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Cuando el Gobierno reprendió al obispo de Cuenca Isidro de Carvajal en el siglo XVIII

El desencadénate del conflicto entre el prelado conquense y el rey Carlos III fue la crisis del pan de 1766

Cuando el Gobierno reprendió al obispo de Cuenca Isidro de Carvajal en el siglo XVIII

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Cuenca

Pocos registros se conservan sobre conflictos entre reyes y obispos de Cuenca. En el espacio El Archivo de la Historia que coordina Miguel Jiménez Monteserín, y que emitimos los jueves cada quince días en Hoy por Hoy Cuenca, rescatamos el desencuentro ocurrido en el siglo XVIII entre el prelado Isidro de Carvajal y Láncaster y el rey Carlos III.

MIGUEL JIMÉNEZ MONTESERÍN. Bien conocida es la importancia que tuvo para la consolidación del Estado moderno aceptar el disciplinamiento social peculiarmente diseñado en ambas laderas del cristianismo tras su irremediable ruptura, definitivamente zanjada ésta a mediados del siglo XVI. Gestionar en clave burocrática y por distintos medios expresamente confesionales el comportamiento social o personal de los fieles/súbditos contribuyó de manera notable al afianzamiento de ambos poderes, civil y religioso en cada espacio soberano durante los primeros tiempos modernos. Sin embargo, aun sin darse una quiebra abrupta, al menos de manera expresa, la secularización fue dejando su impronta en la política de los diferentes estados, plasmada en disposiciones de reforma de contenido esencialmente laico, englobadas de modo genérico en el denominado «despotismo ilustrado» dieciochesco de tan desigual ajuste en cada ámbito territorial. Tales reformas sociales y económicas vinieron a tropezar a menudo con los empeños estamentales de nobleza y clero, cuyos grupos preeminentes aprestaron los recursos institucionales e instrumentos de poder útiles a sus intereses que al alcance tenían, con ánimo de defenderse de manera diversa de lo que consideraban un atentado insoportable a la tradicional inmunidad material y política disfrutada sin contestación en el seno del Estado católico. La capacidad legitimadora del orden establecido, puesta en manos de los eclesiásticos, cada uno en su escalón jerárquico, vino en bastantes casos a convertirse así en instrumento de combate con el que obstaculizar disposiciones contrarias a los intereses clericales, reputadas agravio imperdonable al fundamento divino de aquél. Se generaría con ello una panoplia argumental de muy extensa vigencia posterior, puesta al servicio de la reacción inmovilista beligerante de los defensores del privilegio estamental. Otra cuestión era que, en el proceso selectivo de los prelados realizado por la Corona hispana a lo largo del Setecientos, fuese abriéndose camino la designación de candidatos cuya actitud previa permitiera considerarlos, con fortuna diversa al cabo –aunque ilustres, no siempre «ilustrados» todos-, posibles colaboradores en la aplicación de las aludidas medidas de reforma integrantes del proyecto reformista puesto en marcha durante la segunda mitad del siglo.

El personaje y su noble familia

Valga lo dicho para intentar situar así la circunstancia del pontificado de Isidro de Carvajal y Láncaster como el agrio desencuentro con las autoridades del reino, protagonizado al final de aquél por este prelado. El origen familiar le marcaría indefectiblemente la carrera, atenta la gran influencia política de los suyos. Era sobrino nieto del obispo Juan de Láncaster y Noroña, duque de Abrantes (1666-1733), tras cuya muerte el título pasó a Juan Antonio (1688-1760, el hermano mayor, quien recibió también más tarde el ducado de Linares. Tío fue asimismo Fernando de Láncaster Noroña (1662-1717), duque de Linares y virrey de Nueva España. Otro de los hermanos, Nicolás (1696-1770), destacado militar como el primogénito y de más larga carrera que este, fue caballero de Calatrava y marqués consorte de Sarria, aunque el más destacado de todos fue sin duda José (1698-1754), dado el relieve político conseguido durante el reinado de Fernando VI. Eclesiásticos fueron Álvaro y él, religiosas las tres hermanas.

