De Zugarramurdi a Bizkaia
Tras la noche de San Juan y sus tradicionales akelarres, la historiadora del arte y filósofa Isabel Mellén explica los casos más destacados de persecución a mujeres acusadas de brujería durante la Edad Moderna
Bizkaia y la caja de brujas, por Isabel Mellén, filósofa e historiadora del arte
Bilbao
La persecución de la brujería en Europa durante la Edad Moderna envió a numerosas personas a la muerte. Estos hechos brujescos afectaron a las regiones de la cordillera pirenaica, muy especialmente a la montaña de Navarra, a las estribaciones del Pirineo Atlántico y a los territorios del Cantábrico oriental, teniendo una fuerte presencia en la geografía vasca, donde destacaron algunos brotes o complicidades de brujas. En el Señorío de Vizcaya hubo algunos territorios que se vieron especialmente afectados, incluso de forma recurrente: las Encartaciones, los valles de Arratia y Ceberio y la Merindad de Busturia, aunque otras zonas vizcaínas también conocieron este tipo de sucesos. En 1500 tuvo lugar el caso de las brujas de Amboto, que marca el inicio de los procesos por brujería.
Los inquisidores que visitaron Bizkaia
En 1538-1539 los inquisidores Valdeolivas y Olazábal estuvieron en Vizcaya investigando unos brotes de brujería. Durante esta visita fueron penitenciados por el inquisidor Valdeolivas un total de cincuenta y un acusados de brujería, la mitad de las Encartaciones y la otra mitad de los valles de Ceberio y Arratia, siendo mujeres el 65%. Catalina de Guesala, de la complicidad de Ceberio, dijo que se reunían para ir al aquelarre en la casa de un vecino llamado Juan de Erenoza, quien sacó una olla con cierto ungüento con el que se untaron todos: […] y a esta declarante la untó la dicha Mari Ochoa de Guesala, su tía, con el dicho ungüento en las plantas de los pies y en palmas de las manos y sobre el corazón y en las espaldas y en la barbilla y en la frente, y así untados todos y todas salían a un antepecho que la dicha casa tiene de donde en el aire volaban.
El caso de las Encartaciones
En 1561 varias mujeres de las Encartaciones fueron presas por brujas, acusadas de matar criaturas y destruir cosechas. Efectivamente alguna de las brujas confesó haber participado en la muerte de niños en el concejo de Sopuerta, y varias mujeres acusaron a las apresadas de haberles matado niños que criaban. El teniente de corregidor de las Encartaciones, juez en el caso, procedió al menos contra diez mujeres de la zona. María de Arce, acusada de bruja en las Encartaciones, fue iniciada a la edad de diecisiete años: […] una moza vieja que se llamaba María Torres la amenazó a que había de hacer lo que ella le mandaría hacer, y así ella dijo que la untaría una noche y que había de ir con ella, y así se untó con un ungüento y encomendó la ánima al diablo. Contra una de ellas, Catalina de Avellaneda, dictó penas de vergüenza pública, azotes y destierro.
Bermeo y los casos en Busturialdea
Ya en el siglo XVII, es de destacar el conventículo de Bermeo de 1616 y la presencia de brujos en la Merindad de Busturia o Busturialdea. Varios muchachos de Bermeo confesaron “que desde su niñez han sido sacados de las camas en que dormían de noche cada semana dos o tres veces”. No es de extrañar, pues, que en los aquelarres de Albóniga se juntasen “más de setenta u ochenta muchachos y muchachas, todos de trece años abajo en edad”. Brujas de la Merindad de Busturia confesaban haber llevado diversas criaturas al campo de Berdelanda sacándolas de sus camas. En este aquelarre participaban una multitud de niños menores de catorce, incluso criaturas “de un año y dos”. Veinte niños de esta Merindad, de entre seis y once años, declararon en 1616 ante el teniente general del Señorío. El año anterior Fernando de Salcedo, Corregidor de Vizcaya, había tomado declaración a varios niños de la comarca de Zamudio, de entre siete y doce años. Los más pequeños del aquelarre se encargaban de cuidar los sapos en un sitio apartado. Los niños de Bermeo confesaban que “les solían apartar y desviar a un lado de los dichos campos y en él ponerles guardando sapos con sendas varitas en las manos”. Las criaturas del aquelarre de Urdaibai confesaban lo mismo: “las ponen a guardar unos sapos con unas varillas en las manos a las que son de cuatro años arriba”.
