De Belmonte a Salamanca, la vida de Fray Luis de León, el conquense más universal
Cómo llegó a la Universidad, cómo se desató el proceso inquisitorial que le llevó a prisión, pronunció verdaderamente la frase 'Decíamos ayer', cuál ha sido su legado literario
De Belmonte a Salamanca, la vida de Fray Luis de León, el conquense más universal
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Cuenca
Fray Luis de León fue un teólogo y poeta que vivió en el siglo XVI. Nacido en Belmonte (Cuenca) perteneció a la orden de los agustinos y fue profesor en la Universidad de Salamanca. Es autor de algunos de los versos más bellos de la literatura española y le hemos conocido un poco más en el espacio El Archivo de la Historia que coordina Miguel Jiménez Monteserín y que emitimos los jueves cada quince días en Hoy por Hoy Cuenca.
MIGUEL JIMÉNEZ MONTESERÍN. Quienes se acercan al imponente edificio que alberga ahora el Archivo Histórico Provincial de Cuenca, en las inmediaciones del Castillo, encuentran ante él la escultura en bronce de un fraile de porte espigado que dirige su mirada a la ciudad. Quiso rendirse homenaje con ella hace treinta años, a un señero hombre de letras, conquense transterrado a Salamanca, cuando en 1991 se conmemoraba el cuarto centenario de su muerte. Casi seguro es que el nombre de fray Luis de León suene desde la escuela a muchos y asimismo haber sido Belmonte su patria chica. Hasta cabe incluso que, en la memoria de alguien, hechos tópico común, resuenen algunos de sus versos y hasta pueda recordar una frase harto repetida, quizá pronunciada por el personaje en un momento crucial de su vida: “Decíamos ayer …”
Inmensa y reconocida de antiguo la dimensión espiritual, intelectual y humana de este hombre, intentaremos hoy evocar algunos de los aspectos más destacados de una trayectoria vital intensa y azarosa, cuyas zozobras no disminuyeron la amplitud ni la profundidad de sus aportaciones académicas a los estudios teológicos y la exégesis bíblica o la insuperable dimensión literaria de unas obras en prosa y verso donde el castellano alcanzó en el siglo XVI la máxima dimensión de clásica belleza.
Belmonte fue, sin duda ya, su patria familiar y en esta villa de la Mancha conquense nació en 1527. Pertenecía a una estirpe ilustre del lugar, acomodada sin duda, orientados algunos de sus miembros al mundo jurídico y al eclesiástico otros. El padre, Lope Ponce de León era abogado ligado a la Corte y yendo tras ella o debido a sus destinos profesionales, varios fueron los lugares donde vivió con su familia. La madre se llamó Inés de Varela. Hecho notorio en sus días era la ascendencia judeoconversa de ambos progenitores. De Quintanar de la Orden procedían Fernán Sánchez, apodado “Davihuelo” y su mujer, emparentados con los Villanueva, alguno de ellos relajado el siglo anterior por el Santo Oficio. El hecho, si bien no impidió el ascenso social de la parentela, pesaría luego en alguno de los graves conflictos a que se vio enfrentado fray Luis.
Hacia 1533, la familia se estableció en Madrid y de allí marcharon, siempre en pos de la Corte, hasta Valladolid. En 1541 llegaron por fin a Granada, donde Lope Ponce había sido nombrado oidor de la Chancillería. Tenía Luis catorce años y había adquirido ya la formación suficiente para iniciar los estudios jurídicos a que su padre le orientaba, con el ánimo de que, siendo el primogénito, siguiera después sus pasos profesionales. En Salamanca era catedrático en la facultad de Derecho su tío, hermano del padre, Francisco de León y a su tutela debió ser encomendado el joven estudiante para que le guiara en sus primeros pasos universitarios.
