Sin distinción de sexo, religión, orificios ni lenguas

Madrid

Si yo fuera joven y tuviera ganas de protestar me buscaría a una peña de mi onda y condición y me engancharía con ellos y ellas, follando a rienda de camello suelta en los palcos principales del Estadio de Qatar. Sin distinción de sexo, religión, orificios ni lenguas. En pelotas, naturalmente. Y con chupitos alcohólicos a tutiplén, entre efusiones varias.

Una buena dosis de pegamento, en el lugar estratégico escogido por cada participante en la orgía contestataria, obligaría a los anfitriones, nuestros queridos primos de la monarquía qatarí, a tomar medidas drásticas. Por ejemplo, liquidar a los infieles, nosotros, poniéndose en tele-evidencia mundial y en directo; no como han estado haciendo con los obreros que han construido el estadio, asesinados calladamente y en goteo por las inhumanas condiciones laborales que reinan en el reino. En su memoria, por cierto, iría el primer polvazo colectivo, seguido de otro, interminable, en protesta por el trato que los del Golfo dan a sus mujeres; seguido de otro, fervoroso, a favor del colectivo LGTBQ plus; seguido de uno más, equilibrístico y kamasutrero, en contra de la explotación de los recursos naturales del planeta; y seguido de otro: porque no me gusta, y esto es personal, que esos tíos se rasquen en público los testículos, o su solar, por encima de la chilaba, qamís o thobe tradicionales.

La verdad es que me parece muy flojo eso de adosarse a una obra maestra o a su marco, en un museo, pudiendo quedarse uno pegado, y en la gloria, en un lujoso palco qatarí, quién sabe si hasta con el Emérito y Jeff Bezos como invitados, lanzando así unos vivas a la República y unos abajos al trabajo precario muy entusiastas, y justo en el momento álgido.