Fuegos artificiales
"Ser privilegiado es no temer que la propia vida sea una ilusión óptica, ni que el sueño se esfume después de la traca final"
La píldora de Alba Carballal | Fuegos artificiales
Madrid
Hay muchas formas de calibrar el privilegio propio. Algunas de las más habituales consisten en observarse con detenimiento en el espejo, en mirar el color de la cubierta del pasaporte o en consultar en el móvil la cifra que nos devuelve la aplicación del banco. En mi caso, hay un indicador imposible de obviar, porque viene acompañado de luz, color y ruido: desde todos los lugares a los que he podido llamar mi casa se han visto siempre los fuegos artificiales. Pienso en esto desde una ventana abierta, frente al mar, durante la escandalosa clausura de unas fiestas estivales en el corazón de la cada vez más esquilmada reserva nacional del fresquito veraniego. A lo que iba: el piso de mis padres está a las afueras de la ciudad donde nací, pero mis colegas, incluso los que vivían en el centro, se bajaban a ver los espectáculos pirotécnicos asomados al alféizar de una habitación que ya no es mía. En Madrid no tengo tanta suerte, pero me basta subir a la azotea del edificio para tener, de nuevo, la mejor perspectiva posible sobre los cohetes que ponen fin a la melonera popular de mi barrio cada septiembre. Y me parece que algo así debe de ser el privilegio: no dudar de que los fuegos artificiales se repetirán cada año, confiar a ciegas en que los puntos de luz terminarán por unirse en una estrella de colores en el cielo, saber a ciencia cierta que la pólvora que prendemos para divertirnos no incendiará todo lo que nos importa. Ser privilegiado es no temer que la propia vida sea una ilusión óptica, ni que el sueño se esfume después de la traca final. Soy Alba Carballal.