Desde el asesinato en Teherán del líder de Hamás, Ismail Haniye, que era un hombre clave en la negociación de un alto el fuego, Israel lleva preparando a su población y a la comunidad internacional para una posible represalia de Irán. Mientras quiere enfocar en eso la atención de todo el mundo, bombardea Gaza sin parar. Como es lo habitual, ha logrado que, de esos bombardeos, se hable menos cada vez. Ataques contra campos de refugiados y contra escuelas, pero casi nadie se escandaliza ya. La ONU calcula 21 ataques a colegios desde julio. Hay familias enteras que han sido obligadas 15 veces a desplazarse, en un territorio que es una ratonera, sin apenas comida. Familias enteras que se mueven sobre cascotes y ruinas, en coche, en burro, en carretillas o a pie. Que llevan a cuestas lo que tienen: niños cargando a otros niños. Hay otras familias que, exhaustas, prefieren quedarse donde están porque el riesgo de acabar bombardeadas es el mismo. Con hospitales colapsados, ante una comunidad internacional conmovida pero cada vez más indiferente. El sábado fue contra una escuela, otra vez. Dijo Israel que fue un ataque de precisión. Las autoridades gazatíes, en manos de Hamás, calculan más de cien muertos. En Gaza los muertos son ya casi 40.000. No dejan entrar a periodistas para documentar y a los que hay, los matan. Pero son 40.000 muertos ante los ojos del mundo. Muchos de ellos, niños. Hamás mantiene secuestrados a más de cien rehenes israelíes desde el 7 de octubre y ha elegido como nuevo líder al cerebro de aquella masacre terrorista. Uno de los ministros de Netanyahu ha pedido dejar sin combustible a los palestinos. Dicen que el alto el fuego no es imposible, que se está negociando, pero parece cada vez más complicado. Y el riesgo es que el mundo deje de mirar; que, de tanto horror y tanto espanto, todas estas matanzas ya no le importen a nadie.