Opinión

Matria o muerte

El estilita / Radio Coruña

A Coruña

Al salir de la sala comenté, en tono razonable, que el final de la película me parecía un poco abrupto, inconexo. Algo gratuito, como sacado de la manga. Mi amiga sonrió burlona y se lo dijo a las demás para que compartieran su diversión. Yo levanté las manos en un gesto conciliador y lo dejé correr. Por supuesto, reconocí para mis adentros. Aquella era una obra maestra del séptimo arte gallego, una pieza aclamada y premiada, que aunaba la denuncia social con el costumbrismo. Solo alguien insensible, ignorante, engreído y bocazas, un patán que disfruta con el cine de explosiones y persecuciones podría atreverse a criticar ‘Matria’. Afortunadamente para ti, yo soy todas esas cosas y más. Agárrate que vienen spoilers.

En realidad, fue otra de mis amigas la que definió la sensación que generaba la película nada más encenderse las luces. “Angustia existencial”, dijo. Asentí. La película iba de Ramona, una cuarentona que trabajaba limpiando una factoría pesquera. Fregaba y fregaba con otras mujeres que hablaban a gritos y con una fuerte gheada, como si estuvieran a punto de escupir todo el rato. Al acabar el trabajo, fumaba, tosía y se dirigía a la batea, donde recogía mejillones. Un mejillonero joven y atractivo le tiraba la caña, ella sonreía halagada. Luego fumaba otro cigarrillo, tosía y se dirigía a su hogar, un inmueble de dos pisos, de ladrillo visto en la fachada (un buen toque) para hacer la comida. Se olisqueaba el sobaco y se rociaba con un ambientador, arrancando unas risas al respetable y guardaba el dinero ganado en un escondite debajo del fregadero. Luego fumaba otro cigarrillo, tosía y se iba a visitar a su hija, una chavala con una apretada coleta que le daba un aire de choni, que discutía con ella porque trabajaba en un bar en vez de estudiar y luego volvía a casa. Allí se encontraba con su novio, un gordo borracho que se iba dando contra las paredes, se metía en la cama, y al día siguiente todo volvía a empezar.

Por lo que pude deducir, Ramona no tenía ninguna aspiración, ninguna inquietud, ningún sueño incumplido. ni siquiera una afición, solo era una mujer vulgar que llevaba una vida dura, anodina e infeliz. Era, eso sí, una luchadora, trabajadora y valiente. Cuando le dijeron en la factoría que les iban a bajar el sueldo, se despidió, y no paró hasta encontrar trabajo de cuidadora en una casa con un anciano, y cuando lloraba, tenía la dignidad de hacerlo a solas. Ramona tenía muchos problemas, pero ninguna tragedia: cuando acudió a una cita con la médica, le dijo que había perdido capacidad pulmonar, cuando yo estaba seguro de que el diagnóstico sería cáncer. Ramona solo preguntó si aquello le daría puntos para la minusvalía, como si se estuviera sacando una oposición. Su hija trabajaba en vez de estudiar, pero en un bar y no en un puticlub. El novio de Ramona era un bruto alcoholizado, al que tenían que llevar a casa a hombros para que durmiera la mona, pero no la maltrataba. Ni siquiera el anciano cuya casa limpiaba le acosaba restregando su miembro flácido contra sus nalgas cuando fregaba. Con el tipo de la batea había mucho coqueteo, pero nunca le echaron limón al mejillón. Nada de nada.

Entonces, un día, después de que su novio le tocara el culo a otra en un bar (también creía que le había robado el dinero de debajo del fregadero, pero no, esa había sido su hija), decide que está harta. Se despide de su hija tras repartirse el dinero y se sube a un tren a ninguna parte. Ella sonríe mirando por la ventanilla. Fundido en negro. Cuando por fín se encendieron las luces, la gente aplaudió, libre de tanta angustia existencial. El director, un tipo joven, de 36 años, salió a recibir los aplausos acompañado por los actores y comenzó a responder preguntas. Explicó que la idea para la película había surgido cuando estaba de vacaciones en casa de sus padres y por casualidad habló con la limpiadora, que le contó su vida. A él le pareció interesante, algo que ella no entendía. “Poco a poco conseguí convencerla de que su historia merecía ser contada”. Yo, por el contrario, lo entendía perfectamente: el tal Álvaro Gago es un pijo de esos que comen entrecot pero ruedan un documental para denunciar como tipos cubiertos de sangre asesinan a terneritos de ojos grandes en los mataderos, un Einsenstein de vía estrecha que caldea los ánimos para la revolución explicándole a la otra mitad lo tristes que son sus vidas o, por lo menos, no tan fabulosas como la suya.

Por eso su película no era una historia de verdad, solo era un planteamiento: el día a día de Ramona. Te atrapa, pero como una vecina pesada en un ascensor muy lento. Gago se había saltado el nudo, y había pasado directamente al desenlace porque tenía que ponerle fin de alguna manera y no había podido evitar la tentación de un gesto romántico y sin sentido, que liberara a Ramona de su vida anodina y la convirtiera en una heroína. Fuera a donde fuera ese tren, cuando bajara le esperaban más suelos que fregar, eso seguro. Si quería cambiar de vida, habría hecho mejor en estudiar una FP, igual que yo. Ya en la calle, la angustia no me soltaba y decidí que antes de verla otra vez, prefería la muerte.

 
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