Mujeres laicas al servicio de sí mismas en Bizkaia
Las comunidades de seroras son un fenómeno peculiar en el mundo cristiano, de dudosos orígenes, pero de gran relevancia en lo que a la participación femenina en el espacio religioso. La historiadora del Arte y filósofa Isabel Mellén recupera una figura influyente y desconocida
Comunidades de mujeres laicas al servicio de sí mismas, ¿quiénes eran las sesoras?
Bilbao
Conocidas bajo varios nombres, seroras, sororas, freilas, freiras, beatas, ermitañas, sacristanas, benitas, benoîtes, emparedadas, etc., vivían en un espacio intermedio entre lo laico y lo religioso, bajo una especial condición socioeconómica que les permitía administrar sus bienes, lo que, junto a las viudas ricas y poderosas (habitual condición de las propias seroras), las podía dotar de una capacidad económica influyente tanto en la Edad Media como en la Edad Moderna.
¿Qué son las seroras?
Las seroras constituyen un fenómeno bastante peculiar en el mundo cristiano, de dudosos orígenes, pero de gran relevancia en lo que a la participación femenina en el espacio religioso se refiere, tanto en la Edad Media como en la Moderna. Según Mellén, se conocen bajo varios nombres, seroras, sororas, freilas, freiras, beatas, ermitañas, sacristanas, benitas, benoîtes, emparedadas, etc., vivían en un espacio intermedio entre lo laico y lo religioso, bajo una especial condición socioeconómica que les permitía administrar sus bienes, lo que, junto a las viudas ricas y poderosas (habitual condición de las propias seroras), las podía dotar de una capacidad económica influyente.
La partida masiva de hombres hacia el otro lado del Atlántico, según la historiadora del Arte, un factor decisivo que explica el grave desequilibrio demográfico resultante en el que había más mujeres que hombres, una de cuyas consecuencias fue que el número de beatas, freilas y seroras aumentara de forma desmesurada hasta alcanzar unas cifras que no se correspondían con las necesidades reales. Entre los motivos que explican la gran demanda existente de beatas, freilas y seroras a comienzos del siglo XVI, está el que durante el siglo XV se realizan numerosos arreglos de ermitas a cuyo mal estado hacer referencia las constituciones sinodales de Bernal de Luco y Sandoval, se acomete la construcción de nuevas iglesias parroquiales, la devoción a los principales santuarios termina de consolidarse y se amplía la red de hospitales con nuevas fundaciones, tal y como queda reflejado en la documentación eclesiástica que se genera en esa época. Todos estos factores que propiciaron su proliferación vinieron a coincidir con el gran número de mujeres que muestran sus aspiraciones a serlo.
¿Dónde se encontraban las seroras?
Las seroras llevaban una forma de vida muy parecida a la de las comunidades de mujeres religiosas, dentro de una gran variedad de situaciones. "En las villas había comunidades dedicadas al mantenimiento y al culto que se daba en las parroquias, así como comunidades de seroras sin servicio alguno en la parroquia, pero que se agrupaban, llevando una vida piadosa". En el entorno rural, como apunta la filósofa en Hoy por Hoy Bilbao Bizkaia, se encontraban en las ermitas, donde no era tan común que se establecieran comunidades (aunque también se diera el caso), siendo habitual el servicio de una serora, que muchas veces contaba con la ayuda de una serora joven que la mayoría de las veces sustituía a la vieja cuando ésta moría. Asimismo eran habituales en santuarios, donde se establecían en comunidades. Por último, otro espacio donde su presencia era habitual e importante es el de los hospitales y asilos (que hacían también de orfanatos) que se encontraban tanto en villas como en el entorno rural, donde había seroras que los documentos nombran como hospitaleras, establecidas también, normalmente, en pequeñas comunidades.