En 1717 debió comenzar en Alcalá los primeros estudios universitarios y en 1724 pasó a ser colegial de San Bartolomé de Salamanca, siendo después la beca circunstancia decisiva en su carrera. Alcanzada la licenciatura en derecho, obtuvo enseguida una canonjía en Cuenca, otorgada por su tío en 1728. Álvaro, mientras, era arcediano de Moya desde 1724 por designación real. En 1734 Isidro fue presentado para ocupar la sede de Barcelona, nombramiento que rechazó. Así lo describía entonces el confesor del rey Felipe V al proponerlo:

«Canónigo de gracia de la Santa Iglesia de Cuenca, y hermano del presente Duque de Linares; ha sido Colegial mayor en Salamanca, graduado de Licenciado, Profesor de Leyes y con créditos de uno de los mejores Letrados; asegurándoseme así mismo ser de genio blando y suave y de procederes ajustados, prendas todas que juntas todas con su noble nacimiento le hacen digno de este pastoral encargo.»

Llevados Isidro y Álvaro de una profunda piedad personal, encarecida luego en los panegíricos póstumos, comprometiendo fortuna propia y rentas beneficiales, llevaron a cabo el definitivo asentamiento en Cuenca del Oratorio de San Felipe Neri. Isidro profesó en esta congregación y alegó tal hecho para rechazar en 1735 la presentación regia para el deanato conquense. Entre 1738 y 1754, a expensas de ambos hermanos, fueron llevadas a cabo las obras del convento e iglesia, desde la que se promovieron distintas devociones con algún boato, marcada además la de la Virgen de la Luz, patrona de la congregación y en boga entonces además en los medios jesuíticos, por un palmario reaccionarismo doctrinal enfrentado a «las luces» hostiles del pensamiento ilustrado.

¿Cómo llegó a ser obispo de Cuenca?

Una combinación de nombramientos episcopales realizados entre antiguos colegiales de los «mayores» universitarios le valió, al parecer tras algunos titubeos escrupulosos, ocupar la sede de Cuenca en 1760. Enseguida de posesionarse, quiso imprimir a sus disposiciones de gobierno el rigor moral y la piedad acendrada con que él se conducía y así, promulgó el 31 de agosto un edicto de carácter pastoral encaminado a procurar la reforma de costumbres de los diocesanos. Enemigo el gobierno carlotercerista –tanto como la Santa Sede- de que se reuniesen sínodos diocesanos, en su lugar, reiteró y amplió tres años después aquellos mandatos y exhortaciones en un documento más extenso. Este, siguiendo la huella de sus antecesores Miguel del Olmo y José Flórez Osorio, bien asentado sobre la normativa canónica del Corpus del Derecho Canónico y los decretos del concilio de Trento, estaba inspirado además de manera directa por algunas recientes normas pontificias ejemplares y recogía diversos acuerdos sinodales hispanos y foráneos promulgados entonces. Mucho más breve que estos textos, el documento resumía y actualizaba lo esencial de aquellas ordenanzas diocesanas en materia de predicación, estilo de vida clerical, netamente diferenciado del de los laicos, y hábitos morales de estos en las suyas, celebración y asistencia asidua a la misa dominical, ordenada práctica sacramental de Penitencia y Eucaristía, catequesis, festejos populares, religiosos o no, y cuantas observancias asegurasen por fin las distintas prácticas, litúrgicas y piadosas, con que se pretendía dar arraigo a un catolicismo sociológico sin excusa posible en contra, el cual, de manera comunitaria, impregnara, con marcados gestos y ritos cotidianos visibles, los comportamientos personales de los fieles, de la cuna a la tumba.

“La estricta idea de moral pública”

El más adusto rigor moral en materia festiva inspiraba aquel programa que preveía hacer objeto de severas sanciones a los clérigos y laicos negligentes hacia él, y se daba la mano con la estricta sobriedad en materia festiva defendida asimismo por los políticos ilustrados. Dirigiéndose a los párrocos, decía el prelado:

«Y como en cualquier sitio son los bailes, que ordinariamente se experimentan, el naufragio de la honestidad y la perdición de las almas, les encargamos estrechamente que exhorten a sus feligreses a que se abstengan de los populares, nocturnos y reservados, especialmente entre personas solteras y sospechosas, y de palabras indecentes, juntas y concurrencias a juegos y operaciones licenciosas, evitando que los hombres se vistan de mujeres con máscaras y las mujeres de hombres.», En noviembre de 1765, manifestaba al papa en la relación presentada para informarle en la visita ad limina: «Y por todos los medios no sólo han de arrancarse los escándalos, reuniones, juegos y bailes que en los pueblos parecen arrastrase a los días de bacanales...».

