La estafa cotidiana

Madrid

Cansa ser consumidor. Ir a comprar la comida, la ropa, cualquier cosa necesaria. Lo que en el imaginario creado por las ficciones audiovisuales es el súmmum de la felicidad, con esas chicas que van de tienda en tienda cargadas de bolsas en lo que parece un estado de colocón que ríete tú de la que provoca la cocaína, en realidad no es más que una ardua tarea cotidiana. Porque la oferta parece infinita pero está plagada de trampas, pequeñas estafas, más en tiempos de inflación. Porque hay crisis, porque hay pandemia, porque hay guerras usted y yo debemos rascarnos los bolsillos y pagar más por lo mismo o por lo que es un poco peor.

Yo estoy harta de que me expriman, de que me vendan mercancías adulteradas, sucedáneos que hacen pasar por productos de buena calidad. La industria del marketing, la apariencia, el diseño y la imagen es capaz de presentar como deslumbrante lo que en realidad no es más que basura o petróleo procesado. A cualquier cosa póngale que tiene un 0% de algo y podrá venderlo más caro. O sea, que el vacío cotiza en bolsa y unas galletas del salvado que mi abuela echaba a las gallinas son más caras que un filete aunque habría que ver si ese filete puede seguir conservando su nombre dado que al tirarlo en la sartén se queda en la mitad. Lo mismo de la ropa que parece barata y se deshace en dos lavados.

Que lo peor se venda a quienes menos tienen no es casualidad, hay que seguir extrayendo más y más de los de abajo para que los muy ricos sigan acumulando riqueza. De esa estafa en el día a día también no vienen los vergonzosos índices de desigualdad.