Las villas y las zonas rurales
La división fundamental la establecemos entre las villas y las zonas rurales, y dentro de éstos, entre parroquias, ermitas, santuarios y hospitales (y asilos). Es necesario aclarar, por otra parte, que en las ermitas no siempre solía haber serora. A veces en el barrio no solía haber ninguna mujer idónea y/o que quisiera ser serora, y se repartían el cuidado de la ermita entre los vecinos. O había ermitaño, en vez de serora. Pero de todas formas la figura de la serora se concebía como necesaria en el contexto de la ermita para el cuidado de la misma, así como para la vida que se tejía en torno a ella; además, la dote que ésta aportaba era muchas veces el principal soporte del mantenimiento de la ermita. Esta situación se refleja bien en el caso de la orden de expulsión de las seroras, dictado por el Obispado de Calahorra y La Calzada, que llega a Bizkaia en 1623.
¿Cómo acabó todo en el Señorío de Bizkaia?
El Señorío de Bizkaia reacciona, y entabla un pleito. Las razones que esgrimen las partes, y entre las razones del señorío se encuentran las siguientes: “- Las seroras han llevado sus dotes y bienes a las iglesias y ermitas, con cuyos ingresos se han edificado, reparado y proveído de ornamentos y otros instrumentos. - Se sustentan con las labores de sus manos y, todavía, hacen considerables limosnas a las iglesias y ermitas”. En otras palabras: según el señorío, la desaparición de las seroras supondría la ruina de las ermitas. Esto último es aplicable también –en diferente grado– a muchas parroquias, de mayores gastos y mayores dotes, así como a los beaterios de villas y santuarios. Hubo agrias discusiones por esta cuestión y parece que en la práctica se hizo caso omiso a los mandatos del obispado.
Vida y trabajo de las seroras
Los templos se encontraban bajo diferentes patronatos, y las vidas y los medios de subsistencia de las seroras podían llegar a ser muy diferentes, según el tipo de patronato correspondiente al templo en el que ejercían. A esto se añadía el hecho de que el patronato y el derecho de elección no siempre correspondían al mismo poder (p.ej., el patronato podía corresponder a un señor particular y, en cambio, el derecho de elección al ayuntamiento). Ello hacía que la elección de una nueva serora fuera fuente de conflictos y usurpaciones entre poderes en pugna.
El oficio de serora o de beata, muchas veces, era codiciado y generaba ingresos. Hay casos en los que las seroras casi no reciben más que la limosna de los vecinos y dependen mucho de la huerta. Pero en otros se les asignan sustanciosas rentas, que les permiten acumular un capital nada despreciable, llegando a dar préstamos o a ayudar a familiares en dificultades, dotar a alguna sobrina, etc. Algunos de los trabajos de cuidado y mantenimiento del templo eran comunes a todas las seroras: la limpieza (el suelo, los manteles, etc.), el cuidado del alumbrado y la lencería, y el cuidado y la limpieza de los ornamentos y los objetos sagrados. En el caso de las ermitas, a pesar de que se eligieran mayordomos, muchas veces se encargaban de todos los aspectos de la administración del templo (con sus tierras y bienes), siendo a su vez encargadas de sus llaves (es decir, apertura y cierre del templo). Otra ocupación que detentaban más habitualmente en el contexto de las ermitas era la del toque de la campana. Las campanas no sólo se tocaban para establecer la regulación fundamental del tiempo (las tres Avemarías); servían para varios avisos y para coordinar muchas actividades comunitarias. La actividad de confección de ropa era también otra de las principales fuentes de ingresos para las seroras de las ermitas.