Aunque ignoramos las circunstancias precisas, lo cierto es que, una vez llegado a la ciudad del Tormes, cambió el estudiante radicalmente de orientación vital y en 1542 decidió ingresar en el convento salmantino que allí tenía la orden de San Agustín, donde profesaría en 1544, cumplidos los diez y siete años. El talento mostrado por el joven fraile haría que la orden le destinase a recibir la formación que le habría de llevar a emprender una brillante carrera docente en la alma mater salmantina, sostenida durante el resto de su vida. En 1546 obtuvo el bachillerato en Artes, paso previo para los estudios superiores, y al curso siguiente se matriculó en la facultad de Teología, cuyos estudios seguiría hasta 1551. Allí sería alumno de otro destacado conquense, el dominico taranconero Melchor Cano, miembro destacado de la llamada “Escuela de Salamanca”, cuyos integrantes intentaban promover una “teología positiva”, atenta a las novedades aportadas por el humanismo y capaz por ello de conciliar los conocimientos propios de esta disciplina con el nuevo método filológico aplicado a la interpretación de los textos bíblicos originales. Ordenado sacerdote en 1551, se aplicó luego a la actividad docente en los conventos agustinos de la propia Salamanca y en el de Soria, donde enseñó Artes. En Alcalá realizó la misma tarea y, durante los cursos de 1556 y 1557, siguió las enseñanzas bíblicas que allí profesaba el gran maestro cisterciense Cipriano de la Huerga, partidario de la lectura directa y el estudio de los textos de la Sagrada Escritura en sus lenguas originales siguiendo la tradición implantada por los profesores y estudiosos que allí prepararon y editaron la Biblia Políglota entre 1514 y 1517. Impregnado de aquél estilo universitario, retornaría a Salamanca, en cuya universidad se graduó de licenciado y maestro en Teología en 1560.
Sin tardar emprendió a continuación una intensa carrera docente opositando primero a sustituto de una cátedra de Biblia que no logró. Al año siguiente obtuvo ya una cátedra donde explicó teología siguiendo el método de Santo Tomás. En 1565 ganó la que seguía el método de Durando, en cuyo desempeño estaba cuando en 1572 le sobrevino el más negro episodio de su vida y también el más conocido de ella sin duda.
Mucho se ha especulado y debatido acerca de las razones y circunstancias del proceso inquisitorial que entre 1572 y 1576 mantuvo encarcelado al maestro agustino en la Inquisición de Valladolid y conviene por ello situarlo en su dimensión y perspectiva adecuadas. Como primer referente de la compleja encrucijada histórica en que le toco vivir ha de tenerse en cuenta la ruptura sufrida por la Cristiandad a partir de la rebelión doctrinal enunciada por Lutero a partir de 1517 que basaba la salvación individual en la aceptación de las tres sola, fe, gracia y Escritura, sin mediadores. La imprenta facilitó el acceso a la palabra revelada y frente a la proliferación de versiones, así en lengua vulgar como en latín, de los textos bíblicos, el concilio de Trento (1545-1563) promulgó en 1546, nada más reunirse, un decreto donde se establecía, de manera un tanto equívoca, que la llamada traducción vulgata de la Biblia había de tenerse por auténtica, sin otra apreciación, en su uso doctrinal. No se hacía referencia en él ni a las versiones en lengua vulgar, ni se rechazaba tampoco el recurso a los textos originales en hebreo o arameo del Antiguo Testamento.
Por otro lado, en el siempre rencoroso mundo académico, cundían las rivalidades y eran estas enormes entre los profesores pertenecientes a diferentes órdenes religiosas que hacían arduo punto de honor representar no sólo a tales instituciones en las cátedras universitarias sino imponer también desde ellas sus respectivas escuelas de pensamiento y doctrina. Tal era la situación de la facultad de Teología en la que dominicos y agustinos, con fray Luis de protagonista en algún caso, disputaban con suma acritud cada vacante en medio de rencillas y conflictos escolares de tenor diverso. Sumamente enconadas eran las oposiciones y no menos ruidosas después las votaciones en las que participaba el alumnado universitario para dirimir el resultado, no siempre al margen de corruptelas varias, propiciadas a veces por los contendientes en la liza académica. Ocasión hubo en que los tribunales de justicia debieron arbitrar el resultado fallando acerca de la mayor idoneidad, frente a sus adversarios, de algún candidato rechazado.
