Confiemos, coño

La camiseta de Irene Montero ya era en sí misma una declaración de intenciones. “Confía, coño”. Pero antes de que apareciera en la sala del Ministerio de Igualdad que ya no pisará como ministra, pasaron varias cosas.

Pasó que se dijo muchas veces: “Buen trabajo”. Pasó que se pidieron muchos selfies unas a otras con enormes nervios, que había una especie de ambiente de pésame en unas y de euforia contenida en otras. “Me quedo con lo personal de todo este tiempo”, afirmaba una de las asistentes, mientras otras, le acariciaban el hombro. “Me quedaré unas semanas hasta que me cesen y luego me iré a Las Palmas, a mi tribunal”, contaba la juez Vicky Rosell, de terciopelo morado y sonrisa que traía ensayada de casa. Mientras, la secretaria de Estado de Igualdad, Ángela Rodríguez Pam, que durante su mandato ha dicho todo lo que le ha parecido conveniente y más, hacía un enorme esfuerzo por no mostrar lo que le estaba pasando por el cuerpo.

Y luego estaba la parte socialista, que se sabe que lo es aunque no les pongas caras ni nombres. Es una izquierda acostumbrada ya al poder, que sabe pisar moqueta, que dice que a los sitios hay que saber llegar y sobre todo saber irse. Que nunca se pondría la palabra “coño” en una camiseta. Que apuesta por el silencio, por el perfil bajo, que detesta llamar la atención y que ayer aguantó el chaparrón de una mujer que se va como llegó. Haciendo ruido, dirán unos. Siendo incómoda, dirán otros.

Irene es rock and roll y furia, y Ana Redondo habla bajito y da las gracias y nos ha pedido paciencia. Dos formas de entender el mundo, dos formas de ejercer un feminismo en el que cabemos todos.

Confiemos, coño.