¿Qué poder tenían sobre los jarlekus? El servicio de asientos
En cualquier caso, la principal fuente de ingresos para las seroras de las parroquias consistía en el servicio de los asientos o jarlekus de los parroquianos y en los negocios asociados a dicho servicio. El servicio de los jarlekus era una actividad vinculada al culto a los antepasados y a los ritos de muerte, que hizo su aparición después de que durante los siglos XII-XIII los enterramientos (y con ellos, el culto a los antepasados) pasaran de las casas particulares al interior de las parroquias. En ellas las etxekoandres o mujeres de cada casa atendían cada cual su asiento, que era a su vez tumba de la casa y sus antepasados, y como tal, se percibía como parte de la casa (y se vendía como parte integrante de ella). Esta costumbre se extendió sobre todo en Vizcaya, Guipúzcoa y las tierras del norte de Álava y Navarra sur. En este contexto, las seroras se encargaban, fundamentalmente, de tener los jarlekus preparados con las velas y manteles para las ofrendas de luz y pan, para cuando las etxekoandres vinieran a los oficios religiosos. Esto suponía, entre otras cosas, llevar la cuenta de las ofrendas, misas, etc., correspondientes a cada difunto de cada familia que les tocase atender. Junto a la adecuada organización del espacio de los jarlekus y de sus ofrendas, cuidaban también de la corrección del orden en el rito de la ofrenda, que, al ser un rito donde se simbolizaban las relaciones de poder de la comunidad, era frecuente fuente de conflictos entre los señores territoriales de viejos solares y la nueva burguesía enriquecida en el contexto de las villas. Por estas labores les correspondían emolumentos. A veces también se encargaban de hacer las velas.
¿Por qué la Iglesia se levantó contra las seroras? El fin.
Debemos considerar, por otro lado, que las actividades de las seroras sufrieron restricciones y prohibiciones, y allí donde los dirigentes las llevaron a la aplicación, hubo grandes cambios a este respecto a lo largo de la cronología que contemplamos, entre los siglos XVI y XVIII. Estas restricciones y prohibiciones están relacionadas también con la introducción y proliferación de los sacristanes, lo cual está relacionado, a su vez, con el modelo de religiosidad y moralidad femenina que se gestará en una sociedad, la de la Edad Moderna, en la que la burguesía adquirirá paulatinamente mayores cotas de poder.
Las mayores preocupaciones se centraron en evitar el contacto de las mujeres con los objetos y ornamentos sagrados y su entrada en el altar (debido a la “impureza” de la mujer), y la limitación de sus actividades “públicas” (dado que se asumía que a la mujer le correspondía un ámbito “privado”), principalmente las salidas para recolectar limosnas, con la intención (o excusa, según se mire) de evitar posibles comportamientos inadecuados o licenciosos. El siglo XVI es una época de cambios en la religiosidad femenina. En 1563 terminaba el Concilio de Trento, y en 1566 Pio V emitía la constitución Circa Pastoralis ordenando la clausura para todas las religiosas, fueran monjas, beatas vinculadas a conventos o seroras, tal y como se había decidido en Trento. Era una orden que seguía la estela del decreto Periculoso, emitida en 1298 para reducir a la clausura a las monjas (que entonces, mayoritariamente, no vivían enclaustradas), así como otros movimientos femeninos de religiosidad laica como el de las beguinas del norte de Europa, que por aquel entonces se encontraban en boga.
"Las medidas en contra de las seroras se fueron tomando a lo largo de los siglos de la Edad Moderna, en un marco cronológico que a grandes rasgos podríamos situar entre el Concilio de Trento (sesión XXV, año 1563) y el Real Decreto de supresión del Conde de Aranda en 1769. A lo largo del siglo XVI, en lo que al Obispado de Calahorra y La Calzada se refiere, se dieron varios mandatos y prohibiciones en torno a las seroras y sus funciones, siempre dirigidas a templos concretos". Aún así, según la historiadora del Arte, no parece que se preocuparan demasiado del tema antes de las constituciones sinodales de 1602, limitándose a señalar que los curas parroquiales debían cuidar de la administración de sus ermitas sufragáneas, autorizando que los vecinos pudieran designar a algún seglar para su cuidado.