Arteaga y las denuncias de menores
Cuenta Isabel Mellén que "en 1615, unas vecinas del lugar de Arteaga, denunciadas por unos muchachos de corta edad, fueron una noche salvajemente agredidas". De hecho según los textos consultados podemos leer: […] estando todas acostadas cada una en su casa ciertos hombres revocados les rompieron sus puertas y las azotaron, hirieron y castigaron dejándolas por muertas, y alguna de ellas desahuciada de vivir. La intervención de la autoridad civil prolongó el sufrimiento de aquellas desgraciadas: […] habiendo venido allí sobre este caso el teniente general de aquel Señorío de Vizcaya, en vez de proceder a su averiguación y castigo de los culpados, que por sospechas eran muy conocidos, solamente echaba mano de las mujeres heridas encarcelándolas para proceder y castigarlas por brujas, sin otro fundamento más justificado que la dicha aclamación de los muchachos. Marina de Hormaechea, de edad de diez o doce años, explicó ante el Corregidor de Bilbao “las graves violencias con que fue inducida a confesar que era bruja”. En la anteiglesia de Zamudio una mujer y su hijo fueron atropellados por la justicia real: […] a los cuales y a las demás personas de su casa, con esta violencia, les indujeron a que se manifestaran por brujos y que también declararon serlo otras muchas personas que los mismos ministros de justicia les iban nombrando como en efecto lo hicieron.
Marina de Boillar, vecina de la anteiglesia de Ereño, a quien la justicia real tenía presa junto con otras mujeres, se ahorcó en la cárcel ocho días después de haber confesado ser bruja. Jueces, autoridades e inquisidores también practicaban la intimidación y la violencia. En la visita de Vizcaya de 1538-1539, el inquisidor Valdeolivas se encontró con treinta personas de las Encartaciones que habían sido apresadas e interrogadas por el Corregidor. Según el inquisidor, algunas de ellas confesaron por miedo, sin haber cometido delito alguno. Las graves extorsiones cometidas por las justicias obligaban a confesar a los violentados. Catalina de Aranibar se vio forzada a confesar ser bruja. Declaró […] cómo habiendo procedido los jurados y justicia del dicho lugar con prisiones, vejaciones y molestias contra ésta so color de imputarle ser bruja y pretendido que lo confesase, por evadir las dichas molestias sin otro fundamento alguno vino ésta a confesar que lo era sin haberlo sido jamás (…), y que habiendo sido llevada a la Inquisición de Logroño donde la detuvieron espacio de dos meses en virtud de las dichas confesiones fue absuelta y reconciliada.
Las autoinculpaciones
El relato avanza y nos encontramos con otra realidad. "Con frecuencia eran los propios brujos quienes voluntariamente acudían a auto-denunciarse tras la publicación del edicto de gracia inquisitorial y oír los sermones sobre la materia". Cuando existía sospecha de actividades heréticas, los tribunales de la Inquisición efectuaban una visita al área afectada. La publicación del edicto de gracia abría el plazo de tiempo durante el cual podían confesar sus errores los afectados por alguna de las herejías y reconciliarse con la Iglesia a cambio de alguna penitencia, quedando a salvo de penas graves. Todo aquél que tuviera conocimiento de un acto de herejía estaba obligado a denunciarlo aunque el implicado fuera padre, hijo o hermano, siendo entendido el silencio como indicio de complicidad. Con este mecanismo se extendió la sensación de una invisible vigilancia, agravada con el riesgo de ser denunciado por cualquiera.