En el muy controvertido terreno de los estudios bíblicos, defendían los autores protestantes, inspirados en el humanismo renacentista cristiano, la necesidad de realizar sobre la Sagrada Escritura el mismo análisis filológico que pudiera aplicarse al análisis y lectura de las obras de los autores clásicos griegos y latinos. Tampoco faltaban escrituristas en el ámbito católico partidarios de contraponer la versión definida como auténtica por el concilio con cuantas interpretaciones críticas cupiera realizar sobre el texto hebreo de los libros sagrados, no siempre fácil de entender ni de lectura evidente: “Que la lengua hebrea sea equívoca, yo no tengo la culpa, pídanlo a Dios que la hiço”, decía el maestro Cantalapiedra. Como fundamento de la fe, los comentaristas habían establecido durante el Medievo que los textos bíblicos podían ser abordados a partir de cuatro sentidos: el literal, el alegórico, el anagógico y el moral y a ellos se aferraban los profesores salmantinos más conservadores, dominicos además. Alegaban también, al defender como base de sus exposiciones el texto griego de la llamada traducción de los Setenta, realizada en Alejandría a partir del siglo III A.C. para los judíos de la diáspora mediterránea que ya no entendían las lenguas sagradas, o el latino recibido, que la lectura realizada en este por San Jerónimo evitaba las deliberadas corrupciones de algunos pasajes proféticos dotados de manifiesto sentido cristiano que suponían haber introducido de manera falaz los judíos en el texto hebreo pretendiendo negar que con Jesús se hubiesen cumplido al fin las redentoras promesas divinas. Se olvidaban con ello del frecuente uso de las interpretaciones rabínicas que los biblistas medievales había hecho antes.
Por su parte, los catedráticos más innovadores, como Gaspar de Grajal o Martín Martínez de Cantalapiedra, además de fray Luis, consideraban que la decisión del concilio era un punto de partida que intentaba sólo fijar un texto único de referencia, situado por encima de las numerosas versiones que entonces circulaban con traslaciones harto discrepantes a veces. Defendían restituir la verdad hebraica, como ya había sostenido el cardenal Cisneros al prologar la Políglota, allí donde se evidenciara algún inequívoco error de traducción en la Vulgata, y sostenían además que, sobre las demás interpretaciones posibles, debía priorizarse recuperar el sentido literal de los textos apoyándose para ello en el análisis filológico. Suponía todo esto innovar profundamente en la exégesis de la Escritura aplicando escrupulosamente el conocimientos gramatical y lingüístico de las lenguas en que habían sido escritos los libros sagrados fuera del alcance por ignorancia de los profesores tradicionalistas, empeñados en seguir con sus comentarios a la Biblia de carácter alegórico, validos sólo del latín y a lo sumo del griego que manejaban. De triunfar la nueva corriente de análisis, el prestigio y hasta la ocupación de cátedras peligraba para los conservadores, parapetados además tras sus prejuicios antijudaicos.
