Del estómago de animales a la pasta de dientes: el invento de John Goffe Rand que salvó el mundo del arte
Marta Fernández ha presentado en Academia de saberes inútiles la historia de John Goffe Rand, un pintor que consiguió inventar un dispositivo para que la pintura al óleo permaneciera fresca
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Los inventos nacen por necesidades. Y en este caso se junta uno de los grandes placeres: el arte, con una urgencia en el mundo de la pintura. Un invento que ha cambiado la historia de la humanidad y que no solo ha quedado en los talleres de los artistas, ha llegado hasta nuestros baños.
Samuel Morse era una persona inquieta y, además de conseguir un nombre gracias al invento del código morse, también era un gran dado a la pintura y llegó a inmortalizar a los políticos más importantes de la época. Uno de sus cuadros más famosos es el del Marqués de Lafayette, el general francés que luchó por la independencia de Estados Unidos con Washington, Jefferson y Hamilton.
Morse tenía en su taller de pintura a un aprendiz llamado John Goffe Rand. Un joven retratista con mucho talento al que había llevado a Boston para que trabajara con él. Y ya sabemos que desde el renacimiento los artistas hacían sus propias mezclas, pero la cosa no era muy práctica; sobre todo, con el óleo que se secaba muy rápidamente. Así que tradicionalmente lo guardaban en vejigas de animales.
Pero que algo sea tradicional y se haya hecho durante siglos, no quiere decir que funcione. Y aquel método de guardar la pintura no era el mejor: no se conservaba y obligaba a repetir constantemente las mezclas. Y como John Goffe Rand estaba bastante cansado de tener que crear una y otra vez pinturas, decidió inventar algo para poder mantenerlas frescas.
Y a diferencia de su maestro, de quien sus inventos han quedado un poco obsoletos, lo que Rand creó no sólo se sigue usando, es que fue el detonante de la mayor revolución artística de la historia. La que llevaron a cabo los impresionistas: una nueva luz.
Esas pinturas que aún no habíamos visto serían las que asombrarían al mundo en París en 1874 con la primera exposición de unos genios a los que llamaron Impresionistas de forma despectiva. Y lo que hacían habría sido imposible si no hubieran podido salir a pintar fuera de sus talleres: no tendríamos ni Los nenúfares de Monet, ni Las bailarinas de Degas, ni la increíble luz de Cezanne en Los paisajes de Aix-en-Provence.
El Impresionismo no existiría sin los tubos de pintura de John Goffe Rand, que consiguió sacar a los genios al exterior. Dicho por el propio August Renoir y contado por su hijo, Jean Renoir, el director de cine. Sin embargo, el pobrecillo murió en la más absoluta pobreza. Porque, a pesar de triunfar y hacerse rico, decidió inventar un dispositivo que hiciera que el sonido de las teclas se pudiera prolongar aún más, como un órgano.
Y lo consiguió, pero se gastó todo lo que había ganado con los tubos. Y, por si fuera poco, vendió por una miseria la patente para seguir con su idea del aeolian pianoforte. Rand murió un año antes de la gran exposición de los impresionistas y en su lápida del cementerio de Woodland, en el Bronx, hay un relieve de un tubo de pintura. Por último, deberíamos acordarnos de él por algo que todos usamos todos los días y que todos tenemos en el baño: el tubo de pasta de dientes.
En 1889 la farmacéutica Johnson & Johnson decidió utilizar la idea de Rand, porque hasta entonces el dentífrico se vendía en una jarritas y no era muy práctico. Después del tubo de pasta de dientes, vendrían los tubos de pegamento, de pomadas, de cosméticos. Y todo porque Morse era un pesado con el rollo de mezclar los pigmentos y John Goffe Rand era un joven con mucho ingenio.