Resumiendo, ciertamente podría calificarse de intransigente y rigurosa, en la intención y medios dispuestos, la acción pastoral propuesta y no sabemos hasta qué grado logró alcanzar los objetivos moralizadores sobre clero y fieles que, como guía de ella, se propuso con decisión segura, urgiendo aplicar a sus subordinados diferentes medios coercitivos para conseguirlo, amparados todos por el derecho canónico y el regio.

Quiso poner las cátedras del Seminario, donde residían entonces treinta colegiales, bajo la protección pontificia, buscando medio de asegurar que en el futuro mantuviesen el mismo número y materias que en su tiempo:

“Por último, solicito que todas y cada una de las cátedras de los estudios del citado Seminario, a saber, de Gramática, Filosofía, Teología, tanto Escolástica o Especulativa como Moral y Mística, sean aprobadas y confirmadas y protegidas con la inviolable fuerza de la firmeza apostólica, de tal forma que, en el futuro, no puedan jamás ser abolidas del todo ni interrumpirse en tiempo alguno las cátedras de los citados estudios de dicho Seminario sin permiso de la Sede Apostólica.”

Las pinceladas laudatorias de su elogio fúnebre lo pintan de atuendo siempre modesto, austero en el menaje y ornato de su casa y sobrio en las frecuentes visitas pastorales realizadas a la feligresía diocesana. Preocupado por imponer su estricta idea de moral pública, con harta mojigatería, socializada entre los ciudadanos devotos que la secundaban, puso obstáculos diversos a las representaciones teatrales en la capital y tras la misión realizada en ella por José Antonio Goyri a sus instancias, logró la reclusión de las prostitutas en la Casa de Misericordia:

«Es ciertísimo que algunas pocas mujeres, entregadas al abandono de las pasiones más vergonzosas, no escucharon la voz del ministro de Jesucristo; pero estas fueron colocadas en la Casa de Misericordia, separándolas como miembros podridos de la república, para que no contagiaran a los sanos y robustos.»

El pan de la Limosna

Caritativo como correspondía, lo fue más aún en los años de mayor escasez. Dadivoso con los dezmeros en la porción del obispado donde había de recibir el tercio del impuesto, procuró que se siguiese entregando puntualmente en la ciudad el pan de «la Limosna» a los menesterosos.

La verdad es que, como invariable obstáculo, insuperable a veces, a lo largo de la época preindustrial no se logró nunca tener asegurado con holgura el abastecimiento de comestibles en la ciudad de Cuenca, en particular de pan, el principal alimento popular. El problema era social, político y técnico a la vez. Así, vencida ya la primera mitad del siglo, las dificultades de aprovisionamiento de trigo para el consumo de la gente común se vieron incrementadas. No sólo porque fuera mayor la demanda de una población creciente, sino porque la oferta se hallaba constreñida por quienes, propietarios y rentistas, al cifrar su ganancia en el beneficio obtenido de la invariable escasez estacional, se oponían a que la producción de trigo creciese, obstaculizando las roturaciones en los baldíos dedicados a pasto. Ello implicaba además que aumentara el número de los campesinos sin tierra, traducido, según revelan los censos, en un grupo cada vez mayor de jornaleros, reducidos a una precariedad miserable. Al mismo tiempo, los elevados costes del transporte impedían el aprovisionamiento asequible de los consumidores superando el límite de cierta distancia al acopiar el grano. El mercado era sumamente rígido, sometido el precio a tasa por la Corona y al acaparamiento además de quienes lo dominaban, sobre todo los rentistas, poseedores como eran de los granos.

Las revueltas de 1766

Todo esto, unido a la carestía provocada por la inoportuna coincidencia en 1765 de una mala cosecha con la liberación del precio de los cereales decretada entonces como paliativo a la escasez por el gobierno, provocó el estallido de revueltas populares la primavera de 1766 en toda Castilla. En Madrid la turba alzada dirigió el 10 de marzo su protesta contra el ministro Esquilache. En tierras conquenses hubo asonadas organizadas en Iniesta, San Clemente y Mota del Cuervo. Donde mayor alcance logró el alboroto fue en Cuenca, los días 6 y 7 de abril, al final de la semana de Pascua, hecha dueña de la calle unos días la masa popular, tras forzar al Ayuntamiento a decretar una considerable rebaja en el precio del pan y otros artículos de primera necesidad. De todo ello ya dimos cuenta en un programa de este Archivo de la Historia durante el curso pasado.

