El día que lloramos ante una merluza en salsa verde
De repente, la vida cotidiana se había vuelto increíblemente arriesgada
Paloma Díaz-Mas | El día que lloramos ante una merluza en salsa verde
Vitoria
Ayer volvimos al restaurante de la playa donde, hace tres años, lloramos ante una merluza en salsa verde.
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Entonces acabábamos de salir del confinamiento estricto y la hostelería iba abriendo sus puertas de una manera cautelosa y caótica: ahora se permitía abrir con unas condiciones, luego se daba orden de cierre; a unas horas sí y a otras no; en una comunidad autónoma restaurantes abiertos y el pueblo de al lado, que pertenecía a otra comunidad, cerrados.
Las primeras veces que nos atrevimos a ir de excursión a la playa nos llevamos bocadillos y hasta el agua en cantimploras. Paseábamos por la vera del mar en bañador y con mascarilla y luego nos comíamos los bocadillos casi a escondidas. "No es imprescindible ir a un bar o un restaurante. Mejor no correr riesgos", decíamos. De repente, la vida cotidiana se había vuelto increíblemente arriesgada.
Hasta que un día nos decidimos. Osados, reservamos por teléfono en el restaurante conocido, aquel al que ya habíamos ido tantas veces antes. Entramos en el comedor con cierta aprensión y con una ojeada rápida, comprobamos con alivio que las ventanas estaban abiertas, que la brisa marina aireaba el local, que los comensales distaban varios metros unos de otros, que clientes y camareros iban tan enmascarados como nosotros. Elegimos nuestros platos y luego nos bañamos las manos en gel hidroalcohólico.
Cuando llegó la comida, nos retiramos con precaución las mascarillas. Nos llegó un aroma de ajo, perejil y almejas frescas; una sutil salsa verdosa arropaba la merluza, también fresquísima.
No pudimos evitar echarnos a llorar de miedo y de dicha, como si de repente hubiéramos salido de la cárcel y recobrado la libertad.
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