Paladearían al fin fray Luis y sus colegas el fruto amargo de la calumnia, “la envidia y mentira” juntas, propaladas en medio de tan “mundanal ruido” como atronaba las aulas. La ocasión última vino de los debates suscitados en la Universidad en torno a la solicitud de licencia para imprimir la llamada Biblia de Vatablo pedida por el impresor salmantino Andrea Portonariis en 1570.FranciscoVatablo (1493-1547) enseñó hebreo en el Collegium regium parisino. Sus comentarios de cátedra a la Biblia, transmitidos por los apuntes de Bertino, discípulo y sucesor, fueron incorporados por el librero e impresor Robert Etienne (1503-1559) a la edición que en 1545 publicó en París de los textos sagrados. La novedad de aquella edición consistía en ofrecer, además de tales glosas, el texto jeronimiano y la nueva versión latina de los textos originales realizada por el judeoconverso dominico Sanctes Pagnini (1470-1536) en columnas paralelas. Agrias y encendidas las disputas, los contendientes no cambiaron sólo opiniones encontradas. Cuando en el imaginario de los ideólogos de la Monarquía Católica alrededor de ella cerraban filas sus enemigos de diverso credo –judíos musulmanes y protestantes-, para el intransigente canónigo helenista León de Castro, aferrado a la tradición, de manera tan simplista como harto peligrosa entonces, la ascendencia judeoconversa compartida por sus oponentes mucho mejor formados, explicaba que estos defendieran, de manera subversiva a su juicio, la lectura complementaria del texto hebreo siempre y cuando fuese necesario esclarecer la versión latina de la Vulgata. El hecho, visto así en clave conspiratoria, podía entonces considerarse subversivo.
Por su parte, desdeñoso y sin miramiento alguno, despreciando abiertamente los libros de aquellos colegas, en particular de Castro y del dominico Bartolomé de Medina, con quien había tenido ya diversos desencuentros académicos, dejaba patente fray Luis la ignorancia de quienes, aferrados sólo a la autoridad transmitida, pretendían devaluar los sólidos argumentos exegéticos que él y sus colegas ofrecían con muy mayor amplitud intelectual de miras en sus explicaciones de cátedra, rechazando contundentes que el enunciado hebraico de la Biblia hubiese sido alterado, aplicados a encontrarle su exclusivo sentido literal, eludiendo cuanto podían el alegórico.
Las acusaciones formuladas contra fray Luis y sus amigos, más conocidos y famosos entonces por haber ya publicado éstos sus trabajos exegéticos, se concretaron una larga serie de cargos, transformados en acusaciones formales apoyadas en numerosos testigos. Lugar común ha sido decir que se acusó al agustino de haber traducido al castellano el Cantar de los Cantares para que pudiera leerlo su prima Isabel de Osorio, monja en el convento salmantino de Santi Spiritus y que luego se divulgaron copias de tal versión. Lo que resulta más bien cierto es que la exposición literal que añadió añadida a ella sonaba demasiado literaria a sus detractores que echaban en falta doctrina espiritual en aquel comentario al epitalamio entre Salomón y su esposa, que parecía considerado así tan solo un poema profano de amores semejante a los de Virgilio. El problema estaba mucho más en la interpretación que en el propio manuscrito, divulgado o no, y más aún en la dura defensa que de su método de trabajo realizaría el encausado frente a la ignorancia de testigos, calificadores y jueces puesta de manifiesto en sus prolijas alegaciones en las que no se recataba de mostrar la novedad de sus opiniones teológicas.
Dos de sus compañeros de causa, Grajal y Gudiel, murieron en el transcurso de ella, por último, absolvería la Suprema a fray Luis en diciembre de 1576, más de cuatro años después de su prisión. En la Universidad fue acogido con entusiasmo y no sabemos si redactó entonces la conocida décima alusiva al encierro padecido:
Aquí la envidia y mentira
me tuvieron encerrado.
¡Dichoso el humilde estado
del sabio que se retira
de aqueste mundo malvado,
y, con pobre mesa y casa,
en el campo deleitoso,
con sólo Dios se compasa
y a solas su vida pasa,
ni envidiado, ni envidioso!
Tampoco parecen del todo verosímiles, como apuntábamos, las palabras de estoica resonancia con que pudo reanudar el curso de sus lecciones en la cátedra recuperada: “Decíamos ayer/ Dicebamus hesterna die”, de las que sólo hay algún tardío testimonio en el siglo XVIII.