Coincidiendo negativamente con las dificultades sobrevenidas entonces al mundo agrario y la presumible disminución de la demanda en él, en 1763, drásticamente reducida la actividad textil en la ciudad, se extendería la miseria entre muchas de las familias que antes habían ganado holgadamente el cotidiano sustento, dedicadas a la carda, hilado, tejido o cualesquier otras tareas anejas, de modo directo o no, al obraje pañero. Importa señalar esto para mejor entender, desde el malestar social causado por aquel giro negativo de las manufacturas, el desespero y la crispación de ánimos origen del referido levantamiento popular, cuando muchos de aquellos desempleados, reducidos al punto de mendigar ellos y los suyos, supeditados de manera irremisible a la caridad de los eclesiásticos, estimaron insoportable el súbito encarecimiento del pan sobrevenido en tanto a causa de las malas cosechas que desde comienzo de la década se venían encadenando, en modo alguno paliadas por la supresión de la tasa y la consecuente libertad de precio en los cereales decretada.

Las cartas del obispo de Cuenca al rey Carlos III

Apenas acallada la grita, cuando el rey, asustado, se hallaba poco menos que oculto en Aranjuez y el Gobierno, además de castigar con ejemplaridad a los responsables locales visibles, escudriñaba sorprendido cada una de aquellas revueltas generalizadas, intentaba analizar sus motivos auténticos y buscaba identificar a los inspiradores ocultos, pacato, pero no pusilánime, vino el enfermo y sexagenario Carvajal a complicar aún más el momento político dirigiéndose a Carlos III para pedirle pusiera coto a la sarta de agravios padecidos entonces por la Iglesia española, según él y los de su facción política sentían, abiertamente hostiles a las reformas en marcha. El 15 de abril de 1766 se había dirigido en primer lugar al franciscano Joaquín de Eleta, confesor del rey a la sazón, espetándole que había “llegado el nombre de Vuestra Ilustrísima al extremo de más aborrecible que el de Squilace”. No sabemos si muy consciente de su papel de testaferro, daba voz en la carta a cuantos, desde los sectores más inmovilistas de la nobleza y el clero, rechazaban el avance de la política regalista que propugnaba entonces la Corona, parapetados además para defenderse tras corporativas solidaridades colegiales y afinidades jesuíticas varias. El texto de la misiva, un libelo de muy escaso valor teórico, «verdadero almacén de cargos contra el confesor, el gobierno y la administración del reino en todos los ramos», explanaba la anterior denuncia formulada acerca de «la persecución de la Iglesia, saqueada en sus bienes, ultrajada en sus Ministros y atropellada en su inmunidad.» Enfático el tono, fanático y apocalíptico, muy reiterado después por diversos eclesiásticos en otras confrontaciones de parecida índole, con torpeza insigne, dado lo espinoso del momento, evocaba el prelado conquense «los pronósticos míos ya empezados a cumplir […] España corría a la ruina […] que ya no solo corría, sino volaba […] que ya estaba perdido el Reino sin remedio humano […] El reino está perdido por la persecución de la Iglesia.» A las católicas instancias del rey, en mayo de 1767, le hacía saber, cómo sus agüeros habían cobrado realidad manifiesta en los reveses padecidos por el reino:

«[…] ya van consiguiendo [los fiscales y ministros] que el pueblo trate al Clero como a miembro podrido de la República y a enemigo y tirano de ella; pero en los seis años que hace empezó el reinado de Vuestra Majestad y se puso en planta todo esto, ha permitido Dios, sin embargo de las rectas intenciones de Vuestra Majestad, que los enemigos de la Iglesia se apoderasen de la importante plaza de La Habana, que se ceda a los herejes parte de los dominios católicos, que hayan caído en sus manos las copiosas flotas y rentas de Indias, que se destruyan muchas naves sin operación, que se consuma el Ejército cuasi en el propio país sin batallas, que se alboroten los pueblos y esté desahogada la plebe, que el reino se halle sin suficiente defensa, que la nación española sea ludibrio de sus enemigos, que los herejes estén insolentes y dominantes, que la herejía se dilate y que la Iglesia esté oprimida y con el dolor de ver que se les disputan o niegan sus derechos más sagrados en reinos católicos..»