A veces las “autodenuncias” eran producto de deposiciones de niños y muchachos de la localidad que empezaban a propalar que determinadas personas eran brujas. Las confesiones de estos niños calaban en la comunidad. María Ortiz de Alegría, vecina de Arteaga, dijo que se vio obligada a ir a la Inquisición “por delación de ciertas criaturas y niños muy pequeños que decían ser brujos y que la habían conocido asistir a sus juntas”. María Ortiz de Landa, natural de la anteiglesia de Axpe en Vizcaya, confesó ser bruja para evitar ser presa y molestada como sus vecinas, “porque andaba también notada en lenguas de muchachos”.
Para entender estas falsas confesiones debemos tener en cuenta el funcionamiento de estos procesos inquisitoriales. En contra de lo que el cine y la literatura nos ha hecho creer, la Inquisición generalmente no aplicaba tormentos ni torturas para extraer confesiones. Como vemos, algunas mujeres vizcaínas acudieron libremente a Logroño para declararse brujas, aunque sí que es verdad que otras lo hicieron coaccionadas. Al confesar, sabían que automáticamente iban a ser reconciliadas, es decir, perdonadas a cambio de una penitencia menor, que consistía básicamente en unos cuantos padrenuestros y avemarías. La confesión, por lo tanto, era una forma de defensa frente a otros vecinos, ya que, una vez perdonadas por el Santo Oficio, nadie podía volver a acusarlas. Este mecanismo explica por qué entre 1610 y 1611 hubo tantos casos confesos de brujería en territorio vizcaíno. Y también nos permite comprender por qué los falsos brujos y brujas generalmente acusaban a familiares y amigos, tratando así de ganar el perdón para ellos y evitar represalias por parte de otros vecinos.
El fin de los casos de brujería en Bizkaia
En contra de la creencia popular, en España no hubo una caza de brujas sistemática ni fueron muchas las víctimas que murieron en la hoguera por causa de la brujería. Algunos recuentos actuales cifran en 300 las personas que fueron asesinadas por esta causa en nuestro país. Son quizá muchas muertes, pero desde luego están lejos de los veinticinco mil asesinados que arrojan países como Alemania o los diez mil de Polonia. Con menor número de víctimas, pero en mucha mayor proporción que en España encontramos también grandes matanzas y persecuciones en Inglaterra y en Francia. Precisamente en este último país debemos destacar un proceso de caza de brujos que afectó directamente a nuestro territorio. En 1609 el inquisidor francés Pierre de Lancre creó el pánico en Lapurdi, enviando a la hoguera a más de ochenta personas con cargos de brujería. Este fanatismo y la paranoia de que había sirvientes del demonio operando por la zona, hizo que la sospecha cruzase los Pirineos y comenzase a extenderse como un virus por Navarra. En ese mismo año un comisario de la Inquisición denuncia por primera vez la existencia de brujas en Zugarramurdi, con lo que se disparó la alarma social y comenzó todo un vaivén de acusaciones cruzadas entre los vecinos del pueblo. Pero la psicosis enseguida sobrepasó las fronteras de esta localidad navarra, puesto que los ecos de Zugarramurdi resonaron incluso en Álava y hubo acusaciones y procesos de brujería en nuestro territorio. Debido a que el fenómeno se les estaba yendo de las manos y la población estaba a punto de tomarse la justicia por su cuenta, la Inquisición decidió celebrar un macroproceso judicial con el que pretendía zanjar de una vez por todas la cuestión de los brujos tanto en Navarra como en el País Vasco.