Con todo, parece evidente que la prisión no había doblegado su carácter vivo y hasta colérico. En 1578 ganó la cátedra de Filosofía Moral frente al mercedario Francisco Zúmel en un proceso lleno de mutuas descalificaciones y hasta con graves amenazas de muerte hacia el contrincante que sin fundamento demostrable le atribuyeron. Apenas leyó en ella un curso, porque, en 1579, frente al dominico Domingo de Guzmán, hijo del poeta Garcilaso de la Vega, declarado enemigo suyo, ocupó la de Biblia desempeñándola hasta el final de sus días.
Las obras latinas que quedaron inéditas lo acreditan como un excelente teólogo, pero sus obras castellanas, en prosa y verso, corroboraron en su día tal dimensión, al poner de manifiesto la hondura de su teología poética, armoniosa y bellamente expuesta sobre todo en los Nombres de Cristo o La perfecta casada, aparecidos en 1583. El comentario y traducción de los Cantares, tanto como la ardua Exposición del libro de Job, fruto de sus explicaciones de clase, concluido poco antes de morir en marzo de 1591, hubieron de esperar a que el rigor inquisitorial se atenuase a fines del siglo XVIII.
No menor fama le ha otorgado su obra poética, realizada con la conciencia de poder utilizar el castellano como lengua de expresión lírica poniéndolo a la altura del latín y el griego de los autores clásicos que tradujo magistralmente proponiéndose que “hablen en castellano [...] como nacidas en él y naturales”, e inspiraron además sus propias creaciones juveniles y maduras expresión de una rica interioridad de índole mística así en lo religioso como en la serena búsqueda del equilibrio, apenas logrado en medio de tan arduos frentes, intelectuales y sociales, donde se vio obligado a lidiar con pasión. También aquí era consciente de la vigorosa novedad de tales escritos, por más que, con gran dosis de retórica coquetería manifestase a don Pedro Portocarrero al dedicárselos:
“Entre las preocupaciones de mis estudios, y casi en mi niñez, se me cayeron como de entre las manos estas obrecillas, a las cuales me apliqué más por inclinación de mi estrella que por juicio o voluntad.”
Consciente de la profundidad del contenido de los escritos de Teresa de Jesús y del enorme valor de la lengua en los había redactado la carmelita reformadora, los editó y publicó en 1588 con un prólogo donde hacía ver la admiración que en él habían suscitado autora y obra:
"Yo no conocí, ni vi, a la Madre Teresa de Jesús mientras estuvo en la tierra; mas, ahora que vive en el cielo, la conozco y veo casi siempre en dos imágenes vivas que nos dejó de sí, que son sus hijas y sus libros".
Pocos años de vida restaban al insigne agustino de cuyo rostro nos ha quedado un dibujo trazado por Francisco Pacheco, el suegro de Velázquez, ilustrado por una certera semblanza de su apariencia física y cualidades morales:
“En lo natural, fue pequeño de cuerpo en debida proporción; la cabeza grande, bien formada, poblada de cabello algo crespo y el cerquillo cerrado; la frente espaciosa, el rostro más redondo que aguileño (como lo muestra el retrato), trigueño el color, los ojos verdes y vivos. En lo moral, con especial don de silencio, el hombre más callado que se ha conocido, si bien de singular agudeza en sus dichos; con extremo, abstinente y templado en la comida, bebida y sueño; de mucho secreto, verdad y fidelidad; puntual en palabra y promesas; compuesto, poco o nada risueño. Leíase en la gravedad de su rostro el peso de la nobleza de su alma; resplandecía en medio desto por excelencia una humildad profunda. Fue limpísimo, muy honesto y recogido, gran religioso y observante de las leyes.”
En Madrigal de las Altas Torres fallecería el 23 de agosto de 1591 a los pocos días de haber sido elegido provincial de su orden. Su cuerpo descansa en la capilla de San Jerónimo de la Universidad salmantina.
Paco Auñón
Director y presentador del programa Hoy por Hoy Cuenca. Periodista y locutor conquense que ha desarrollado...