Con todo, el resumen de las quejas presentadas, quedaba en la práctica ceñido esencialmente a lo económico. Las medidas adoptadas para aumentar la presión fiscal sobre el clero revisando al alza Subsidio, Excusado, Tercias, y diezmos novales, cobro de impuestos ordinarios a las tierras amortizadas antes en manos de pecheros, tasas sobre las actividades económicas de los clérigos, requisa de granos de eclesiásticos y de caballerías de éstos para conducir trigo a la Corte, etc. Haciéndose eco de un debate político anterior, rechazaba expresamente el Tratado de la regalía de amortización, publicado en 1765, con el que Campomanes quería poner coto al incremento de la propiedad eclesiástica. Protestaba al fin de que acólitos y sacristanes fuesen incluidos en las quintas de soldados y no se respetaran los lugares de asilo eclesiástico, antes de quejarse de que no se celebraran concilios nacionales y provinciales, se obstaculizase la publicación de los documentos pontificios exigiéndoseles la previa autorización regia y también de los ataques contra el papa y los jesuitas, ya expulsados de los dominios hispanos, que “Gacetas y Mercurios” publicaban.

La respuesta del rey

No es lugar este para extenderse sobre las abrumadoras respuestas con que los marqueses de Campomanes y Floridablanca, fiscales del Consejo de Castilla, desmenuzaron en sus brillantes y documentados Dictámenes los nada sinceros ni menos ingenuos argumentos del obispo, a quien no dudaron en reprender duramente, culpándole de complicidad con los instigadores directos de los tumultos pasados:

«La oportunidad (sic) en que esto se divulgó no podía ser peor. El pueblo se hallaba conmovido en muchas partes y no era la ciudad de Cuenca la más quieta. Allí pudo el reverendo obispo haber empleado toda la vehemencia de sus discursos para contener aquellos miserables plebeyos que gritaron en el tumulto, maltrataron injustamente las casas del Depositario don Pedro de la Hiruela y se atrajeron el castigo ejecutado en las cabezas del motín conforme a la templada ejecutoria del Consejo, pronunciada en aquella causa, obligando a los jueces a que diesen los abastos a un vil precio con pérdida inmensa de los caudales comunes. (…) Esta confesión en boca del Reverendo Obispo hace la prueba más completa de su modo de obrar y de pensar: no es una calumnia que le haya suscitado la emulación, sino una espontánea declaración, que ha ejecutado por sí mismo, de haber amenazado con tumultos; vanagloriándose de haber acertado en sus pronósticos, maltratando a su Soberano como a un Rey Achab, y diciendo a su Confesor que le ocultaba la verdad y era más aborrecible en España que el Marqués de Squilace.»

Como resultado final del voluminoso expediente, concluía Campomanes que, a la vista de la evidente rebeldía frente a las disposiciones del monarca manifiesta en los escritos del prelado, la condena procedente debería ser el destierro. Sin embargo, no faltándole valedores y puesto «que también el fanatismo tiene sus mártires», estimaba suficiente que compareciese en la Corte ante el Consejo de Castilla y fuese allí reprendido y amonestado de que en caso de reincidir podría castigársele con todo el rigor previsto por las leyes contra los detractores del rey y su gobierno que ahora esquivaba.

Próximo ya el invierno, se agravaban las antiguas enfermedades del obispo, hipocondría y escorbuto según su médico, y ello dilató aún la humillante comparecencia ante el Consejo, realizada al fin el 14 de junio de 1768, simbólica y todo, aunque disuasoria de momento para el resto de prelados afines a las ideas mostradas por el de Cuenca, sonoramente escarmentados en su cabeza. Poco más de dos años le quedaban de vida a Carvajal. Fallecería el 15 de enero de 1771.

El conflicto del elogio fúnebre

También fue conflictiva después la solicitud de licencia de impresión para el elogio fúnebre, pronunciado en su memoria en el Oratorio de San Felipe de Cuenca, formulada en 1772 por su sobrino, el IV duque de Abrantes. Denegada por el Consejo, quizá para evitar que se divulgase un encarecimiento simbólico de su figura que pudiesen intentar lograr por este medio los del grupo cuyas opiniones había expuesto don Isidro, hubo de esperarse para publicarlo a 1801, apenas iniciado el segundo mandato ministerial de Godoy.

Paco Auñón

Paco Auñón

Director y presentador del programa Hoy por Hoy Cuenca. Periodista y locutor conquense que ha desarrollado...

 
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