El 7 de noviembre de 1610 se desarrolló uno de los autos de fe más multitudinarios de los que convocó la Inquisición a lo largo de su historia. Se calcula que en este juicio fueron de espectadores más de treinta mil personas. En este auto no sólo se juzgaba la brujería, sino sobre todo cuestiones relacionadas con la herejía, que era una de las principales preocupaciones del Santo Oficio. Aun así, se presentaron 31 acusados por brujería, la mayoría mujeres navarras, de las cuales seis fueron quemadas vivas y cinco, que ya habían muerto en la prisión, fueron quemadas en efigie, es decir, mediante un muñeco que las representaba. El resto de los acusados fueron “reconciliados”, que en la jerga que usaba la Inquisición significa que fueron perdonados y devueltos sin mayor problema al seno de la iglesia católica.
Pero en vez de atajar el problema, este juicio celebrado en Logroño lo acrecentó, como hemos visto en algunos casos vizcaínos. Al haber condenas a brujas su existencia comenzó a tomarse en serio y las malas cosechas, los accidentes inesperados y cualquier golpe de mala suerte se empezó a interpretar en clave de mal de ojo o de hechizo. Las acusaciones entre vecinos crecían día a día y en muchos pueblos las sospechas infundadas, los rencores entre familias y las suspicacias llevaron a acusar de brujería a muchas personas inocentes. De hecho, tras los procesos de Logroño aumentaron las confesiones y los arrepentimientos por parte de supuestos seguidores del demonio que, con todo lujo de detalles, reconocían su participación en aquelarres y no dudaban en delatar a otras personas implicadas, generalmente amigos y familiares.
No todos los inquisidores era iguales
Según nos cuenta en este nuevo capítulo, la historiadora del arte, "no todos en esta institución creían en estos cuentos de brujas". De hecho, fueron varios los miembros del Santo Oficio los que, después del auto de fe de Logroño, mostraron su disconformidad y solicitaron realizar una investigación en profundidad para demostrar que las acusaciones de brujería eran infundadas y fruto de la histeria colectiva. El gran defensor de la inocencia de los supuestos brujos fue el inquisidor Alonso de Salazar y Frías. A él se le debe que se pudiera contener el fenómeno de las brujas y que no desembocase en una masacre, como ocurrió en otros países de Europa. Al año siguiente del auto de fe de Logroño, este personaje se dedicó a recorrer Navarra y el País Vasco interrogando a los testigos y a las personas acusadas de brujería con un edicto de gracia bajo el brazo. Es decir, todos aquellos que quisieran retractarse de sus confesiones de brujería o que quisieran rectificar los testimonios dados en el pasado podían hacerlo sin temor a represalias, sabiendo que serían automáticamente absueltos y libres de todo delito. Como es natural, muchas de las personas que habían confesado en plena época de histeria se retractaron de sus testimonios alegando que habían mentido y que no tenían nada que ver con la magia negra. El inquisidor Alonso de Salazar Frías informaba que durante la visita que hizo con motivo del edicto de gracia concedido a los de la secta de brujos, entre mayo de 1611 y enero de 1612, se investigaron 1.802 personas, de los que 1.384 eran niños de ambos sexos, menores de catorce años, que fueron absueltos. El predominio de los niños era abrumador, aunque Salazar constataba la presencia de personas de todas las edades, incluso de ochenta y noventa años.
Alonso de Salazar y Frías, el escéptico e incrédulo inquisidor, ante los relatos tan disparatados que le referían las vizcaínas y vizcaínos que pudo entrevistar, dictaminó que obviamente habían sido coaccionados para admitir estos crímenes. Y también llegó a la conclusión, tras su investigación, de que habían sido los propios comisarios de la Inquisición los que se habían inventado los detalles de los aquelarres, diciéndoles a los acusados lo que tenían que confesar. Curiosamente, este imaginario de las brujas y toda su mitología ha llegado con mucha fuerza hasta nuestros días, y resulta sorprendente comprobar cómo todos los tópicos sobre este fenómeno que seguimos manejando en la actualidad salieron algún día de la mente retorcida de algún inquisidor.