Del beaterio a la clausura
Quizá pudiéramos resumir las intenciones de las autoridades eclesiásticas en dos “movimientos” o transformaciones internas que se querrán imponer: las seroras o freilas de las ermitas deben salir de las ermitas para transformarse en beatas de las villas, y a éstas, a su vez, se las obliga a admitir los votos y la clausura. Parece necesario hacer también un apunte en torno a la Inquisición, pues algunas seroras también fueron víctimas de su persecución, precisamente en esta época de entresiglos, en la que dicha persecución se acrecienta. Y es que las medidas tomadas por las autoridades eclesiásticas (y civiles) no sólo se limitan a seroras y beatas, sino que éstas se enmarcan dentro de un proceso más amplio, que abarca las formas de religiosidad femenina en su totalidad.
Parece que las seroras de santuarios, así como las que vivían en comunidad en la villa pero sin encargarse del cuidado de parroquias o ermitas, dependían más de la limosna que las demás, al carecer de servicios lucrativos (como las de las parroquias de las villas) o bienes inmuebles que explotar (como las de las ermitas y parroquias de anteiglesias). Esto hizo que fueran las primeras en entrar en la órbita de las órdenes regulares, dado que, al tener que mantenerse básicamente con la aportación de la dote, su situación las predisponía a la vida conventual, que también se mantenía con dotes y limosnas. Aún así, hubo comunidades que se mantuvieron sin guardar clausura, sobre todo en los casos en los que los poderes que ostentaban el patronato del santuario (ayuntamientos, cabildos seculares y eclesiásticos, señores de solares poderosos) se mostraban reacios a la introducción de las órdenes (principalmente mendicantes) en sus espacios de poder y lucro. Tal era el caso, por ejemplo, del santuario de Santa María de Dorleta de Salinas de Léniz, en Guipúzcoa.
Este proceso afectó principalmente a las seroras o beatas de las villas que vivían en comunidad y que ya desde los siglos XII y XIII habían entrado en contacto con las órdenes mendicantes (en adelante nos referiremos a estas comunidades como beaterios, para diferenciarlas de las comunidades de seroras sin vínculo ni obediencia respecto a las órdenes). El proceso fue planeado y paulatino, según se da a entender por los movimientos de las distintas reformadoras que se mandaban al frente de los beaterios a los que se quería imponer regla y clausura, estableciéndose una especie de red, partiendo de las primeras clausuras: “El convento de la Santísima Trinidad de Vergara dio reformadoras a las de Segura, de Villaro y Santa Cruz de Bilbao; el de Vidaurreta, al de Durango; el de Vitoria, al de Salvatierra, etc., etc. Las reformadoras, después del trienio, regresaban a sus respectivos conventos y eran relevadas en los oficios por otras hermanas de su comunidad de origen, hasta tanto que, bien impuestas las beatas en su regla, en sus constituciones, en el rezo del oficio divino y ceremonias de la Orden, comenzaban a regirse independientemente a sí mismas”.
El proceso de someterlas a clausura no se dio sin resistencias, y parece ser la principal razón por la que las beatas se negaban a admitir la regla correspondiente. Pero la mayoría de los beaterios, aun habiendo adoptado ya las reglas de las respectivas órdenes, no obedecieron el voto de clausura hasta bien entrado el siglo XVII, y esta resistencia también se reflejó en la reticencia a usar el velo, uso que adoptaron, generalmente, después de haber hecho ya el voto de clausura, y parece que con mucho recelo.
Pero no todos los beaterios habían aceptado la tutela de las órdenes, y entre las que la aceptaron, no todos se plegaron a la imposición de la clausura, aunque esta decisión los condenara a la extinción, dado que la mencionada bula de Pío V ordenaba también que a los que no acataran la clausura se les prohibiera en adelante admitir más novicias. "Quizá sea precisamente la relevancia social que su oficio tuvo en nuestra tierra lo que las protegió, junto con la especial situación eclesiástica que se daba en las distintas zonas (“proteccionismo” en Vizcaya, división en Guipúzcoa, preeminencia del patronato laico, etc.)."