido al castellano en 1549, llamado a tener enorme éxito después, convertido en elemento expresivo esencial de la cultura barroca. Dedicado principalmente a proporcionar argumentos formativos de índole humanística a quienes se dedicaban a la instrucción de la juventud, ofrecía también temas de apoyo para la predicación e incluso asuntos simbólicos para las representaciones pictóricas que hubieran de ser doctrinalmente significativas.

Un año más tarde, en septiembre de 1611, salía asimismo de las prensas madrileñas de Luis Sánchez El tesoro de la lengua castellana o española. No era una obra aislada en el contexto europeo, según el mismo Covarrubias manifestaba en la dedicatoria al rey de su trabajo:

“por conformarme con las demás naciones que han hecho diccionarios copiosos de sus lenguas, y de este modo no sólo gozará la española, pero también todas las demás, que con tanta codicia procuran deprender nuestra lengua, pudiéndola agora saber de raíz, desengañados de que no se debe contar entre las bárbaras, sino igualarla con la latina y la griega, y confesar ser muy parecida a la hebrea en sus frasis y modos de hablar.”

El carácter enciclopédico que su autor quiso imprimirle convertía a esta obra en la más excelente, superior a las coetáneasde Jean Nicot: Thrésor de la Langue Françoise tant ancienne que moderne…París, 1606 y de Jean Pallet: Diccionario muy copioso de la lengua Española y Françesa ... Dictionaire tres-ample de la langue Espanole et Françoise. Bruselas, 1606.

Covarrubias debía tener redactadas muchas papeletas con destino al Tesoro, concebido como una obra de gran envergadura que en cierta medida superó a las fuerzas de su autor, absorbido durante años por otras diversas tareas de no escaso alcance. Imperfecta seguramente para su agudo criterio, pero consciente de que el final de su vida se acercaba, pergeñó un original para dar a la imprenta de la que salió con numerosas erratas y alguna confusión expositiva. Con parte de los materiales restantes apareció en 1673 una reedición no mucho más cuidada y, junto a ella, la Parte segunda del Tesoro de la lengua castellana, o española (…) Añadido por el padre Benito Remigio Noydens, Madrid, Melchor Sánchez, 1673. Sin embargo, quedaron aún otros papeles inéditos, agrupados en un códice conservado en la Biblioteca Nacional. Por fin se ha logrado reunir todo cuanto el maestrescuela conquense redactó con destino a su rica y variadísima enciclopedia. Tras las ediciones modernas de Martín de Riquer (1943) y Felipe Maldonado (1994), ha aparecido en 2006 una nueva debida a Ignacio Arellano y Rafael Zafra que ha revisado las anteriores y ha incorporado numerosos grabados de época al texto con vistas a ilustrar mejor su contenido.

El reconocimiento a la labor de Covarrubias no llegaría hasta que, tras la fundación de la Real Academia Española en 1713, ésta lo tome como un referente de primer orden para su proyecto principal, la redacción de un gran diccionario del español, que llevarán a cabo con el Diccionario de Autoridades (1726-1739). En el prólogo de éste los académicos reconocieron el trabajo precursor del canónigo toledano:

“Es evidente que a este autor se le debe la gloria de haber dado principio a obra tan grande, que ha servido a la Academia de clara luz en la confusa oscuridad de empresa tan insigne.”

La fama póstuma

Gravemente enfermo desde 1610, no se descuidó Covarrubias en lo tocante al destino de sus restos mortales ni tampoco en prever sufragios en favor de su alma y las de sus parientes. En 1611 comenzaría a negociar con el cabildo conquense los pormenores jurídicos y económicos previos a la erección de una capilla tras el altar mayor de la catedral dotada de dos capellanes, obligados además a participar en el culto coral, para lo que se les requeriría tener buena voz cuando fuesen elegidos en adelante. Minucioso y refinado hasta el final, otorgó testamento el 14 de julio de 1613. Falleció el 8 de octubre y por no estar aún concluida la capilla, recibió sepultura provisional en la del Espíritu Santo perteneciente a los marqueses de Cañete de la que era capellán mayor, como va dicho. El entierro fue celebrado con inusitada solemnidad por el prelado Andrés Pacheco (1601-1622).

“Y después, en 23 de septiembre de 1614 se trasladó a su capilla, tan entero y sin señal de corrupción que fue causa se reparase mucho en ello”.

Para perpetua memoria de la estirpe rematan la portada las armas de Covarrubias y Alarcón, por ser el primer patrono de la capilla don Diego, señor de Valera, esposo de la hermana de Covarrubias, Catalina de Horozco, y padre de su sucesor en la canonjía, Francisco de Alarcón.

Viendo en él una composición que no es sino una variante de la traza de las puertas y ventanas de la capilla del Sagrario en la catedral toledana, el diseño de la fachada de la capilla ha sido atribuido por Fernando Marías al arquitecto toledano Juan Bautista Monegro (1541-1621), aunque se debate ahora tal atribución. Pudo encargarse de ejecutar la traza Alejandro Escala, el maestro que dirigía entonces las obras del claustro.

El interior, recién restaurado, ofrece notable interés artístico, iconográfico y devocional. Es probable que el cuadro, harto devoto y de marcada impronta manierista, que preside el retablo fuese el del oratorio doméstico de don Sebastián, al que pertenecerían asimismo las reliquias que lo rematan.

Paco Auñón

Paco Auñón

Director y presentador del programa Hoy por Hoy Cuenca. Periodista y locutor conquense que ha desarrollado...

 
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